Es la tercera vez que me aparto de mí
misma esperando un encuentro. La primera fue cuando me invitó al cine; por
aquel tiempo estudiábamos en la universidad y apenas llegábamos a los dieciocho
años. La segunda fue cuando bordeábamos los treinta y yo lo invité a mi casa.
Sí, es cierto, son tiempos dilatados, hasta la insolencia. Más que encuentros,
debería de llamarlos periodos. El más fructífero, creo, fue el primero. Periodo
en el que salimos unas cuatro o cinco veces; cerrábamos nuestros libros y nos
dirigíamos al cine. Nunca a otro lugar. Lo cierto es que empezamos este tercer
periodo luego de muchas palabras escritas y una llamada final.
Las siete de la mañana. Aparecí como
nunca de buen humor y mostrando una correa ancha. No sé si gradualmente; pero
aparecí torrencialmente favorecida en mi ánimo por culpa de una llamada que me
hizo un amigo con mucha naturalidad y ninguna burla. Me invitó a salir por ahí;
a caminar por el parque central de nuestro distrito, solos, o mejor diría, en
compañía de nuestra nostalgia.
Las cinco de la tarde. Aparecí de
improviso en la sala de mi casa, estaba, como nunca, exageradamente arreglada,
salía de mi habitación. Mi hermana al verme se burló de memoria, como las otras
veces, pero no me molesté por primera vez. Me dirigí a la biblioteca, caminando
muy lentamente. Después de haber hecho un reconocimiento, me apoderé de un
libro y tomé asiento cómodamente y me puse a leer a Borges. No lo leí como yo
hubiera querido hacerlo, sólo lo ojeaba sin percibirlo… Lo cerré. Me encontraba
impaciente, en espera de mi amigo, el culpable de la invitación y de su llamada
telefónica natural y lacónica.
Arrastré mi cartera amplia sobre el
libro cerrado y en espera: El Inmortal, de Borges. Saqué un espejito y me
acomodé el rostro. El libro no dejaba de mirarme. Dejé el espejito y abrí el
libro con impaciencia y observé por unos instantes en su interior. Sólo pude
leer: “Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a
descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los
Inmortales”. Me convencí pronto de que era una tontería seguir leyendo.
Incapaz de contenerme, ingresé una de mis manos en el fondo de mi cartera
abierta y sujeté algunos objetos razonables. Seleccionándolos, me permití
agregar a mis vestidos unos aretes seductores, una pulsera tejido a mano y un
anillo facultado para responder cualquier interrogante. Ahora me miro en el
interior del pequeño espejo de la cartera; me veo muy alejada, acogida en su
interior. Insisto con Borges. ¿Dónde me quedé? Abrí, sin apurar, un cajón del
escritorio y me adueñé de un resaltador. Reinicio mi lectura, buscando alguna
frase que resuelva mi sensación y mi sentir en esos instantes. Me doy cuenta de
que son muchos. No, no puedo encontrar la frase precisa. Concluyo, abrumada,
asolada, de que no hay una definición que se pareciera…
Razono recordando a Borges: “… uno
solo puede comunicar lo compartido por el otro. Las palabras presuponen
experiencias compartidas… Esa aproximación llega de cualquier modo”. Y
nosotros habíamos compartido, por muchos años, pocas palabras. Exageradamente
pocas, pero definitivas… Lo sé, porque no logran consumirse o agonizar a pesar
del tiempo transcurrido.
Recordé, entonces, las modernas palabras
de mi amigo por el teléfono. Ese lapso de comunicación nos dio una aproximación
inmediata, como un viaje interior y práctico.
Me di cuenta, por sus frases risueñas y
sueltas, de que él llegaba con todo y me lo iba a echar en cara. Ya su sensatez
me lo había advertido. Me lo había advertido por el teléfono, con una seriedad
un poco ofensiva para mí.
Comprendo, otra vez, que estoy en
apuros. Él se ha propuesto darle sentido a mi vida, revolviéndolo todo, sin
entender que el tiempo ya hizo su trabajo y apuró nuestros destinos. Me propuso
que vendría a apoderarse de mí a las seis de la tarde. Lo dijo así,
literalmente, cuando me hizo la llamada:
—Aaaló… ¡Hola amiga! Lo ofrecido es
deuda. A las seis la voy a buscar para apoderarme de usted y de tu tiempo
—Extraña combinación del “tu” y del usted.
—Hola… Claro. Ok. Te espero. —le respondí, moviendo la cabeza y cogiéndome la cara.
Sí, las acepté emocionada y aturdida. Mi
voz de mujer era muy pobre, avasallada. Su admirable lucidez se vigorizó contra
mí. Admito, sin problemas, que por primera vez me pasaba por encima, sin
contemplación alguna. Y sólo me limito a dar registro de esos instantes. No
puedo evitar las descripciones de sentimientos y reflexiones que me embargaron
en esos momentos. Pues, me hizo recordar, que en mis sueños de estudiante, lo
observaba caminando junto a mí, como si fuera una ligera luz que me dirige
siempre al mismo punto, explorando, en aquel recóndito paisaje, ese no saber
qué es o en dónde me encuentro con él en este laberíntico sueño y en esta
casualidad que es el destino. Me situaba, siempre a espaldas de un hombre,
dispuesta a todo, pero siempre se me perdía y nunca lo hallaba. Nunca pudimos
imaginar el descubrimiento que habíamos hecho. Sólo nos estaba permitido
disfrutarlo en ese tiempo infinito que es el sueño. Doy fe, de que ambos
anduvimos por esos mismos lares, proyectados en un esbozo, sin podernos
encontrar. Siempre caminaba de espaldas a él, fingiendo mis inclinaciones de
estima y devoción.
En resumen, y sin más rodeos, solo puedo
decir que, en otra época, cuando nos volvimos a encontrar por segunda vez, éramos
los idiotas más notables de toda una promoción de estudiantes. Nos habían
regalado un destino que no supimos valorarlo. Parecía que nuestro
descubrimiento nos había trastornado; se invertía y se negaba a mostrarse y
darnos la cara.
Ahora, absurdamente lo sopesaba para
darme valor.
Me dije, sin faltar a la verdad, que hoy
sería distinto. Lo esperaba, sabiendo que en cualquier momento uno de sus dedos
activaría el timbre y volvería a escuchar su mezclada voz. Me apresuré, ya era
casi la hora. Me despedí de Borges y le di una última miradita al pequeño
espejo de mi cartera. Me despedí de mí misma desde su interior:
—¡Adiós que todo te salga muy bien!
Sonó el timbre exactamente a las seis en
punto…
Llegó con el cabello tirado hacia atrás,
más corpulento que cuando lo dejé la última vez que lo vi. No pude contenerme y
lo quedé mirando estúpidamente. Me puse a ojearlo por todos sus lados, sin
darme cuenta de que él hacía lo mismo conmigo. Entonces, me di cuenta de que
necesitaba, con suma urgencia, una sonrisa de astucia.
—¿Qué tal? Estás irreconocible. Los años
han hecho madurar tus estructuras óseas… —Así se lo dije, en plural, con una
sonrisa burlona y respirando casi con las mejillas coloradas.
Él, sin exhalar un suspiro, sonriente,
selló sus palabras:
—Es el amor y el sexo lo que me mantienen
en buena forma. Nuestra vida es muy inquieta y nos trae sorpresas…
Nunca le había visto una sonrisa tan
despectiva y arrogante como esa. Su rostro parecía un cosmos y un caos al mismo
tiempo…
Puesto que eramos nulos para este arte
de abrazos y besos musicales, y confesar abiertamente nuestras emociones al
desnudo, nuestra respuesta más simple fue mirarnos embobados y torpes. Pero esa
respuesta no nos gustó; he ahí lo extraño, que uno se prepare por todo un
tiempo solemnemente, para luego hacer el ridículo y caer en un acto vulgar.
Estábamos condenados de por vida a esta grotesca afición de no ser nosotros
mismos.
Tranquila y más serena, casi sin demora
y sin apuro, le contesté:
—Con que esas tenemos. ¡Increíble!
¡Incomprensible! ¡Mucho amor y sexo! ¿Es un reproche? ¿O es el sueño de los justos?...
Tal vez tengo en mi presencia a un moderno Quijote sicalíptico…
La respuesta no se hizo esperar, soltó
una carcajada en mi cara pelada. Luego, mirándome fijamente a los ojos y
desenfundando palabras, sin rubor alguno, y agitando sus manos, me contestó:
—Creo que tienes en tu presencia a un
Quijote amigo. Tienes que saber que el Quijote es un buen amigo que te acompaña
desde hace muchísimo tiempo. Que haya cambiado a sicalíptico es porque ladran
los perros. Prefiero ser un Quijote sicalíptico que un Hamlet en duda. Hamlet
nunca sería amigo de nadie. Él te hubiera menospreciado.
Sólo sonreí tratando de que mis labios
no hicieran brotar una queja incierta. Moví la cabeza de arriba a abajo. Busqué
un laberinto para hacerlo penetrar y donde pueda vagar confundido…
Sin darme cuenta ya estábamos en camino,
conversando y muy sonrientes, sin percatarnos de que el mundo aún estaba
vigente y sacudido. Los años parecían haberle dado autoridad y muchos pecados
capitales. Se sonreía con soberbia, y movía las manos casi toqueteándome los
brazos y los hombros. Cambiaba las palabras con un tono desconocido y muy
atento a las mías.
Nos detuvimos por unos instantes y me
obligó a sentarme. Era una banca de madera, pintada de marrón, y que me llamó a
la nostálgica, parecía que lo habían puesto ahí a propósito. Se me cayó la
cartera y le ordené que lo levantara.
—Estás muy linda. Esa mueca
que haces con la boca siempre me dejó imaginándote. Es como un recuerdo pegado
a la orilla de mis pensamientos. Siempre te recuerdo junto con ella.
—¡Buen piropo!... Hum ¿Es
cierto que desde el cuarto de secundaria? —le dije, como acordándome; mirándole
a los ojos.
Él se volvió, como mirándose
hacia adentro, fijando la vista al árbol que nos acompañaba, se quedó
meditando, pasó una de sus manos por su cabeza, levantándose el cabello.
Reaccionando y saliendo de su interior y provocándose una cara de niño, dijo:
—Sí. Desde esa fecha.
Siempre te veía tan lejana de mí, siempre inalcanzable. No entendía lo que
realmente me estaba pasando. Lo único que quería era estar siempre al lado
tuyo, con tu presencia. Supongo que es así cuando uno se enamora por primera
vez… Y tú, ¿desde cuándo?
Con algún recelo, y tratando
de cambiar la conversación, apuré a inclinarme, pero sentí que no lo podía evitar.
Entonces, la manó se me cerró bruscamente, y la llevé a mi boca como un gesto
de duda… Levanté la mirada y le dije:
—Desde que te vi en el cruce
aquel, ese, el que tú siempre me lo haces recordar. Tal vez fue antes, pero
nunca me di cuenta. En esos tiempos no pensaba en esas cosas. Tal vez, nunca
quise pensarlo, no era parte de mi proyecto de vida. Tú me la cambiaste… Qué
tontería, ¿no?
Se puso en pie y me dio la
espalda por unos segundos. Luego se alejó caminando de forma natural y le dio
alcance a un ambulante. Volvió y me trajo un chocolate. Para él se encendió un
cigarrillo. La noche, con olor a hierba recién cortada, se hacía más oscura, y
todas las luces estaban encendidas. Tomó asiento a mi lado y, soltando una
bocanada de humo, me preguntó:
—¿Qué nos pasó?
Creo que la desaforada
pregunta logró que se encendieran nuestros corazones y retumbara nuestra
amigable nostalgia. Un rumor acompasado nos hizo callar por varios minutos,
nuestros pensamientos se llenaban de imágenes y recuerdos que proponían un
esperado e inmenso beso. De golpe se hizo mayor nuestro silencio, estábamos
quietos, aturdidos. Me besó, sí, se llegaron a sellar nuestros labios ignorando
a las luces y a las sombras que pululaban indiscretas. Los sonidos seguían
cantando a nuestro rededor, insignificantes…
Después de esa feliz
detonación, volvió a nacer con más ímpetu la pregunta:
—Sí, pues, ¿qué nos pasó?
Luego nos pusimos en pie y
caminamos con rumbo sospechoso. ¿A dónde? A un lugar sin nombre, pero con ritmo
y cadencia, la misma que nos hizo vivir fuera del tiempo... Eternos.
Libertad
Vaya, vaya...Estoy sumamente sorprendido con tu prolifera pluma. Sólo espero el final...No digo más.
ResponderEliminarSaludos, no sé, si sicalípticos...jajaja
Loro
Vaya vaya... debo decir yo. Así que sacando provecho de mi foto. Uno te trata de lo mejor y zas... burlándote... No cambias. Sabes que nada sabes y aun así te quieres autoengañar...Me iré cuando me tenga que ir y volveré cuando tenga que volver...Así, que espérame, pronto tendrás noticias...
ResponderEliminarBety
¡Ay qué melo! Si eres lo bastante lista para no hacer patochadas, no las hagas..."Cuando el sabio señala las estrellas, el tonto se fija en el dedo"...No rompas tu silencio si no es para mejorarla...
ResponderEliminarLoro