Aunque cada cita tiene su encanto, ésta
revestía un carácter muy especial; era la oportunidad que les había otorgado el
destino para rememorar viejos tiempos y ordenar los sentimientos de antaño.
Y al parecer ambos lo tenían claro. Durante
los meses previos habían intercambiado muchísimos correos, en donde
confrontaron sus recuerdos e, incluso, se dieron el lujo de flirtear y de
lanzarse mil insinuaciones y retos sicalípticos relacionados con esta cita. No
había misterio alguno. Eran dos adultos que de antemano sabían a lo que iban.
Así que por parte de él no hubo nada que
planificar, pues la meta había sido tácitamente acordada. Sólo dejarse llevar y
que todo fluyera con naturalidad. Lo único que sí tuvo el tino de precaver fue
el itinerario, buscando los mejores sitios en donde departir y el hotel más
apropiado en donde dar rienda suelta a su pasión, pues con estos detalles lo
mejor es no improvisar.
Pero lo que no supo precaver mi confiado
amigo fue acerca de las verdaderas intenciones de la susodicha, quien según
propia confesión, había “urdido un plan”
para esta cita, con el único propósito de rechazarlo impunemente luego de jugar
a “seducirlo”. Quizás nunca conoceremos qué razones la impulsaron a planificar
esta celada con tanta frialdad, a maquinar esta estrategia, a confeccionar este
libreto, a elaborar este protocolo o algoritmo, cuya única finalidad era
rechazar alegremente a su desprevenida víctima. Y tal vez lo mejor sea no
enterarnos.
Y llegó el día tan esperado. Justo durante
aquella tarde mi buen amigo se la pasó supervisando un trabajo pendiente y hubo
algunos imprevistos, así que se le hizo tarde y ni siquiera dispuso de tiempo
para cambiarse la ropa de faena. Titubeó entre llegar puntual a su encuentro o
acicalarse con mayor pulcritud. Prefirió la puntualidad, de lo cual luego se
arrepentiría.
Así que mi desprevenido amigo acudió puntual
a la tan ansiada cita sin presagiar su desenlace. Ella salió a recibirlo en la
puerta de su casa. Intercambiaron un saludo muy efusivo, mientras se
estrechaban en un fuerte abrazo. Ante los ojos de mi amigo ella lucía
espléndida. Obviamente había escogido entre lo mejor de su percha. El único
detalle que no le agradó tanto fue su pantalón ¿Por qué siempre con pantalón y
nunca con falda?
Ya en la sala, aprovechó una pausa en su
conversación inicial para poner en sus manos un pequeño obsequio, como símbolo
de su relación, que ella inicialmente rechazó, pero que finalmente aceptó de
buen grado.
Luego, convinieron en abordar un taxi que los
condujo al lugar que él había elegido con antelación. Bajaron del auto y
caminaron durante unos minutos, hasta que llegaron al restaurante ideal,
acomodándose en una mesa en el segundo piso.
Y entonces comenzaron los problemas. Él
intentó mirarla con pasión, pero sus ojos lo traicionaron y tan solo
proyectaron una mirada que apenas si logró acariciar sus mejillas.
Se distrajo unos instantes, preguntándose el
porqué de lo acontecido, momento que ella aprovechó para dirigirse al baño. La
contempló mientras se alejaba, y quiso mirarla de otro modo, pero en sus
retinas sólo se reflejó la imagen de su amiga de siempre.
Estaba reparando en estos detalles, cuando la
vio regresar. Ella caminó directamente hacia donde él se encontraba sentado y,
coquetamente, se detuvo a su lado, estampándole un “regular beso” en los labios, que lo cogió totalmente por sorpresa,
al mismo tiempo que lo abrazaba, casi asfixiándolo.
Pero mi buen amigo se sorprendió todavía más
cuando notó que sus labios no devolvían la caricia, que su lengua no entraba en
acción, que sus manos no se despachaban a su gusto, toqueteándole alguna de “sus partes más exquisitas” —Como que lo
he visto hacer cosas muchísimo más atrevidas en sitios más inocentes.
Y los problemas continuaron. Mi amigo terminó
por desorientarse por completo, sin poder explicarse por qué aquel beso no
había activado al “piloto automático” de su pasión. Nada. Permaneció impávido.
Hasta le pareció verse a sí mismo, estúpido y sin reflejos, dejando caer los
cubiertos y, para colmo, haciendo rodar el vaso encima de la mesa, derramando
su contenido encima de su pantalón.
Recién entonces comenzó a percatarse de que
esta cita no había comenzado nada bien. Se mantuvo perplejo durante unos
instantes, sin poder articular palabra alguna. Intentó ponerse en pie para
sacudirse sus ropas, pero dejó que ella se lo impidiera. Seguía absorto,
tratando de sobreponerse a la sorpresa, cuando la escucho preguntar:
—¿Por qué tiemblas?
No supo qué contestar. La miró algo ofuscado
y entonces vino a su mente la aterradora pregunta: ¿Por qué siempre la veía
únicamente como a una amiga, como un amor platónico y nada más? ¿Por qué ella
nunca le despertó algún pensamiento erótico? En resumen, ¿Por qué durante todos
los años desde que la conoció nunca había podido verla como a una verdadera hembra?
Vanamente intentó apartar estas ideas de su cerebro, para concentrarse en esta
cita que tanto había anhelado. Por fin intentó reclamar:
—¿De qué se trata?… ¿Tiene que ser así?
La miró con atención, pero no pudo
reconocerla. No… esa no era ella. ¿A qué estaba jugando? Su conducta
estereotipada no encajaba con la de la amiga que él conoció, con aquella a
quien siempre consideró “su primer amor platónico” y nada más. Procuró ordenar
sus ideas y retomar la iniciativa, pero nuevamente fue interrumpido.
Ella continuaba con su maquiavélico plan.
Astutamente, exhaló un prolongado suspiro que terminó de derretir a mi
ilusionado amigo. Al mismo tiempo, comenzó a declararle lo que seguramente él
hubiese querido escuchar un par de décadas antes. Increíblemente, su eterna
amiga “abría su corazón” ante él, y le revelaba “que lo quería y que ahora todo estaba claro, que ya no dudaba como las
otras veces en que habían estado frente a frente”. Incluso le “acarició ligeramente” los cabellos
mientras, con “falsa indiferencia” le increpaba:
—¿Tienes algo que reprocharme?
Todavía no se daba cuenta —o no quiso
hacerlo— de que ella no actuaba como la recordaba. En esta nueva partida de
ajedrez que se había iniciado entre ambos, prácticamente estaba perdido.
Mientras que él recién estaba desplegando su tablero para ordenar sus fichas,
su amiga ya estaba realizando su quinta movida, con enroque incluido, y ya
comenzaba a jaquearlo.
Ella, quien nunca representó para él más que
un problema sentimental jamás resuelto, ahora pretendía romper el paradigma de
su relación y presentarse a sí misma como un problema sexual, exhibiendo una
faceta que a él nunca le interesó en el pasado. Las dudas lo comenzaban a
carcomer, cuando de pronto sintió que ella le propinaba un puntapié en la pierna,
por debajo de la mesa.
Ya era muy tarde. Ocurrió lo de antaño. Ante
la presencia de su eterno amor platónico mi amigo nuevamente bajó la guardia y
volvió a convertirse en el adolescente aquel que ella tanto vapuleó. E
inocentemente mordió la carnada que ella le estaba ofreciendo, con todo
anzuelo, sedal y caña.
En medio de su confusión, y ante la pose
seductora que ella exhibía, se sintió triunfador y aplicó su lógica
adolescente. ¡Pues bien! —pensó—, ya que ella está totalmente dispuesta para el
sexo, lo más fácil será seguirle la corriente. Y no se le ocurrió mejor idea
que recurrir al alcohol, pero no para ella, quien ya evidenciaba estar más que
dispuesta, sino para él mismo, para intentar infundirse mayor ánimo. Y se
escuchó decir:
—No, no tengo nada que reprocharte. Pero tú
no eres la amiga que conozco. Voy a pedir una cerveza y un pisco sour para ti…
¿está bien?
Con unos tragos intentaría despertar a mi
amigo, al actual, al pícaro, al desfachatado, al de la proposición frontal, al
que no pide permiso, al que toca, palpa y apachurra ante la menor oportunidad.
¡Pero imagínenselo!… Solicitando que le
sirvieran cerveza, como si estuviese departiendo con cualquier farota, o
matando el tiempo con sus amigos. Ya era un barco a la deriva, dejándose guiar
por los vientos que su amiga exhalaba a su capricho.
Ella comprendió que era el momento oportuno
para proseguir con el protocolo que tenía aprendido de memoria, y le formuló
esta graciosísima pregunta de opción múltiple:
—Y dime, ¿Quién soy? ¿Un amor confundido tal
vez? ¿O una botella de coñac a medio terminar?
Por supuesto que a mi amigo no se le ocurrió
preguntar si había más opciones o contestarle como era debido. Prefirió hacerse
el desentendido y llamó al mozo:
—Mozo, por favor sírvanos una jarra de cerveza
y un pisco sour…
Luego la miró fijamente y pretendió
impresionarla con estas huachafescas palabras, que creyó poéticas, pero que
estaban totalmente fuera de tiempo y de lugar:
—… Esto abrirá las compuertas de nuestras
emociones y destrozará el iceberg que el tiempo logró construir.
¿Qué compuertas emocionales? ¿Cuál iceberg?
Si era evidente que durante toda la cita ella había demostrado tener “abiertas
sus compuertas” y estar “más que caliente”.
Ella nuevamente rehuyó su mirada y prefirió
no contestarle, para no apartarse de su trama. Intuyó que era el momento de
recurrir nuevamente a su libreto, y le lanzó esta atrevida pregunta:
—Luego de esto… ¿qué? Adónde piensas
llevarme. Supongo que a un lugar íntimo y preparado.
Ella ejecutaba su protocolo al pie de la
letra y continuaba “seduciéndolo”, ofreciéndosele envueltita en papel de
regalo, con un lacito y una etiqueta que decía: “sólo para ti”.
Y otra vez el muy burro de mi amigo optó por
“hacerse el loco” ante esta insinuación y se quedó mudo. Y que me disculpen los
pollinitos, pero no le encuentro otro calificativo más apropiado. Al fin, optó
por balbucear:
—Bueno, es una sorpresa. No sé, esperemos que
todo resulte bien, ¡Déjamelo a mí!…
Justo en aquel momento llegó el mozo, quien
de inmediato comenzó a servirles el pisco sour y la cerveza solicitados.
En esos momentos mi amigo ya estaba
totalmente confundido. Ni tuvo la cortesía de efectuar algún brindis, como lo
ameritaba la circunstancia. Tan solo se limitó a beber su cerveza cual cosaco,
intentando saturar su sangre con alcohol, con la inútil esperanza de poder
desinhibirse y afrontar el resto de la cita con mayor resolución.
Mientras tanto, ella disfrutaba de los
exabruptos de mi encandilado amigo. Y comenzaron a platicar acerca de su
“nostálgica vida” y de las “emocionantes” cuatro o cinco citas que compartieron
en los cinco o seis años que duró su “relación”.
Estuvieron así, conversando durante horas
hasta que, en un resplandor de lucidez, mi amigo asumió que era el momento
propicio para corresponder a su seductora amiga. Y se armó de valor para
hacerle la proposición correspondiente. Acarició su mano y se lo susurró al
oído.
Era el momento que ella había estado
esperando durante toda la noche. Ahora sí que lo tenía en donde quería. Con
toda la parsimonia y desfachatez de que sólo pueden hacer gala las damas de su
estirpe, le hizo recordar su estado civil actual… como si nunca antes hubiese
estado enterada de aquel detalle; como si recién en ese preciso instante lo
hubiese descubierto.
Mi ahora alcoholizado amigo recibió este
golpe bajo sin dar crédito a sus oídos y, lo que es peor, sin siquiera
sospechar lo que se vendría a continuación. Supuso que tal vez se trataba de
alguna duda del momento, o que ella quizás quería jugar a hacerse la difícil,
por lo que persistió en su proposición, ofreciéndole retirarse a un lugar más
apropiado en donde poder desencadenar su pasión.
Y luego de jugar a hacerse la “seductora”
durante toda la noche, luego de habérsele regalado en múltiples ocasiones, la
susodicha le espetó, sin inmutarse:
—Ya ves que no soy fácil. Sólo puedo ser tu
amiga… más no. Tú lo sabes. Mi conciencia está clara.
Clara tal vez, pero no limpia.
Por supuesto que a estas alturas mi buen
amigo ya se encontraba emocionalmente noqueado, inerme. Habían jugado con él,
fue utilizado como un punching ball,
había sido severamente vapuleado durante toda la noche.
Era precisamente el momento que ella había
calculado con frialdad. Ya lo tenía en el suelo, así que era el instante
propicio para darle la estocada final, el tiro de gracia, de pasarle la
aplanadora. Y le profirió esta frase, muy poco elegante, que me resisto a
calificar:
—Con
cualquiera, menos contigo.
No había más de qué hablar.
Ya no tenía cabeza para pensar en nada. Todas
las ilusiones que ella se había empeñado en despertarle durante toda la noche
habían resultado vanas. Todo había resultado ligeramente al revés.
Era cerca de la medianoche. Abordaron un taxi
de regreso. El trayecto se hizo eterno, y prácticamente no cruzaron ninguna
palabra.
La dejó en su casa. Camino a la suya, no pudo
sacar de su mente aquella frase, que quedaría grabada por siempre en su
memoria: “Con cualquiera, menos contigo”
Anonimus
Uhmmm...No habrá nunca una entrada o una salida. No existe. Estás dentro. Si pues, recordando los momentos, los cercanos y los antiguos. Pero me doy ánimo pensando que lo ideado y lo pretérito son lo mismo. Siempre idéntica a la primera y a todas...
ResponderEliminarMátenme a balazos, pero no a culatazos...jajaja
Saludos.
Loro
a ja ja ja...¡Vaya, tengo un traductor!. Eso está bien...ja ja ja...
ResponderEliminarComo dice el enigmático Borges:
¿Cual de los dos escribe este poema
De uno yo plural y de una sola sombra?
¿que importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Saludos
Bety
Sorry...eliminé tu comentario por error. Ya lo repuse...mil disculpas
ResponderEliminarBorrico
EliminarHolas
ResponderEliminarQue gusto comunicarnos. Por supuesto que es la misma historia, en diferente versión, pero con el mismo final: mi amigo sumamente chancado.:p
Y como dice la verosímil replana limeña:
"A mí que me importa el zorro
cuando ni gallinas tengo"
Un abrazo.
J.C.