Sus ojos parecían acariciar
mis mejillas. Aproveché un descuido de él para ponerme en pie y dirigirme al
baño. Traté de no mirarlo y recordé por qué estábamos allí. Al final, no pude
hacerlo y he volteado a mirarlo. Todo su aspecto era la de un adolescente dulce,
vestido con una pobreza recatada. Estaba completamente de azul y cargaba un
lapicero en el bolsillo de su camisa. Luchaba sin apetencia con el chicharrón
de pollo que yo había pedido adrede, para fastidiarlo; refunfuñaba con el
tenedor y el cuchillo. Lo dejé de mirar y apuré el paso. Levantó la vista y me
miró con un rostro desconocido, pero tierno. Levanté el brazo y le señalé con
el dedo en dirección del baño. Se llevó la mano a la cabeza, levantándose el
cabello como si fuera un acto de permiso y afirmación.
Al cabo de unos minutos, regresé y me detuve parada frente a él.
Bajé mi cabeza y lo miré con ternura. Se dio cuenta y levantó la mirada con la
boca casi abierta. No me pude contener y le di un regular beso en los labios.
Lo abracé casi ahorcándolo. Soltó los cubiertos y volteó el vaso, derramando la
gaseosa sobre su ropa. Me examinó con unos ojos curiosos, pero con el rostro
pasmado e inmovilizado. No le permití pararse cuando trató de sacudirse el
pantalón y la camisa. Tardó un rato en comprobar lo que sucedía, trató de
deducirlo.
Fue entonces que dudé pensando que mi amigo se había dado cuenta
de todo. Me fijé en el lugar y vi que los pocos comensales no
repararon en mi actitud. Todos seguían amenos, charlando sin importarles nada.
En vano busqué una respuesta obvia de mi amigo. Estaba quieto, anclado, sumido
en un mar de dudas. Para ocultar mi intriga, le dije:
—¿Por qué tiemblas?
Se quedó en silencio por un memorable tiempo. Estaba mudo,
insignificantemente mudo. Después, como si recopilara todos sus pensamientos, y
cogiéndose el mentón, me dijo:
—¿De qué se trata? ¿Tiene que ser así?
Le dije que yo lo quería y que mi mente estaba clara en esos
momentos. Que no dudaba como las otras veces que hemos estado uno frente al
otro. Exhalé un suspiro desde lo más profundo de mi naturaleza, le pasé mi mano
por su cabeza y, con falsa indiferencia, le dije.
—¿Tienes algo que reprocharme?
Cogí la silla y me senté, dibujando en mi rostro una sonrisa
inmensa. Lo estaba probando, igual que hizo mi boca con la suya —en fin,
era lo mismo—. Mientras le soltaba la mano, yo seguía explorando los gestos en
su rostro. No desperdicié el momento y lo pateé por debajo de la mesa,
haciéndolo sonrojar más de lo que ya estaba. Tomó una bocanada de aire y me
dijo:
—No, no tengo nada que reprocharte. Pero tú no eres la amiga que
conozco. Voy a pedir una cerveza y un pisco sour para ti. ¿Está bien?
Me quedé pensando por un leve tiempo. Todo salía a pedir de boca,
mi urdido plan estaba haciendo su efecto. Prisionera del momento, comprobé que
mi amigo no tenía ni la menor idea de lo que le iba a suceder. De vez en cuando
pinchaba un pedazo de pollo y me lo llevaba a la boca, haciéndole un gesto de
coquetería. Él me seguía con su cubierto, sin ganas de engullir nada. Lo hacía
de pura inercia.
Lo cierto es que mi amigo pretencioso y vestido de azul quería un
sueño mágico, agotado de espacio y tiempo. Estaba en la búsqueda
"sicalíptica" de mi cuerpo en este lugar del universo. Lo había
soñado solo, activo y en público. Con minucioso amor lo había soñado y yo no
sabía nada. Y en esta búsqueda había congregado a algunos pingües y conocidos
amigos de nuestra promoción del colegio, con ellos había articulado unos breves
relatos y algunas viejas exhortaciones nostálgicas, deformándolo todo. Bueno,
no todo, pero casi todo, que no es lo mismo, pero es igual.
Era de tarde como las cinco. Gradualmente cambiaba la
conversación. Empezó a seguir su protocolo con mucha astucia. Ensayó algunas
palabras llenas de humor y gracia. Comprendió con cierta amargura que le había
ganado la iniciativa con mi singular beso. Confundido, olvidó los consejos
sustanciales de sus amigos de sorbos y degluciones. Tal vez, imaginando que un
mal movimiento de sus cálculos podría ser fatal para su victoria; ejecutaba
clonados ritos, como hacen todos los machos cuando quieren la parte más
exquisita del sexo femenino. El aprendiz de faccioso recordó, bruscamente,
algunos consejos de sus aliados amigos y empezó a lanzar sus anzuelos llenos de
intenciones. Sintiendo su mirada fija y su ánimo más resuelto, sacudí la cabeza,
examinando con curiosidad a mi dominado amigo. Sin ninguna consideración le
pregunté:
—Entonces, a ver dime, ¿quién soy? ¿Un amor confundido tal vez? ¿O
una botella de coñac a medio terminar?
No contestó mi pregunta. Se hizo el loco. Llamó al mozo, quien se
acercó muy atento, como si ya lo conociera de antes, y le dijo:
—Por favor, tráigame una jarra de cerveza y un pisco sour… —me
miró y soltó palabras con mucha seguridad—. Esto abrirá las compuertas de
nuestras emociones y destrozará el iceberg que el tiempo logró construir.
Observó que, para un varón de su estirpe, facultado para resolver
sus intrincados devaneos, la oportunidad se le presentaba. Ahora necesitaba
llenarme de alcohol en la sangre para que la montaña convergiera con el moderno
Mahoma. Tan ineptos me parecieron esa andanada de arquetipos y boceto mal
diseñado, que decidí seguirle su pomposa celada.
Comprendí que era el momento. Lo quedé mirando por todos los
ángulos de su cara, con ojos interrogativos. No me resultó difícil hacer que
bajara la mirada.
—Luego de esto, ¿qué? A dónde piensas llevarme. Supongo que a un
lugar íntimo y preparado.
No supo qué contestar. Su silencio cómplice le era hostil y casi
completo. No había previsto que yo lo sedujera antes que él a mí. Notó que la
cosa era más fácil de lo que se había imaginado. Ingresó a su inefable memoria
para repasar el ahora inepto libreto escrito por sus colegas y borroneado por
él. Estaba confundido, tratando de salir de sus corredores sin salidas. Pero
optó por fin a contestar:
—Bueno, es una sorpresa. No sé, esperemos que todo resulte bien…
—trastabillaba con sus palabras, y emocionado culminó— ¡Déjamelo a mí!...
Llegaron sus armamentos: la jarra de cerveza y el pisco sour. No
esperó a que terminara de servirle el mozo, cogió el vaso y de un solo sorbo se
deshizo de la mitad del contenido. No lo puedo negar, disfrutaba con la
presencia de mi encandilado amigo. Gozaba también del paisaje dulce y
primaveral, llena de infinitas luces que enamoraban a cualquiera. Empezamos a
conversar de toda nuestra nostálgica vida, de nuestros emocionantes momentos
que no supimos desplegar y entender. Era algo más de la media noche. Ambos
estábamos más locuaces que al principio. El alcohol estaba cumpliendo con sus
efectos. En cada momento que transcurría, éramos más directos y efusivos.
Después, calmándose un poco, hizo un gesto con la mano para señalar su emoción.
Añadió unas cuantas palabras afectuosas y luego se quedó pensativo; creo que
asumiendo que el propósito que lo guiaba no era imposible, que era maravilloso
e inevitable. Se veía que ardía en deseos. Por un momento acepté que tocara mi
mano y me susurrara al oído. Luego sonrío; también aproveché para lanzarle unas
palabras al oído, haciéndole recordar su situación actual; lanzó un reflexivo
suspiro. No me replicó. Luego, bajando la voz, me confió un secreto.
—¡Esto no puede ser! Los consideraba más inteligentes. Me han
defraudado.
—No puede ser, pero es. Tampoco te hagas la que no sabías. ¿Por
qué tu beso?
Su respuesta me irritó. Conteniéndome, le respondí:
—Ya ves que no soy fácil. Solo puedo ser tu amiga… más no. Tú lo
sabes. Mi conciencia está clara… “Con cualquiera, menos contigo”.
A partir de ese momento, todo le gravitaba, y su único pensamiento
era evitar la vergüenza que la amenazaba.
Se inclinó, estiró el brazo, cogió algunas servilletas y se enjugó
las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente y empezó a
conversar con negligencia, de mala gana. Se excusaba y hacía muecas con cara
amable y majestuosa. Con sonrisa que se desvanecía de su rostro casi al
instante. Ya no me miraba, se volvía hacia otro lado, sus movimientos
resultaban muy evidentes. Ya no tenía discurso disponible, no sabía cómo salir
de esto. Lo quisiera o no, nada podía hacer… Le quedé mirando, sin saber que
decir; sentía ganas de reír a carcajadas, él se lo merecía… Ya no pude
encontrar al amigo sarcástico e irónico de otros tiempos.
Finalmente, él mismo me solicitó marcharnos y yo no me opuse.
Libertad
Jaaaaaaaaa. Me estoy desternillando de risa. Estás describiendo al Charly de los ochentas, cuando hacíamos nuestros pininos en eso que la gente insiste en llamar seducción.
ResponderEliminarQue tal contraste entre sus versiones. Obviamente, como ya lo escribí en alguna otra ocasión, eres la kriptonita de mi amigo. Afortunadamente, y he de decirlo con alguito de pena, lo conozco mucho mejor que tú, lo he visto evolucionar, he compartido su metamorfosis, desde que éramos adolescentes hasta ahora, en nuestra pingüe madurez.
Al parecer sólo lo llegaste a conocer hasta su faceta de adolescente, de la cual aparentemente no ha podido desprenderse en tu presencia. Parece que la personalidad de mi amigo experimentó una especie de fosilización al conocerte y, cuando te vuelve a ver, involuciona hacia aquella época de la que ahora nos podemos burlar públicamente.
Ojalá y lo conocieras cómo es realmente en la actualidad. Seguro que entonces si que lo odiarías… jejeje
Un abrazo a la distancia y espero que algún día podamos reunirnos y departir con todos los galifardos.
J.C.
Hola pingüe amigo. Así es con él adolescente y su biblioteca de sueños. En su errante caminar sobre sus lecturas nostálgicas se pierde en sus propias galerías. Pareciera que todo lo arrastra y se pierde incansable hacia el punto que no tiene avance. Pero igual lo queremos; al menos se deja querer...¿No es cierto? Total, ¿qué importa las palabras en las que me nombra? Al menos se parecen a nuestros sueños y también al olvido...
ResponderEliminarSaludos
Bety
Hola. Te he dejado dos canciones para que lo acomodes en orden.
ResponderEliminarSaludos a todos tus fértiles amigos de siempre.
¡Ah!...Tal vez termine otro relato esta semana. Incentiven...ja ja ja
Un saludo a lo lejos.
Bye