miércoles, 11 de abril de 2012

La pobre Mafalda

Nunca se atrevió a hacerme aquel regalo cuando éramos adolescentes ni cuando ya jóvenes. Me encantaba Mafalda y él lo sabía.
Aquel día, tras de aquel regalo, iba escondido su leal afecto hacia mí y su imaginación lleno de nostalgia. Nunca se atrevió a proponerlo en los días aquellos, esos, cuando aún éramos estudiantes y salíamos a algún cine; y también en aquellas noches, esas pequeñas noches de encuentros furtivos en la universidad, en las que nos acompañábamos, solos, más auténticos que nunca.
Luego de un largo periodo de tiempo, trascurrió lo que les voy a contar…
Que yo recuerde, Iba todos los sábados por las mañanas a unas prácticas profesionales. Me gustaba asistir porque estaba en pleno aprendizaje. Además, me gustaba lo que hacía.
Aquel día me encontraba tranquila, sentada en mi escritorio, y desarrollando mi tarea habitual al lado de un joven de nariz ñata, y pelada muy vistosa, casi con brillo. Los demás se paseaban en la oficina de un lado al otro renunciando a sus palabras.
Son las cinco de la tarde, aún no ha oscurecido; de pronto recibo una llamada por el intercomunicador:
–Señorita Bety, tiene una visita… ¿Lo hago pasar?
En ese preciso momento estaba muy atareada; el pelado estaba de pie a mi lado rascándose la cabeza, y en el pasillo una amiga me hacía señas con las manos, pidiéndome las conclusiones del día.
–¿Sabe quién es? No espero a nadie –le dije.
–Es un tal Charly, dice que la conoce. Dígame usted si lo hago pasar —me respondió.
—¿Charly?... ¡Hum! —exclamé sorprendida acariciándome el brazo.
Me quedé muda y dudando por un buen rato. No tenía ganas de verlo, estaba enfadada con él porque el mes anterior había ido a su casa para decirle que necesitaba conversar muy seriamente, pero no lo encontré. Charly ni fue a mi casa ni se comunicó conmigo, aún cuando le había dejado un recado con su sobrina. No quería saber nada de él. ¡Era lo justo!... Volvía a dudar.
–¡Dígame señorita!... ¿Lo dejo pasar?
–Déjelo pasar. Pero que me espere en el recibidor... —le dije con amargura. 
De súbito me vino a la memoria una idea muy sencilla. Una idea muy traviesa, por no decir malvada. Decidí que lo dejaría en el recibidor por un buen rato.
Había trascurrido casi media hora cuando decidí ir a verlo. Caminé confusamente pensativa, meditando lo que le iba a decir. Me detuve en el umbral de la puerta y lo quedé observando por unos segundos. Estaba sentado con las piernas abiertas, muy tranquilo, ojeando una revista y al lado de una señorita de cabellos rubios y vestido rojo, muy corto. Tratando de sorprenderlo, apresuré el paso, me acerqué y me detuve a su lado. Al darse cuenta, levantó la cabeza y me miró elevando las cejas y sonriendo sin interés.
–Hola, ¿y a qué debo tu visita? –le pregunté.
Se levantó bruscamente sin decir una sola palabra; estiró el brazo y me puso en las manos unas revistas de Mafalda, sin que yo pudiera evitarlo. Lo hizo con un gesto de incredulidad y duda. La señorita de al lado nos miró de reojo y sonrío. Mi rostro, de la nada, se estremeció y se puso rojo. Estaba sorprendida. Se dio cuenta y rompió a toser, como un gesto inevitable de nerviosismo. Luego, cogiéndome las manos, me saludó con un beso en la mejilla. Se soltó y me dijo:
–El día de hoy me he enterado por casualidad que fuiste a mi casa el mes pasado. A mi sobrina se le olvidó darme tu recado. No me dijo nada… hasta el día de hoy —Hablaba tratando de disculparse.
Hacía ya tiempo que había olvidado aquel rostro de niño indefenso y aturdido. No recuerdo otro momento igual en el que me riera tanto conmigo misma.
–Vaya, sí pues, de eso ya hace más de un mes. Hasta se me había olvidado… —le contesté secamente.
Sin saber por qué, estiré mi brazo y le devolví las revistas. Él las recibió sin decirme nada, estaba sorprendido; se llevaba la mano a la cabeza y miraba de reojo a la señorita de pelo rubio y falda corta. Quiso hablar o decir algo más, pero se contuvo.
–No te las puedo recibir. No las quiero, gracias... —Agregué, despreciativamente.
Volvió la vista hacia mí y se quedó pensando. Mientras lo hace, se lleva una de las manos al rostro y luego se pone a jugar con los botones de su camisa. Comprendí entonces, que lo había herido en dónde más le dolía: refregarle en la cara su retrasada adolescencia. Se mantuvo callado, no quiso expresar nada, sólo hizo un gesto con sus manos y se despidió de malas ganas. Salió de la sala de espera raudamente, dejándome en compañía de la señorita de pelo rubio y falda roja. No me dio tiempo para despedirme de él. Me quedé dolida y sin respuesta.  
Poco después de las dos de la tarde del día siguiente, lo vi llegar a mi encuentro. Yo estaba almorzando sola en un restaurante que quedaba muy cerca de mi trabajo. Estaba puesta su mejor ropa, una camisa moderna celeste de rayas azules y un pantalón plomo. Deteniéndose a mi lado, quedó por un momento contemplándome, estático. No gesticulaba. Luego, echándose ánimos, se atrevió a hablarme.
–Hola Bety. ¿Puedo sentarme? —preguntó dando unos pasos hacia la silla, la  que se encontraba al otro lado de la mesa.
Traía un folder aferrado a su pecho.
–¡Hola!... ¡Claro, siéntate! ¿Ya has almorzado?
Extrajo la silla y tomó asiento. Levantó las manos y llamó al mozo. Éste se acercó a él y le dio el menú. Por complacerme pidió el almuerzo del día. Me di cuenta que los comensales nos observaban extrañados, pero más a él. Era porque tenía remangada una de las mangas de la camisa y la otra estaba abotonada. Sentía que los ojos de los comensales viajaban observándonos, atentos, inquietos. Yo los evitaba.
Ya dispuestos uno frente al otro, Charly se atrevió a hablar con más calma.
–Hago cada tontería… ¿Será posible? —dijo, tratando de sonreír.
Luego se apagó por unos instantes. Nos quedamos quietos y en silencio, observándonos y regalándonos unas punzantes miradas. Ya no pude contenerme y le dije:
            –¿Qué fue de las revistas de Mafalda? Hago una broma y lo tomas en serio. Yo sólo esperaba una disculpa. Muy descortés de tu parte. No conocía ese lado tuyo.
En ese momento llegó su menú. Resultó bastante gracioso el rostro que puso cuando lo vio. Puso una cara de desagrado. Era arroz con pollo, con pollo; se chupó los labios y dio un suspiro profundo, soplando todo el aire. Se llevó las manos a la cabeza, y nos miramos los dos soltando una carcajada.
–No sé que estoy pagando… El pollo me persigue cada vez que almuerzo contigo —dijo, con una amplia sonrisa y observando el plato.
Dejó los cubiertos en la mesa y se volvió a mí, con una mirada de resignación. Los volvió a coger y se puso a rasgar el arroz, a jugar con su comida. No pude menos que sonreír con ironía.
–Seguro que te has portado mal con las aves —le respondí, dando golpecitos a la mesa.
Debí poner una cara de tonta, porque él no pudo menos que sonreír con burla. Levantó los hombros, estiró y abrió los brazos y me enseñó sus manos en señal de humor.
–No, para nada. Sólo cuando era adolescente he matado algunos pájaros en la chacra de mi abuelo —respondió, con suavidad, medio zalamero, medio recobrando su genio.
Volvió a mirarme con mucha curiosidad. No me inquietó. Hice como si no hubiera ocurrido nada, como si iniciáramos la conversación.
–Eres muy vivo, ¡eso es! Te haces el bobo. No sé, pero me has llevado a otro terreno. Dime, ¿qué has hecho con la pobre Mafalda?
Me miró con tristeza. Su folder lo había soltado y estaba con algunas hojas salidas, sobre la mesa, junto a un estuche de compases. Estaba meditando su respuesta, callado, con la cabeza gacha y con los ojos puestos en el arroz con pollo, le daba vueltas, lo pinchaba. Tenía apetito, pero el pollo se le atragantaba. Deambuló ofuscado dentro de sus pensamientos por unos instantes; luego, sin mirarme, me dijo:
–La verdad, no sé dónde lo he dejado. Tal vez esté en mi casa o se las he dado a alguien. No lo sé…
Yo lo quedé mirando intrigada… “No podía ser posible que se las haya dado a otra persona. Esas revistas me pertenecían. Mafalda era de mi propiedad”, pensaba.
Y acto seguido añadió:
–Bueno, si las quieres aún, las voy a buscar, y si las encuentro, te las traigo —contestó, apenado y apoyándose en la mesa como si fuese su escritorio.
–A ver si me las traes la próxima semana. Mira… La hora se me fue volando. Ya tengo que volver al trabajo —le dije con voz enérgica, pero amable.
Lo miré con una sonrisa y directo a los ojos, y comprendí que me miraba queriendo decirme algo. Me puse en pie, me acerqué a él y le di un beso en la mejilla. No lo esperaba. Se quedó quieto, sentado en la silla. Me alejé. Volví la cabeza y lo volví a mirar:
–Salgo a las seis y cuarto. ¿Vienes?... Te espero…  
Se puso en pie, cogió el folder y el estuche de compases, lo apretó contra su pecho y se llevó la mano a la cabeza, peinándose los cabellos. Se me acercó y me agarró una de las manos. Me detuve, indecisa, delante del umbral ya en la calle. Sonriendo y observándome con una singularidad que no le conocía, me dijo:
–Voy a hacer unas cosas y vuelvo a las seis. Quiero saber, por qué motivo fuiste a mi casa.
–Ok. Te espero. Salgo a eso de las seis y cuarto —le contesté.
Quise decirle algo más, pero se me trabó la lengua, probablemente por querer decirle otras cosas que ya no pensaba. Luego lo miré con cara seria, me despedí y me alejé, avanzando hacia la oficina.
Cuando ingresé al trabajo todos hacían algo. Nadie me prestaba atención y yo tampoco a ellos. Abrí la puerta de la oficina y me senté pensando en lo que me dijo al final, en la despedida. Me quité los lentes y me froté los ojos. Media hora después ya estaba envuelta en los papeles y en la rutina del trabajo.
–Te he visto muy entretenida con tu amigo en el restaurante. No tardará en venir, ¿no? Lo escuché todo sin querer. Estaba muy cerca de ustedes. Tú ni te diste cuenta –me dijo mi amiga Delia con una larga sonrisa que le llenaba todo el rostro.
Se sonreía exactamente igual que el ñato y pelado, pero este tenía en su mirada una burla maliciosa. Lo miré con el rostro serio, entonces inclinó la cabeza y alzó las cejas como queriendo mirarme de reojo.
–Es un amigo —le contesté.
–¿Sí? –dijo, haciendo una mueca de interrogación con sus ojos.
–Espera, ¿a dónde quieres llegar? —le dije, enérgica, haciendo un gesto erizado con mi boca.
Ella se extrañó por mi tono de voz, porque arqueó las cejas. Sólo entonces, acabé de darme cuenta que todos mis amigos del trabajo habían estado almorzando en el mismo lugar, en el mismo restaurante, en el que estuve conversando con Charly.
–Es buen mozo –dije y me eché a reír–. No…, es un amigo, un buen amigo, algo tonto para lo que tú piensas, pero muy inteligente para otras cosas y que yo admiro.
Delia salió de la oficina haciendo unas señas con las manos, y yo oí a mí alrededor algunos murmullos y suspiros burlones.
Volví a mis quehaceres, a mis papeles, esperando la salida…
Mientras camino hacia la puerta me despido de Delia a eso de las seis y cuarto. Ella se despidió meneando la cabeza con una enigmática expresión. El ñato y pelado hacía tiempo que se había ido; él antes de irse, le había dicho algo al oído a Delia, echándose a reír. Dos amigas más salían conmigo. Ya en la calle vi que Charly venía a mi encuentro. Nos encontramos al primer golpe de vista. Se paró a mi lado. Sonreí al darme cuenta que quería darme un beso en la mejilla. Luego de pensarlo, lo hizo. Me despedí de mis amigas y nos quedamos solos; no hablábamos mientras caminábamos juntos. Un taxi parado en la otra esquina nos esperaba. Me volví hacia él y lo quedé mirando, intrigada.
–Bueno –dije, llevándome la mano al pecho –¿A dónde me vas a llevar?
Charly sonrío y me miró sin dudas. Un escalofrío me recorrió toda la espalda. Lo interrogué mirándolo a los ojos, sin saber cómo había llegado hasta allí,  y como una manera de continuar hablando.
–Hay un lugar en el que podemos conversar sin que nadie nos moleste. Es un lugar muy tranquilo, y está en el Centro…, muy cerca del Jirón de la Unión.
De este modo nos encaminamos al Centro de Lima. Hacía más de seis años que nos frecuentábamos muy accidentadamente. No lo suficiente, pero creo que lo necesario. Precisamente por eso habían cambiado mucho las cosas. Él se había enfrentado con los negocios, como a todo lo demás, con gran decisión. Poseía un talento inusual para ello. Quizá desde la muerte de su madre se había puesto como meta crear una empresa propia. Siempre me habló de ello. Pero sus negocios por esos tiempos andaban muy mal. La situación en el país era desastrosa. Sólo algunos locos como él pensaban desarrollarlo. Durante el trayecto, me habló de algunos negocios que imaginaba podían funcionar. Le apasionaba mucho la agroindustria y las maquinarias necesarias para ello. Yo lo miraba sorprendida, diciéndome a mí misma: “es un loco soñador”. Es que el tiempo no estaba para aquello.   
Es así, que luego de recorrer las avenidas y jirones, llegamos al lugar planeado por él. Desde la calle, se veía que era un cafetín acogedor y muy simpático. Con las manos posadas en la ventana del auto despidió al desconocido taxista con una sonrisa ausente. Creo que fue por cuestión de un ajuste de costo. Yo permanecía de pie en el umbral de la entrada, observándolo. Finalmente se metió el vuelto al bolsillo. Levantando la cabeza hacia el cielo y creando una sonrisa, se acercó hacia mí, exclamando:
–¡Ah taxistas, no cambian!
Le devolví la sonrisa llevándome la mano hacia mis anteojos, acomodándolos y frotándome la nariz. Me quedé callada. Giramos los dos e ingresamos al cafetín. Nos dirigimos al fondo, casi apegados al mostrador, luego de subir un desnivel. Nos sentamos a la mesa mirándonos y sonriendo, uno frente al otro. De inmediato llegó el mozo y nos entregó la cartilla. Yo pedí un café. Él, luego de pensarlo, pidió un shop de cerveza. Se volvió hacia mí y quiso decirme algo, pero yo hablé primero girando la cabeza a mi rededor y observándolo todo:
–Muy bonito sitio. ¿Ya has venido otras veces? —le consulté, mirando el lugar con interés.
Yo tenía las dos manos con los dedos entrecruzados sobre la mesa y movía ligeramente las rodillas. Hacía muecas con mis labios, incrédula. Era un encuentro muy diferente a todos los que habíamos tenido.
–Es la primera vez que ingreso a este cafetín. Me lo recomendó un amigo. Como ves, suena una buena música y se puede conversar tranquilamente —me dijo, con una ligera sonrisa.
–Dime, pero la verdad. ¿Qué has hecho con la pobre Mafalda? —le interrogé.
Alzó la vista para mirarme a los ojos, tenía una apariencia de amabilidad en el rostro.
–Ya te lo dije. No recuerdo, no recuerdo… Pero te los voy a devolver, no te preocupes.
Siguió charlando y charlando, yo lo escuchaba. Me asaltaron varios pensamientos agrupados, pero desordenados también. Uno era tan absurdo que me da vergüenza recordarlo. ¡En qué no pensaría yo en esos momentos!...
Se calló por unos instantes. Aproveché y le dije:
–Te entiendo. No quieres decirme la verdad.
No respondió. Se limitó a mirarme quieto y sorprendido. Se puso a meditar. Creí que empezaría a mentir. Lo estaba obligando a hacerlo. Le tiré del brazo sacándolo de sus pensamientos. Tenía ya otra cara, inmóvil la expresión…  
–Pues escucha –me dijo–. Te lo voy a decir: “Se las he regalado a mi sobrina”.
Aspiré con ansia y lo miré sin sorprenderme. Levanté mi taza y tomé un sorbo de café. Me callé por unos instantes. Solté mi taza, y como si no hubiera existido jamás la pregunta, me hice la desentendida. Aunque sentí unas ganas terribles de pegarle con la taza de café en la cabeza.
–Está bien ­–mascullé–, pero que quede claro que no me ha hecho mucha gracia.
Me lanzó una mirada muy tierna que logró convencerme de que estaba arrepentido. Luego, levantó el vaso de cerveza y bebió un sorbo largo. Alguien se acercó y le preguntó si tenía un encendedor. Aprovechó ese instante para llevarse los dedos al bolsillo de la camisa y sacar un cigarrillo. Lo encendió y le dio una chupada. Luego le entregó el encendedor a la otra persona forzando una sonrisa. Me resultaba muy raro verlo tan condescendiente. Se volvió hacia mí y me dijo:
–¿A qué fuiste a mi casa, tenías que decirme algo importante? Me gustaría saberlo…
No acabó la frase, pero yo pude comprender a qué se refería. Miré al mozo que estaba a sus espaldas. Levanté la mano y lo llamé. Se presentó al instante. Me di cuenta que hacía las más absurdas muecas delante de él, mientras conversaba con el mozo. Hasta tosí de manera fingida.
–Por favor, ¿puede traerme otra taza de café…?
 –¡Cómo no!... —respondió el mozo mientras me daba la espalda.
            Charly me miraba, quieto e interrogativamente. Sentía su vista frente a la mía. Poco a poco me invadió una vergüenza muy singular. Se volvió a mirar atrás y llamó al mozo antes de que se alejara.
–Por favor, para mí me trae otra cerveza.
Soltó una bocanada de humo y sacudió el cigarrillo en el cenicero. Se puso en pie, buscó algo en sus bolsillos del pantalón. Luego, abrió la mano y lo contempló. Su rostro cambió de color. Me deleitaba mientras lo veía turbado y perplejo. Nada escapaba a mi atención; lo miraba sonriendo e intrigada. No me mostraba lo que había sacado de uno de sus bolsillos. Como sí de pronto se diera cuenta que lo estaba mirando de buen ánimo, abrió su mano y me lo mostró. En esos momentos llegó el mozo con nuestros pedidos. Hubo una pausa muy corta. Luego, se incorporó poniéndose en pie sin dejar la silla y mirándome fijamente a los ojos, me dijo:
–Es para ti, era de mi abuela. Sólo le falta la cadenita.
Cuando yo me paré también frente a él, estiró el brazo y me lo puso en una de mis manos. Era un dije en forma de corazón hecha en oro. Muy hermoso y bien trabajado. Lo quedé mirando sorprendida y él aprovecho para cerrar su mano y apretar la mía. Vi en sus ojos un destello contagioso. Se sonreía sin parar. Agaché la vista hacia el objeto. Probablemente seguía mis movimientos con sus ojos, porque yo sentía que alguien me espiaba totalmente. Me erguí lo mejor que pude y girando hacia la silla, tomé asiento. Comencé a sentir que mis rodillas me temblaban. Por fin busqué refugio en mi café levantando mi taza, bebiendo un sorbo y mirándolo por encima de mis anteojos. No dije más. Él dio unos pasos, se acercó y me miró con curiosidad.
–¡Es tuyo!
–¿Sí? –Dije–, ¿es mío? Pero tiene un gran valor para ti. Es algo muy serio.
A medida que transcurría el tiempo, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. En ese instante tuve la conciencia de cometer una tontería. Me contuve, dejando pasar por unos momentos esos pensamientos de entusiasmo, de una estupidez exquisita. Por todas partes había tranquilidad, la música sonaba muy suave y romántica. Parecía que todo se confabulaba contra mí. Me acodé en la mesa y volví a examinar el corazón de oro. Sin dudas era muy hermoso. Él se sentó y me quedó mirando, jugando con sus manos y chupándose los labios, mordiéndolos.
–Te lo voy a aceptar… No puedes con tu genio, sabes dónde golpearme.
Miré al vacío. Me era imposible penetrar en este misterio al cual él me había llevado. ¿Qué significaba tanta astucia? Busqué en mi cartera algo que ofrecerle para estar a mano. Súbitamente se me ocurrió un golpe de audacia. Lo encontré.
–Esto es para ti.
Me miró. Estiró el brazo y abriendo la mano me recibió el objeto. Comprendió enseguida lo que yo quería decirle. ¿Qué quería yo decir? La cosa empezaba a resultar interesante. Él ya no era dueño de la situación. Volví a pararme, mi incliné y le puse la cadenita con el crucifijo sobre el cuello. Quiso hablar, pero yo lo contuve por unos momentos. Me tomó de las manos y con mucha dulzura, me dijo:
–¡Vaya! Nunca pierdes. Es muy bonito…
–¿Qué dices? ¡Ah! Te lo mereces. Es un regalo de una persona muy especial para mí. Si tú me das algo de tu abuela, yo te doy algo de un tío que quiero mucho, pero que ya no está con nosotros…
Todavía le conté algo más. Él era un hombre hábil y muchas veces desconcertante. Por eso no dio muestras de sorpresa. Creía todo lo que yo le contaba. No podía mentirle, se daría cuenta. No hubo más. Su tranquilidad me enojaba. Yo había hablado con la mayor seriedad. Los objetos entregados eran más que mil palabras. Me quedé sentada con las manos entrecruzadas sobre mis piernas, y quieta. No sé por qué tuve esta impresión, me pareció que me habían puesto contra la pared. Lo pensé mejor y de golpe me llegó otro tipo de sentimiento, estaba de un humor excelente. Me apoyé en el respaldo de la silla, sonreí y le dije:
–Por qué te quedas callado. ¿En qué piensas? Como de costumbre, escapándote.
–No lo sé, tal vez, no quiero pensarlo; no sé si con la que hablo ahora, será la misma el día de mañana. Si este día realmente tiene valor, entonces estamos salvados. Pero no sé si he llegado a comprenderte. Hoy la satisfacción me engríe, y me parece una novela con final feliz. ¿Pero mañana…?
Vi que eran las nueve y media sobre el reloj colgado en la pared que daba con el mostrador. Me miró desconcertado. No sé que nos pasó, pero de nuestras caras nada serias pasamos a echarnos a reír. Me paré allí y decidí agarrarle de la mano. Él se puso en pie, y se acercó, bordeándome; llamó al mozo y pidió la cuenta. La canceló. Me puse en pie y cogiéndolo del brazo, nos dirigimos a la calle.
Un cielo frío y húmedo nos cubría mientras caminábamos por el Jirón de la Unión. Las tiendas brillaban con sus luces y carteles iluminados. Todavía dimos algunas vueltas, mirando a los ambulantes tendidos en el piso, vendiendo sus cachivaches. Observo con curiosidad, el crucifijo colgado en su cuello y me pregunto:
–A dónde van a parar todos estos detalles. ¿Qué destino tienen?
Me abismé en mis pensamientos y me estremecí cuando Charly me dirigió la palabra para decirme:
–¿Sabes qué?, sé lo que piensas. Sé también lo que pasará mañana con nosotros. Pero dondequiera que el destino nos lleve, nos amaremos por toda la vida...
De súbito me detuve y lo detuve también a él. ¡Me decidí! Se me nubló la vista por unos segundos y oí con qué violencia latía mi corazón. Ahora no me quedaba otro recurso que demostrar lo que sentía por él. Y lo demostré. Él no se movió de su sitio. Siguió parado, ahora muy apegado a mí. Los dos estábamos dominados por una locura serena. Lo escuchaba en silencio. ¡Digámoslo así!... Algo le dije al oído. Me escuchaba, respirando despacio. Lo pensó un poco, antes de hablar. Tomó aliento y me dijo en voz baja:
–Está bien, tú sabes que lo mismo me pasa a mí. Apuesto lo que quieras que no te marcharás. Ojalá pueda convencerte... ¿No decías que el culpable de todo era yo? Ahora dime: ¿Qué es más importante para ti? ¿Esto o lo otro? Tienes que decidirte. Ya ves, mañana no sé con quién me voy a encontrar.
Se estremeció y me miró asombrado. Luego se turbó y me abrazó con mucha fuerza. Me abrazó con los ojos cerrados. Bueno, al menos yo los cerré. Nos besamos en el Jirón de la Unión, en medio de mucha gente. Fue un beso infinito, pero triste. Un beso de partida, un adiós…
Aunque, al marcharnos de aquel lugar, acordamos vernos de nuevo, yo estaba segura que era un beso de despedida. 
Por eso, cuando Charly se despidió luego de dejarme en mi casa, yo me quedé triste largo rato, sentada sobre mi cama, meditando. Encima de la mesita de noche dejé el corazón de oro y me puse a contemplarlo. Me dio miedo terminar mis pensamientos. Me dije: "no hablemos más de eso". Y me estremecí sobresaltada, tendiéndome en la cama, con los brazos abiertos y tratando de pensar en otras cosas. No sé en qué tiempo, pero me quedé dormida, sin resolver nada...         
Libertad

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