jueves, 9 de febrero de 2012

Fin de un juramento

Caminaba lentamente, lleno de ilusión y esperanza. Por primera vez, mi amiga me había invitado a almorzar. Me lo pidió con voz suave pero decidida cuando nos encontramos en el autobús camino a casa unos días antes. Fui a buscarla a su facultad, tal como habíamos acordado. El trayecto desde mi facultad hasta la suya duró unos diez minutos. Iba tratando de calmar mis pensamientos, mirando el cielo despejado con algunas nubes dispersas y colores irrepetibles. Caminaba risueño y tranquilo.

Al llegar al edificio, entré y subí las escaleras hasta el tercer piso donde habíamos quedado en vernos. Miré a mi alrededor buscándola. De pronto la vi; miraba de un lado a otro, pensativa, como si repasara sus pensamientos. Llevaba una blusa clara y suelta con un pantalón oscuro combinado con zapatos negros de tacones bajos. Venía acompañada de una amiga y esbozaba una sonrisa irreconocible. No apareció por donde esperaba sino que salió de otro aula distinta a la suya. Cuando me vio, no sé por qué, adoptó un aire indiferente al acercarse, pensativa y seria. Esto hizo que me invadieran todo tipo de temores y hasta sentí un escalofrío. Cuando estuvo frente a mí, me saludó casi sin detenerse, con un gesto parecido a una reverencia japonesa. Su amiga me saludó con una sonrisa. Sin mediar palabra, bajamos los tres por las escaleras mientras ella hablaba ingenuamente con su amiga de cosas que creía que yo no entendía.

Era la forma tonta que usaba para fastidiarme. Yo me sonreía para mis adentros, aunque sentía unas terribles ganas de darle un beso en la boca para que se callara. Al salir del edificio, caminamos unos metros antes de llegar a la intersección donde nos separaríamos de su amiga. Al llegar, nos detuvimos por unos instantes. Hablaron algo más, trivialidades sin importancia que no quise escuchar. Luego le dio un beso en la mejilla y se despidió con un gesto de complicidad. Yo hice un ademán y también me despedí, murmurando un cumplido tras besarla velozmente en la mejilla. Debí poner una cara muy tonta, porque ambas esbozaron una sonrisa irónica.

Luego caminamos solos y se atrevió a hablarme. Hablamos muy superficialmente sobre temas académicos y otras cuestiones típicas: los parciales, las prácticas, que la biblioteca parecía un museo de libros, la autonomía universitaria... en resumen, banalidades estudiantiles que nunca nadie escuchaba. Mientras caminaba, yo fingía una tranquilidad absoluta, aunque por dentro los nervios me carcomían y esbozaba sonrisas azucaradas.

Cuando llegamos al comedor universitario, había una larga cola de gente que parecía mirarnos sin vernos. En la fila, mi amiga aprovechó para hacerme algunas preguntas que respondí encantado y con doble sentido, siguiéndole la corriente, como era nuestro estilo. Logré finalmente arrancarle una sonrisa. Yo sonreía aún más, tal vez porque aún no intuía lo que vendría después, por la forma afable en que me hablaba y porque ella parecía tranquila y condescendiente con mis respuestas.

Ahora, con las charolas en las manos, ella delante de mí girando noventa grados, nos acercamos para recibir nuestra ración. La vi avanzar haciendo un gesto sencillo con la boca. Yo la seguía rozándole el cuerpo y mirándole la espalda. El menú consistía en un segundo de pollo frito más allá de dorado con ensalada rusa y su arroz graneado. De sopa, un menestrón que no era de mi gusto. De postre, una especie de mazamorra de frutas irreconocible. Para finalizar, una lustrada mandarina muy saludable.

Luego fuimos lentamente a buscar mesa casi al fondo a la derecha del comedor. Yo iba tras ella. Había demasiados comensales, todos muy contentos, riendo y hablando en voz alta, haciendo sonar sus cubiertos. Al llegar, se detuvo indecisa frente a una mesa esperando que la alcanzara. Cuando me vio, empujó la charola hacia su lado. Nos acomodamos uno frente al otro. Al observar de nuevo la comida, se me fue el apetito.

Me senté apoyando el codo en la mesa y la mano en la barbilla, mirando fijamente el contenido de la charola. Ella se sentó encogiendo fríamente los hombros. Cogió los cubiertos y empezó a cortar el pollo sin decir nada. Al rato se quedó quieta, bajó la cabeza y me miró por encima de sus gafas. Yo desvié la mirada hacia el fondo y reconocí a tres amigos que buscaban dónde sentarse con sus charolas. Como no era momento para saludos, agaché la cabeza haciéndome el desentendido. Teníamos que estar solos.

Volví a mirarla estudiando de frente sus facciones inequívocas, ahora sin tener que justificar mi presencia con regalos de cumpleaños u ofrendas conseguidas a través de mis amigos como otras veces.

Ella se mostraba cuidadosa, como queriendo ganar tiempo con su tenedor y cuchillo. Entendí que quería decirme algo importante, lo que me llenó de dudas y conjeturas. Mientras tanto, disimulaba mirando sólo mi charola.  

Observé a mi alrededor fingiendo hacer algo. Las manos de mi amiga no dejaban de moverse, y sus ojos me miraban de vez en cuando con aparente interés y respeto. Olvidé mis dudas y la miré fijamente. Sí, era ella con su cabello lacio y negro suelto, mi amiga original, la que conocía desde hace tiempo y con quien había salido varias veces. Con quién además había hecho un juramento.

—¿Te pasa algo? ¿No tienes apetito? —me preguntó.

Seguía el murmullo de los comensales riendo y conversando por doquier. Yo seguía inmóvil en la silla, algo excitado, tratando de darme ánimo para comer mirando la charola.

—No, lo que pasa es que no me gusta el pollo. Pero no te preocupes, tal vez con ají y limón lo puedo pasar.

—Pero si no te gusta, ¡déjalo!

Me miró severamente, molesta porque desprecié el pollo. Me recriminó con una voz sutil pero intranquila, como anticipando lo que se venía. Desde ese momento, sin saberlo, todo empezó a salirnos mal. A ella se le derramaba la sopa sobre el pantalón. A mí se me caían al suelo los cubiertos junto al postre. Un desastre absoluto.

De pronto, adoptó un aire discreto y sensato. Se puso de pie y fue al baño para luego volver frente a mí. Quiso decirme algo directamente. La miré en silencio. Pude notar en sus ojos que había llorado momentos antes. Se quedó quieta insinuando un secreto y me dijo:

—Nunca dejaremos de ser amigos. Ojalá lo puedas comprender algún día...

Entonces se me acercó y me dio un beso en la frente como una imprevisible despedida. Me abrazó con mucha ternura, lo que empezó a llenar de más dudas mis pensamientos. En su rostro advertí un destino cruel. Traté de disimular. Ella nunca había hecho eso. ¡Nunca! La miré con inquietud... ¡Qué débil estaba! Lo que más me gustaba de ella era ese orgullo, esa altanería laberíntica. Ahora se presentaba sin guardia, al descubierto, casi desnuda. Me puse temeroso, pero esperanzado, porque algo presentía.

—Yo lo sé. Pero toma asiento y termina de comer —le dije. 

Se sentó sin ganas, como si estuviera queriéndose despedir, casi por compromiso. Encogió las rodillas y apuntó las puntas de sus tacones hacia el otro lado de su mirada. Cerró los ojos y abultó las mejillas al suspirar. Parecía querer salir corriendo. Creo que lo que la retuvo de desaparecer fue mi rostro desolado. Aún era temprano, alrededor de las 2:30 de la tarde. 

—Te he invitado porque tengo que decirte algo. No he sido franca contigo —me dijo.

En el comedor había mucha luz. Me miraba fijamente, como si allí sucedería algo extraordinario. Con tanta atención, que tardó en darse cuenta de que yo había empezado a destrozar el pollo. Levanté la cabeza con un trozo en el tenedor muy cerca de mi boca. La miré de reojo y, soltando la presa en la charola, le contesté: 

—¿Sobre qué?... ¿De qué se trata? ¿Tiene que ver conmigo?

Bajó la mirada y luego miró a su alrededor, como si hubiera reconocido a alguien que prefirió ignorar. Seguíamos ahí, entre el ruido de risas, pausas y silencios, y frases burlonas repetidas en todas partes. Alguien ingresó y estallaron aplausos. Debía ser un dirigente estudiantil. Ella volteó velozmente con la mirada perdida unos momentos. Luego me miró directo a los ojos sin esperar nada más. 

—Sí. Es sobre nosotros...

 

De pronto sus ojos perdieron la ternura anterior. Ahora su mirada era seria, sin rubor en las mejillas, como queriendo ser otra, la que se había ensayado cuando me veía enamorado y condescendiente. Hice un esfuerzo y frunciendo el ceño le afirmé: 

—Sabes, al inicio dudé y hasta quise irme, te sentía displicente conmigo. Luego cambiaste y hasta me desconcertó tu beso en la frente. Pero ahora he decidido quedarme y escucharte.

Me puse fuerte, aunque titubeaba extrañado. Pensé que se me declararía, que llegaba el momento de ser al menos enamorados y dejar de jugar con nuestros sentimientos.

En ese instante su boca hacía un gesto de duda y sinsabor. Me miró pensando que no le tomaba importancia. Luego, inflando las mejillas y soltando el aire de golpe, me dijo:

—Terminémoslo todo ahora. No quiero ser cortante, pero la verdad es que lo he intentado y no puedo sentir algo por ti. Este sentimiento es irreversible... No quiero seguir jugando con tus sentimientos ni con los míos. 

No sé de dónde vino la sensación, pero sentí que todos los estudiantes nos miraban con curiosidad y se reían de mí. Sus palabras produjeron un efecto de trueno en mi cabeza, una andanada que golpeó mi corazón y cerebro. Me quedé perplejo. La reunión se volvió solemne con ella presidiéndola. Yo me quedé quieto, mirándola mientras ella se echaba atrás un mechón de pelo que le tapaba los ojos y le molestaba la nariz. 

Recordé el juramento que nos hicimos tiempo atrás, sentados en un banco de granito circular en un parque, después de salir del cine. “Para siempre juntos a pesar de todo”. Para ocultar mi confusión, le pregunté:

—¿Cuándo te diste cuenta? ¿Hoy? ¿Cuándo nos reencontramos? ¿Cuándo? 

Quería que fuera sincera y me dijera absolutamente todo lo que sentía por mí. En general, se mostraba indiferente, hablándome con altanería chabacana. Hasta parecía rehuir mis miradas. Pero me lo había dicho con mucha firmeza y gesto muy serio:  

—¡No siento absolutamente nada por ti! ¡Ya no quiero que me busques! 

Quieto y mudo, trataba de entender el significado de esto. Nunca esperé una afirmación así. ¿Por qué ahora y con tanta gente? Me lo pudo decir otras veces cuando insinuó sentir algo por mí. Se le notaba en la cara. ¿Por qué este cambio de 180°? No tenía ganas de pensar más en sus palabras. Era una estupidez eterna, perenne. El fin de un juramento. El fin de un sentimiento tácito que compartíamos desde hace tiempo. Ambos lo sabíamos. Sus palabras me destrozaron. Luego de un desordenado silencio, como pensando en voz alta, le dije:

—Vaya. ¡Qué estupidez tan grande dices! No te reconozco. Me confundes totalmente, te estás burlando... Tú sabes lo que siento por ti, lo sabes. ¿Por qué esto ahora? Yo sé que tú sientes lo mismo por mí. ¿Por qué quieres negarlo todo? Tus palabras son muy duras y crueles.

Ella esperó por si decía algo más. Seguía muy tiesa, como dando la última estocada. Cuando terminé de hablar, con voz polvorienta remató:

—Sí. Todo lo que he dicho es verdad, es lo que siento. Creo que ya no vale la pena seguir con esto. Por favor, ya no me busques más. ¡Por favor!... 

Dijo algunas otras cosas que ya no escuchaba. Traté de hacerla entrar en razón, pero volvió a repetir con crueldad sus palabras:

—¡No siento absolutamente nada por ti! ¿No me comprendes?

Ya no pude aguantar más y le contesté como si las palabras inundaran un cerebro troglodita: 

—Bueno, si tú lo has decidido sola y dices que no vale la pena, entonces, que todo se vaya a la mierda...

Seguido de un intercambio de palabras, me levanté furioso, empujando la silla y me fui entre las mesas sin decir más. Al dar el primer paso sentí que todos me miraban con sonrisas burlonas. La dejé sentada, sola, con las dos charolas casi llenas. Sentí detrás un ligero golpe de cubiertos cayendo al suelo, pero no volteé.

Iba zigzagueando cuando pensé por unos momentos: ¿Y si es mentira lo que me dijo? ¿Si tiene otros motivos para destrozarlo todo así? Dudé en volver. Pero me di cuenta que ahora me importaba un bledo, porque me había castigado con aquellas palabras que retumbaban en mi cerebro. 

Casi en la salida, volví la cabeza. Mi amiga seguía sentada, con la mirada fija en la mesa, moviendo la cabeza como un péndulo y pasándose la mano por la frente. Dudé en volver a besarla frente a todos y regresar al principio, pero mi rabia por sus palabras era inmensa. Apuré el paso, sintiendo que todo dentro de mí se agitaba. Veía recuerdos borrosos en mi memoria y me sentía más solo y singular que nunca.

Decidí ir a desahogarme donde un amigo. Me hice una pregunta: ¿Qué quería yo? Mi respuesta era obvia, pero no quise contestarme.

Loro

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