Nunca
se atrevió a hacerme aquel regalo cuando éramos adolescentes ni cuando ya
jóvenes. Me encantaba Mafalda y él lo sabía.
Aquel
día, tras de aquel regalo, iba escondido su leal afecto hacia mí y su
imaginación lleno de nostalgia. Nunca se atrevió a proponerlo en los días
aquellos, esos, cuando aún éramos estudiantes y salíamos a algún cine; y
también en aquellas noches, esas pequeñas noches de encuentros furtivos en la
universidad, en las que nos acompañábamos, solos, más auténticos que nunca.
Luego
de un largo periodo de tiempo, trascurrió lo que les voy a contar…
Que
yo recuerde, Iba todos los sábados por las mañanas a unas prácticas
profesionales. Me gustaba asistir porque estaba en pleno aprendizaje. Además,
me gustaba lo que hacía.
Aquel
día me encontraba tranquila, sentada en mi escritorio, y desarrollando mi tarea
habitual al lado de un joven de nariz ñata, y pelada muy vistosa, casi con
brillo. Los demás se paseaban en la oficina de un lado al otro renunciando a
sus palabras.
Son
las cinco de la tarde, aún no ha oscurecido; de pronto recibo una llamada por
el intercomunicador:
–Señorita
Bety, tiene una visita… ¿Lo hago pasar?
En
ese preciso momento estaba muy atareada; el pelado estaba de pie a mi lado rascándose
la cabeza, y en el pasillo una amiga me hacía señas con las manos, pidiéndome
las conclusiones del día.
–¿Sabe
quién es? No espero a nadie –le dije.
–Es
un tal Charly, dice que la conoce. Dígame usted si lo hago pasar —me respondió.
—¿Charly?...
¡Hum! —exclamé sorprendida acariciándome el brazo.
Me
quedé muda y dudando por un buen rato. No tenía ganas de verlo, estaba enfadada
con él porque el mes anterior había ido a su casa para decirle que necesitaba
conversar muy seriamente, pero no lo encontré. Charly ni fue a mi casa ni se
comunicó conmigo, aún cuando le había dejado un recado con su sobrina. No
quería saber nada de él. ¡Era lo justo!... Volvía a dudar.
–¡Dígame
señorita!... ¿Lo dejo pasar?
–Déjelo
pasar. Pero que me espere en el recibidor... —le dije con amargura.
De
súbito me vino a la memoria una idea muy sencilla. Una idea muy traviesa, por
no decir malvada. Decidí que lo dejaría en el recibidor por un buen rato.
Había
trascurrido casi media hora cuando decidí ir a verlo. Caminé confusamente
pensativa, meditando lo que le iba a decir. Me detuve en el umbral de la puerta
y lo quedé observando por unos segundos. Estaba sentado con las piernas
abiertas, muy tranquilo, ojeando una revista y al lado de una señorita de
cabellos rubios y vestido rojo, muy corto. Tratando de sorprenderlo, apresuré
el paso, me acerqué y me detuve a su lado. Al darse cuenta, levantó la cabeza y
me miró elevando las cejas y sonriendo sin interés.
–Hola,
¿y a qué debo tu visita? –le pregunté.
Se
levantó bruscamente sin decir una sola palabra; estiró el brazo y me puso en
las manos unas revistas de Mafalda, sin que yo pudiera evitarlo. Lo hizo con un
gesto de incredulidad y duda. La señorita de al lado nos miró de reojo y
sonrío. Mi rostro, de la nada, se estremeció y se puso rojo. Estaba
sorprendida. Se dio cuenta y rompió a toser, como un gesto inevitable de
nerviosismo. Luego, cogiéndome las manos, me saludó con un beso en la mejilla.
Se soltó y me dijo:
–El
día de hoy me he enterado por casualidad que fuiste a mi casa el mes pasado. A
mi sobrina se le olvidó darme tu recado. No me dijo nada… hasta el día de hoy
—Hablaba tratando de disculparse.
Hacía
ya tiempo que había olvidado aquel rostro de niño indefenso y aturdido. No recuerdo
otro momento igual en el que me riera tanto conmigo misma.
–Vaya,
sí pues, de eso ya hace más de un mes. Hasta se me había olvidado… —le contesté
secamente.
Sin
saber por qué, estiré mi brazo y le devolví las revistas. Él las recibió sin
decirme nada, estaba sorprendido; se llevaba la mano a la cabeza y miraba de
reojo a la señorita de pelo rubio y falda corta. Quiso hablar o decir algo
más, pero se contuvo.
–No
te las puedo recibir. No las quiero, gracias... —Agregué, despreciativamente.
Volvió
la vista hacia mí y se quedó pensando. Mientras lo hace, se lleva una de las
manos al rostro y luego se pone a jugar con los botones de su camisa. Comprendí
entonces, que lo había herido en dónde más le dolía: refregarle en la cara su
retrasada adolescencia. Se mantuvo callado, no quiso expresar nada, sólo hizo
un gesto con sus manos y se despidió de malas ganas. Salió de la sala de espera
raudamente, dejándome en compañía de la señorita de pelo rubio y falda roja. No
me dio tiempo para despedirme de él. Me quedé dolida y sin respuesta.
Poco
después de las dos de la tarde del día siguiente, lo vi llegar a mi encuentro.
Yo estaba almorzando sola en un restaurante que quedaba muy cerca de mi
trabajo. Estaba puesta su mejor ropa, una camisa moderna celeste de rayas
azules y un pantalón plomo. Deteniéndose a mi lado, quedó por un momento
contemplándome, estático. No gesticulaba. Luego, echándose ánimos, se atrevió a
hablarme.
–Hola
Bety. ¿Puedo sentarme? —preguntó dando unos pasos hacia la silla, la que
se encontraba al otro lado de la mesa.
Traía
un folder aferrado a su pecho.
–¡Hola!...
¡Claro, siéntate! ¿Ya has almorzado?
Extrajo
la silla y tomó asiento. Levantó las manos y llamó al mozo. Éste se acercó a él
y le dio el menú. Por complacerme pidió el almuerzo del día. Me di cuenta que
los comensales nos observaban extrañados, pero más a él. Era porque tenía
remangada una de las mangas de la camisa y la otra estaba abotonada. Sentía que
los ojos de los comensales viajaban observándonos, atentos, inquietos. Yo los
evitaba.
Ya
dispuestos uno frente al otro, Charly se atrevió a hablar con más calma.
–Hago
cada tontería… ¿Será posible? —dijo, tratando de sonreír.
Luego
se apagó por unos instantes. Nos quedamos quietos y en silencio, observándonos
y regalándonos unas punzantes miradas. Ya no pude contenerme y le dije:
–¿Qué fue de las revistas de Mafalda? Hago una broma y lo tomas en serio. Yo
sólo esperaba una disculpa. Muy descortés de tu parte. No conocía ese lado
tuyo.
En
ese momento llegó su menú. Resultó bastante gracioso el rostro que puso cuando
lo vio. Puso una cara de desagrado. Era arroz con pollo, con pollo; se chupó
los labios y dio un suspiro profundo, soplando todo el aire. Se llevó las manos
a la cabeza, y nos miramos los dos soltando una carcajada.
–No
sé que estoy pagando… El pollo me persigue cada vez que almuerzo contigo —dijo,
con una amplia sonrisa y observando el plato.
Dejó
los cubiertos en la mesa y se volvió a mí, con una mirada de resignación. Los
volvió a coger y se puso a rasgar el arroz, a jugar con su comida. No pude
menos que sonreír con ironía.
–Seguro
que te has portado mal con las aves —le respondí, dando golpecitos a la mesa.
Debí
poner una cara de tonta, porque él no pudo menos que sonreír con burla. Levantó
los hombros, estiró y abrió los brazos y me enseñó sus manos en señal de humor.
–No,
para nada. Sólo cuando era adolescente he matado algunos pájaros en la chacra
de mi abuelo —respondió, con suavidad, medio zalamero, medio recobrando su
genio.
Volvió
a mirarme con mucha curiosidad. No me inquietó. Hice como si no hubiera
ocurrido nada, como si iniciáramos la conversación.
–Eres
muy vivo, ¡eso es! Te haces el bobo. No sé, pero me has llevado a otro terreno.
Dime, ¿qué has hecho con la pobre Mafalda?
Me
miró con tristeza. Su folder lo había soltado y estaba con algunas hojas
salidas, sobre la mesa, junto a un estuche de compases. Estaba meditando su
respuesta, callado, con la cabeza gacha y con los ojos puestos en el arroz con
pollo, le daba vueltas, lo pinchaba. Tenía apetito, pero el pollo se le
atragantaba. Deambuló ofuscado dentro de sus pensamientos por unos instantes;
luego, sin mirarme, me dijo:
–La
verdad, no sé dónde lo he dejado. Tal vez esté en mi casa o se las he dado a
alguien. No lo sé…
Yo
lo quedé mirando intrigada… “No podía ser posible que se las haya dado a otra
persona. Esas revistas me pertenecían. Mafalda era de mi propiedad”, pensaba.
Y
acto seguido añadió:
–Bueno,
si las quieres aún, las voy a buscar, y si las encuentro, te las traigo —contestó,
apenado y apoyándose en la mesa como si fuese su escritorio.
–A
ver si me las traes la próxima semana. Mira… La hora se me fue volando. Ya
tengo que volver al trabajo —le dije con voz enérgica, pero amable.
Lo
miré con una sonrisa y directo a los ojos, y comprendí que me miraba queriendo
decirme algo. Me puse en pie, me acerqué a él y le di un beso en la mejilla. No
lo esperaba. Se quedó quieto, sentado en la silla. Me alejé. Volví la cabeza y
lo volví a mirar:
–Salgo
a las seis y cuarto. ¿Vienes?... Te espero…
Se
puso en pie, cogió el folder y el estuche de compases, lo apretó contra su
pecho y se llevó la mano a la cabeza, peinándose los cabellos. Se me acercó y
me agarró una de las manos. Me detuve, indecisa, delante del umbral ya en la
calle. Sonriendo y observándome con una singularidad que no le conocía, me
dijo:
–Voy
a hacer unas cosas y vuelvo a las seis. Quiero saber, por qué motivo fuiste a
mi casa.
–Ok.
Te espero. Salgo a eso de las seis y cuarto —le contesté.
Quise
decirle algo más, pero se me trabó la lengua, probablemente por querer decirle
otras cosas que ya no pensaba. Luego lo miré con cara seria, me despedí y me
alejé, avanzando hacia la oficina.
Cuando
ingresé al trabajo todos hacían algo. Nadie me prestaba atención y yo tampoco a
ellos. Abrí la puerta de la oficina y me senté pensando en lo que me dijo al
final, en la despedida. Me quité los lentes y me froté los ojos. Media hora
después ya estaba envuelta en los papeles y en la rutina del trabajo.
–Te
he visto muy entretenida con tu amigo en el restaurante. No tardará en venir,
¿no? Lo escuché todo sin querer. Estaba muy cerca de ustedes. Tú ni te diste
cuenta –me dijo mi amiga Delia con una larga sonrisa que le llenaba todo el
rostro.
Se
sonreía exactamente igual que el ñato y pelado, pero este tenía en su mirada
una burla maliciosa. Lo miré con el rostro serio, entonces inclinó la cabeza y
alzó las cejas como queriendo mirarme de reojo.
–Es
un amigo —le contesté.
–¿Sí?
–dijo, haciendo una mueca de interrogación con sus ojos.
–Espera,
¿a dónde quieres llegar? —le dije, enérgica, haciendo un gesto erizado con mi
boca.
Ella
se extrañó por mi tono de voz, porque arqueó las cejas. Sólo entonces, acabé de
darme cuenta que todos mis amigos del trabajo habían estado almorzando en el
mismo lugar, en el mismo restaurante, en el que estuve conversando con Charly.
–Es
buen mozo –dije y me eché a reír–. No…, es un amigo, un buen amigo, algo tonto
para lo que tú piensas, pero muy inteligente para otras cosas y que yo admiro.
Delia
salió de la oficina haciendo unas señas con las manos, y yo oí a mí alrededor
algunos murmullos y suspiros burlones.
Volví
a mis quehaceres, a mis papeles, esperando la salida…
Mientras
camino hacia la puerta me despido de Delia a eso de las seis y cuarto. Ella se
despidió meneando la cabeza con una enigmática expresión. El ñato y pelado
hacía tiempo que se había ido; él antes de irse, le había dicho algo al oído a
Delia, echándose a reír. Dos amigas más salían conmigo. Ya en la calle vi que
Charly venía a mi encuentro. Nos encontramos al primer golpe de vista. Se paró
a mi lado. Sonreí al darme cuenta que quería darme un beso en la mejilla. Luego
de pensarlo, lo hizo. Me despedí de mis amigas y nos quedamos solos; no
hablábamos mientras caminábamos juntos. Un taxi parado en la otra esquina nos
esperaba. Me volví hacia él y lo quedé mirando, intrigada.
–Bueno
–dije, llevándome la mano al pecho –¿A dónde me vas a llevar?
Charly
sonrío y me miró sin dudas. Un escalofrío me recorrió toda la espalda. Lo
interrogué mirándolo a los ojos, sin saber cómo había llegado hasta allí,
y como una manera de continuar hablando.
–Hay
un lugar en el que podemos conversar sin que nadie nos moleste. Es un lugar muy
tranquilo, y está en el Centro…, muy cerca del Jirón de la Unión.
De
este modo nos encaminamos al Centro de Lima. Hacía más de seis años que nos
frecuentábamos muy accidentadamente. No lo suficiente, pero creo que lo
necesario. Precisamente por eso habían cambiado mucho las cosas. Él se había
enfrentado con los negocios, como a todo lo demás, con gran decisión. Poseía un
talento inusual para ello. Quizá desde la muerte de su madre se había puesto
como meta crear una empresa propia. Siempre me habló de ello. Pero sus negocios
por esos tiempos andaban muy mal. La situación en el país era desastrosa. Sólo
algunos locos como él pensaban desarrollarlo. Durante el trayecto, me habló de
algunos negocios que imaginaba podían funcionar. Le apasionaba mucho la agroindustria
y las maquinarias necesarias para ello. Yo lo miraba sorprendida, diciéndome a
mí misma: “es un loco soñador”. Es que el tiempo no estaba para aquello.
Es
así, que luego de recorrer las avenidas y jirones, llegamos al lugar planeado
por él. Desde la calle, se veía que era un cafetín acogedor y muy simpático.
Con las manos posadas en la ventana del auto despidió al desconocido taxista
con una sonrisa ausente. Creo que fue por cuestión de un ajuste de costo. Yo
permanecía de pie en el umbral de la entrada, observándolo. Finalmente se metió
el vuelto al bolsillo. Levantando la cabeza hacia el cielo y creando una
sonrisa, se acercó hacia mí, exclamando:
–¡Ah
taxistas, no cambian!
Le
devolví la sonrisa llevándome la mano hacia mis anteojos, acomodándolos y
frotándome la nariz. Me quedé callada. Giramos los dos e ingresamos al cafetín.
Nos dirigimos al fondo, casi apegados al mostrador, luego de subir un desnivel.
Nos sentamos a la mesa mirándonos y sonriendo, uno frente al otro. De inmediato
llegó el mozo y nos entregó la cartilla. Yo pedí un café. Él, luego de
pensarlo, pidió un shop de cerveza. Se volvió hacia mí y quiso decirme algo,
pero yo hablé primero girando la cabeza a mi rededor y observándolo todo:
–Muy
bonito sitio. ¿Ya has venido otras veces? —le consulté, mirando el lugar con
interés.
Yo
tenía las dos manos con los dedos entrecruzados sobre la mesa y movía
ligeramente las rodillas. Hacía muecas con mis labios, incrédula. Era un
encuentro muy diferente a todos los que habíamos tenido.
–Es
la primera vez que ingreso a este cafetín. Me lo recomendó un amigo. Como ves,
suena una buena música y se puede conversar tranquilamente —me dijo, con una
ligera sonrisa.
–Dime,
pero la verdad. ¿Qué has hecho con la pobre Mafalda? —le interrogé.
Alzó
la vista para mirarme a los ojos, tenía una apariencia de amabilidad en el
rostro.
–Ya
te lo dije. No recuerdo, no recuerdo… Pero te los voy a devolver, no te
preocupes.
Siguió
charlando y charlando, yo lo escuchaba. Me asaltaron varios pensamientos agrupados,
pero desordenados también. Uno era tan absurdo que me da vergüenza recordarlo.
¡En qué no pensaría yo en esos momentos!...
Se
calló por unos instantes. Aproveché y le dije:
–Te
entiendo. No quieres decirme la verdad.
No
respondió. Se limitó a mirarme quieto y sorprendido. Se puso a meditar. Creí
que empezaría a mentir. Lo estaba obligando a hacerlo. Le tiré del brazo
sacándolo de sus pensamientos. Tenía ya otra cara, inmóvil la expresión…
–Pues
escucha –me dijo–. Te lo voy a decir: “Se las he regalado a mi sobrina”.
Aspiré
con ansia y lo miré sin sorprenderme. Levanté mi taza y tomé un sorbo de café.
Me callé por unos instantes. Solté mi taza, y como si no hubiera existido jamás
la pregunta, me hice la desentendida. Aunque sentí unas ganas terribles de
pegarle con la taza de café en la cabeza.
–Está
bien –mascullé–, pero que quede claro que no me ha hecho mucha gracia.
Me
lanzó una mirada muy tierna que logró convencerme de que estaba arrepentido.
Luego, levantó el vaso de cerveza y bebió un sorbo largo. Alguien se acercó y
le preguntó si tenía un encendedor. Aprovechó ese instante para llevarse los
dedos al bolsillo de la camisa y sacar un cigarrillo. Lo encendió y le dio una
chupada. Luego le entregó el encendedor a la otra persona forzando una sonrisa.
Me resultaba muy raro verlo tan condescendiente. Se volvió hacia mí y me dijo:
–¿A
qué fuiste a mi casa, tenías que decirme algo importante? Me gustaría saberlo…
No
acabó la frase, pero yo pude comprender a qué se refería. Miré al mozo que
estaba a sus espaldas. Levanté la mano y lo llamé. Se presentó al instante. Me
di cuenta que hacía las más absurdas muecas delante de él, mientras conversaba
con el mozo. Hasta tosí de manera fingida.
–Por
favor, ¿puede traerme otra taza de café…?
–¡Cómo
no!... —respondió el mozo mientras me daba la espalda.
Charly me miraba, quieto e interrogativamente. Sentía su vista frente a la mía.
Poco a poco me invadió una vergüenza muy singular. Se volvió a mirar atrás y
llamó al mozo antes de que se alejara.
–Por
favor, para mí me trae otra cerveza.
Soltó
una bocanada de humo y sacudió el cigarrillo en el cenicero. Se puso en pie,
buscó algo en sus bolsillos del pantalón. Luego, abrió la mano y lo contempló.
Su rostro cambió de color. Me deleitaba mientras lo veía turbado y perplejo.
Nada escapaba a mi atención; lo miraba sonriendo e intrigada. No me mostraba lo
que había sacado de uno de sus bolsillos. Como sí de pronto se diera cuenta que
lo estaba mirando de buen ánimo, abrió su mano y me lo mostró. En esos momentos
llegó el mozo con nuestros pedidos. Hubo una pausa muy corta. Luego, se
incorporó poniéndose en pie sin dejar la silla y mirándome fijamente a los
ojos, me dijo:
–Es
para ti, era de mi abuela. Sólo le falta la cadenita.
Cuando
yo me paré también frente a él, estiró el brazo y me lo puso en una de mis
manos. Era un dije en forma de corazón hecha en oro. Muy hermoso y bien
trabajado. Lo quedé mirando sorprendida y él aprovecho para cerrar su mano y
apretar la mía. Vi en sus ojos un destello contagioso. Se sonreía sin parar.
Agaché la vista hacia el objeto. Probablemente seguía mis movimientos con sus
ojos, porque yo sentía que alguien me espiaba totalmente. Me erguí lo mejor que
pude y girando hacia la silla, tomé asiento. Comencé a sentir que mis rodillas
me temblaban. Por fin busqué refugio en mi café levantando mi taza, bebiendo un
sorbo y mirándolo por encima de mis anteojos. No dije más. Él dio unos pasos,
se acercó y me miró con curiosidad.
–¡Es
tuyo!
–¿Sí?
–Dije–, ¿es mío? Pero tiene un gran valor para ti. Es algo muy serio.
A
medida que transcurría el tiempo, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. En
ese instante tuve la conciencia de cometer una tontería. Me contuve, dejando
pasar por unos momentos esos pensamientos de entusiasmo, de una estupidez
exquisita. Por todas partes había tranquilidad, la música sonaba muy suave y
romántica. Parecía que todo se confabulaba contra mí. Me acodé en la mesa y
volví a examinar el corazón de oro. Sin dudas era muy hermoso. Él se sentó y me
quedó mirando, jugando con sus manos y chupándose los labios, mordiéndolos.
–Te
lo voy a aceptar… No puedes con tu genio, sabes dónde golpearme.
Miré
al vacío. Me era imposible penetrar en este misterio al cual él me había
llevado. ¿Qué significaba tanta astucia? Busqué en mi cartera algo que
ofrecerle para estar a mano. Súbitamente se me ocurrió un golpe de audacia. Lo
encontré.
–Esto
es para ti.
Me
miró. Estiró el brazo y abriendo la mano me recibió el objeto. Comprendió
enseguida lo que yo quería decirle. ¿Qué quería yo decir? La cosa empezaba a
resultar interesante. Él ya no era dueño de la situación. Volví a pararme, mi
incliné y le puse la cadenita con el crucifijo sobre el cuello. Quiso hablar,
pero yo lo contuve por unos momentos. Me tomó de las manos y con mucha dulzura,
me dijo:
–¡Vaya!
Nunca pierdes. Es muy bonito…
–¿Qué
dices? ¡Ah! Te lo mereces. Es un regalo de una persona muy especial para mí. Si
tú me das algo de tu abuela, yo te doy algo de un tío que quiero mucho, pero
que ya no está con nosotros…
Todavía
le conté algo más. Él era un hombre hábil y muchas veces desconcertante. Por
eso no dio muestras de sorpresa. Creía todo lo que yo le contaba. No podía
mentirle, se daría cuenta. No hubo más. Su tranquilidad me enojaba. Yo había
hablado con la mayor seriedad. Los objetos entregados eran más que mil
palabras. Me quedé sentada con las manos entrecruzadas sobre mis piernas, y
quieta. No sé por qué tuve esta impresión, me pareció que me habían puesto
contra la pared. Lo pensé mejor y de golpe me llegó otro tipo de sentimiento,
estaba de un humor excelente. Me apoyé en el respaldo de la silla, sonreí y le
dije:
–Por
qué te quedas callado. ¿En qué piensas? Como de costumbre, escapándote.
–No
lo sé, tal vez, no quiero pensarlo; no sé si con la que hablo ahora, será la
misma el día de mañana. Si este día realmente tiene valor, entonces estamos
salvados. Pero no sé si he llegado a comprenderte. Hoy la satisfacción me
engríe, y me parece una novela con final feliz. ¿Pero mañana…?
Vi
que eran las nueve y media sobre el reloj colgado en la pared que daba con el
mostrador. Me miró desconcertado. No sé que nos pasó, pero de nuestras caras
nada serias pasamos a echarnos a reír. Me paré allí y decidí agarrarle de la
mano. Él se puso en pie, y se acercó, bordeándome; llamó al mozo y pidió la
cuenta. La canceló. Me puse en pie y cogiéndolo del brazo, nos dirigimos a la
calle.
Un
cielo frío y húmedo nos cubría mientras caminábamos por el Jirón de la Unión.
Las tiendas brillaban con sus luces y carteles iluminados. Todavía dimos
algunas vueltas, mirando a los ambulantes tendidos en el piso, vendiendo sus
cachivaches. Observo con curiosidad, el crucifijo colgado en su cuello y me
pregunto:
–A
dónde van a parar todos estos detalles. ¿Qué destino tienen?
Me
abismé en mis pensamientos y me estremecí cuando Charly me dirigió la palabra
para decirme:
–¿Sabes
qué?, sé lo que piensas. Sé también lo que pasará mañana con nosotros. Pero
dondequiera que el destino nos lleve, nos amaremos por toda la vida...
De
súbito me detuve y lo detuve también a él. ¡Me decidí! Se me nubló la vista por
unos segundos y oí con qué violencia latía mi corazón. Ahora no me quedaba otro
recurso que demostrar lo que sentía por él. Y lo demostré. Él no se movió de su
sitio. Siguió parado, ahora muy apegado a mí. Los dos estábamos dominados por
una locura serena. Lo escuchaba en silencio. ¡Digámoslo así!... Algo le dije al
oído. Me escuchaba, respirando despacio. Lo pensó un poco, antes de hablar.
Tomó aliento y me dijo en voz baja:
–Está
bien, tú sabes que lo mismo me pasa a mí. Apuesto lo que quieras que no te
marcharás. Ojalá pueda convencerte... ¿No decías que el culpable de todo era
yo? Ahora dime: ¿Qué es más importante para ti? ¿Esto o lo otro? Tienes que
decidirte. Ya ves, mañana no sé con quién me voy a encontrar.
Se
estremeció y me miró asombrado. Luego se turbó y me abrazó con mucha fuerza. Me
abrazó con los ojos cerrados. Bueno, al menos yo los cerré. Nos besamos en el
Jirón de la Unión, en medio de mucha gente. Fue un beso infinito, pero triste. Un
beso de partida, un adiós…
Aunque,
al marcharnos de aquel lugar, acordamos vernos de nuevo, yo estaba segura que
era un beso de despedida.
Por
eso, cuando Charly se despidió luego de dejarme en mi casa, yo me quedé triste largo
rato, sentada sobre mi cama, meditando. Encima de la mesita de noche dejé el
corazón de oro y me puse a contemplarlo. Me dio miedo terminar mis
pensamientos. Me dije: "no hablemos más de eso". Y me estremecí
sobresaltada, tendiéndome en la cama, con los brazos abiertos y tratando de
pensar en otras cosas. No sé en qué tiempo, pero me quedé dormida, sin resolver
nada...
Libertad
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