I
Dicen que las grandes oportunidades se
presentan una sola vez en la vida. La duda que me desconcertaba era en qué
momento se daría tal ocasión; entre dos mundos dicotómicos divergentes, era más
complicado aún. Llegará el momento propicio – pensaba – con la bendición del
cielo y todos sus arcángeles. Era una aventura extremadamente difícil de
emprender, pero seguía sumergido en las encandiladas fantasías quiméricas del
sueño primaveral, rodeado de querubines y serafines. ¿Acaso estaría
convirtiéndome en un ente perruno, o ya lo era y no me daba cuenta?
No debería explayarme en los comentarios de
mis escarceos romanceriles. Presiento granjearme más antipatías de las que debo
tener ya acumuladas gratuitamente; aún así el momento discursivo lo amerita.
Para continuar, algunos dicen que las heridas sentimentales son al mismo tiempo
infortunios o galardones, la hiel amarga o el dulce néctar almibarado, la
caliginosa oscuridad entre las sombras o la luz que destella en el ancho
horizonte; quien no haya tenido una ilusión, ni amado nunca, no debe opinar
sobre el conflicto del amor, y mucho menos sobre sus efectos lacerantes.
Liliana, la chica predilecta, preferida y
pretendida llegaba siempre muy temprano a clase, no se si acompañada como en el
año anterior, pero la puntualidad era parte de su rutina diaria. Desde el
comienzo del año escolar hasta mediados del mismo habían transcurrido mil y una
peripecias a las cuales ya nos habíamos acostumbrado diplomáticamente.
Travesuras van, travesuras vienen, unas más pervertidas que las otras, fiel a
nuestros principios y estilo propio.
Dicen que una golondrina no hace un verano,
pero un cuervo si puede hacer un invierno; en los extremos contrapuestos, a
media estación, llegó la florida primavera con algunos cambios sensitivos para
algunos y de modo apático e indiferente para muchos. La vida cotidiana era casi
siempre la misma: los hermanos Chávez fregando la paciencia de los inoperantes
incautos en el salón, el coleóptero Montoya siempre alardeando y tratando de
afinar su figuretismo y también de impresionar a Liliana, como lo hacían otros
inquietos, desinhibidos y hasta cándidos parroquianos.
Salía de casa sólo en ciertas ocasiones,
usualmente para hacer los trabajos de grupo, una que otra tarea asignada en
Química, Biología, Historia y otros cursillos más. Me visitaban algunos amigos
de la “collera”: el “negro” Espino, mi causa Richard Soto y el “cumpa” Ringo
J.C, entre los más frecuentes.
Aunque la curiosidad mató al gato y a la
cucaracha; tenía siempre la manía de sentarme en diferentes lugares del aula,
pero nunca con féminas, por el congénito nerviosismo que me producía el estar
cerca de ellas; en el último tercio del año escolar estaba ya ubicado en un
sitio fijo y definido, mi compañero de carpeta era Juancito Trucupey o Ringo
J.C, como también lo llamaban, un tipo novel y jovial con quien se podía
dialogar de cualquier tema, un buen compañero para el intercambio de opiniones,
con quien compartí más de una felonía y que, por lo demás, ya en el tercer año
de secundaria habíamos conformado una dupla discutida, controvertida y
polémica.
En el mes de Septiembre se eligió a la reina
de la primavera en el aula, y aunque la votación estaba dividida, no quedó más
remedio que elegir a Lucecita “bigotona”, una mozuela sensual y agradable de
lejos y de cerca también, no voy a repetir sus atributos, pero me caía bien en
todas formas y pude departir casi de inmediato su amistad… sólo eso; no estaba
interesado en avatares ni acechanzas como los otros lobos y coyotes que
merodeaban por aquellos lares. Fue una elección interesante, para colmo y
desgracia de ciertos romanticones, la chica Liliana quedó relegada a un segundo
plano; el chato Montoya, en una mezquina y desleal actitud, que lo pintó de
cuerpo entero, cual alimaña era, trató de variar el resultado y convocar una
nueva elección, pero allí nomás quedó, sus vanos esfuerzos no pudieron variar
la decisión del respetable quórum, “vox populi, vox dei”. Por aquellos días se
había producido el traslado de nuestra sección a la sede principal del colegio,
y nos fuimos con todas nuestras chivas y tiliches al lugar en que nos ubicaron:
un aula prefabricada que debíamos restaurar y ambientar. Por fortuna ya
estábamos dirigidos y orientados por nuestro flamante tutor, el ciudadano
Melvin, un teacher con precaria elocuencia y escasa capacidad de liderazgo,
pero dispuesto a enfrentar el problema por convicción y porque ya no le quedaba
otra alternativa.
Allí, en ese lugar sacrosanto, por primera
vez se unieron las causas comunes y se limaron las asperezas y controversias
entre todos, varones y damiselas nos juntamos en un imaginario abrazo común y
fraternal y compartimos alegrías, penas y tristezas. Muy atrás quedó la famosa
frase universal de Charo Bobby: “¿Por qué me odian?”. Le hicimos entender que
era un resentimiento producto de su imaginación y fantasía… ¿o tal vez no?, de
repente alguna minúscula travesura aberrante del “chato” Montoya podría
contradecir esta afirmación. Ahora estábamos más unidos que nunca; juntos como
bolas de ábaco, el milagro se había producido, San Martín de Porras se había
acordado de nosotros; en la ya ornamentada aula estaban ahora juntos “perro,
pericote y gato”, y algunas lagartijas también.
Estaba gratamente sorprendido al ver una
confortable y exultante reunión, había un ambiente de esparcimiento en cada
arista del salón, observaba a un grupo de zopilotes rodeando a Lady “bigotona”,
sentada cual pavo real en su aposento preferencial de gala; allí estaban, para
empezar, el “Quique Gavilán”, un microgalán, obsesionado por Lucecita, atrapado
e hipnotizado en su letal telaraña; como un inquieto gorgojo intentando meterse
“por los palos” al enjambre de la reina; un gallo más, el “flaco” Cancho,
eterno cantante de la nueva ola aparecía también impaciente para embelesar con
sus trinos canarios a la coronada damisela; otro improvisado singlista,
motivado y emocionado fue el “Toto” Chávez, del clan de los traviesos
empedernidos, esta vez estaba más sedita que un gusano, por símil a su
morfología corporal; el larguirucho cantante estaba convertido en todo un
rockero profesional, con sus gestos y sincronizados movimientos contagiaba el
ánimo a los demás. Al final de esta jauría, pero en primera fila, aparecía otro
angustiado trovador; el turno era esta vez para “el bongo” Jorge, un zambito
zalamero y sandunguero quien también había caído en las garras de Lucecita y
sucumbido a los embates y placeres de cupido y Afrodita; sin duda, era el más
“encamotado” rival entre todos sus pretendientes; el susodicho con un gesto
subliminal y romántico tuvo los cojones y el suficiente ánimo para cantarle muy
de cerca a la interfecta, la canción de Julio Iglesias “a veces tú a veces yo”;
era casi un susurro al oído y una declaración en línea recta… ¡Bueno, cada
quien tiene su estilo, glamoroso o chabacano…!
No hubo mayor suerte en la contienda general
del reinado por salones; Lucecita fue solo flor de un día, un saludo a la
bandera, una moneda lanzada al aire cuyo destino final invitaba al
desconcierto… ¡Y cómo no serlo si había mejores candidatas!, recuerdo
tibiamente la presentación en el estrado de algunas chiquillas pintorescamente
coloridas y ataviadas, desfilando en pasarela y mostrando sus atributos;
aparecían sucesivamente ante la vista y paciencia de los condiscípulos
presentes y delirantes la “pléyade” estelar de finalistas: Florcita Mesías,
Carmen Legua, Mary Bravo, Carmen Flores (la prima del Burrito) y otras chicas
más.
Después del estridente jolgorio y pasada la
fiebre primaveral, todo volvió a su cauce normal; nos reunimos en el aula para compartir
un brindis lixiviante con licor de guinda y gaseosas. Todos reunidos en
conjunto, con el tutor, departimos una vez más un momento grato y significativo
para nuestra voluble conciencia personal.
El siguiente día lunes, de modorra y aburrimiento,
nos reunimos como de costumbre la “patota” del salón; los muchachos del clan a
las órdenes del enajenado Willy. ¿Qué fechoría barata tramaría ahora? Su última
participación la habíamos secundado la semana anterior, cuando vociferaba con
voz estereofónica exclamando a lengua suelta la frase: ¡¡¡¡BIGOTONAAAAAA!!!!;
no es necesario mencionar a quién se refería; además, era parte de su ego
personal y una forma motivante de conocer la temperatura grupal.
Estábamos prestos y atentos a sus
divagaciones y ocurrencias, un clima de duda y desconcierto se cernía en todo
el entorno perimétrico del grupo.
Unos segundos después se escuchaba la
draculina e imponente voz, en tono enérgico, firme y fustigante: “Le vamos a
sustraer su ropa a las chicas”, ¿En qué momento? Le preguntamos, medio
desconcertados. El tipo respondió: ¡A la hora que hacen Educación Física!. Para
la mala fortuna de las desdichadas, este cinético y dinámico curso lo llevaban
a cabo separado de los varones, con una tal profesora Erika, quien tenía una
pinta de Rambo en versión femenina. El “chato” Montoya era su ultra-archi
fanático y ferviente admirador. Ahora se me antoja pensar que tenía afición por
el piano, porque le gustaban las teclas.
Hecha la propuesta, se esperaba la lacónica
respuesta. A decir verdad, nadie se opuso a este pícaro juego, y seguimos
indagando y preguntando más detalles y pormenores del asunto. Otra pregunta
surgió de improviso: ¿A quién vamos a “chorearle” sus prendas? Todos nos
miramos y cual telepática lectura de pensamiento exclamamos al unísono: ¡A
Liliana!.
Todos asintieron afirmativamente. Ningún
cristiano se opuso a la avezada idea de consumar tan singular latrocinio; el
tremebundo Willy dijo finalmente: “Le vamos a robar su chompa azul… ¿están de
acuerdo?”. Por supuesto, contestamos con firmeza y determinación. El amigo
Luchito “la gata” Delgado agregó: “¡También hay que robarle un zapato!”. ¡Las
dos “tabas”! replicó el cardumen de guachinangos. Finalmente, el gran jefe
Willy, con expresión hitleriana, relinchó: ¡Con uno basta, para se vaya
cojeando a su casa! El estallido burlón y sarcástico no se hizo esperar;
sórdidas risotadas y muecas sardónicas se percibían por doquier; en este juego
peligroso, el locumbeta Willy había señalado ya el destino de su nueva víctima.
No quiero hacer un acto de contrición ni un
mea culpa personal. Estuve confabulado en el maquiavélico plan para sustraer la
chompa azul de la chica que más me gustaba, por aprecio, por afecto o por cual
sentimiento más. El hecho real me convertía en un canallesco y misérrimo
badulaque por la decisión asumida y así lo sentía en mi subconsciente
reflexivo. ¿Qué nos motivó a la trama de esta peliculina? No sabría decirlo.
¿Envidia, codicia, perversión, palomillada… o frustración? ¡Quién sabe señor!
Ya solitario y aislado del grupo pensaba en
voz alta: “Ya que no pude robarle su corazón, me conformaré con robarle su
chompa azul”. “Ahora sí se fijará en nosotros”. Tal vez reaccione con odio,
inquina o rencor, pero ya no podrá mirarnos con indiferencia y nos podrá
fustigar con el látigo de su desprecio… ¡Qué pilluelos fuimos!… Unos verdaderos
granujas.
II
Meditando apaciblemente en mi cuarto de reposo, entre cuatro
paredes y un gato ronroneando, esperaba pacientemente la llegada del día
señalado; faltaba aún cuatro días más para consolidar la intrépida aventura
confabulada; con un procaz y avorazado estilo propio, todo estaba
mefistofélicamente preparado; ningún pelotudo ajeno al grupo sospechaba
nuestras pérfidas intenciones.
Parecía un plan perfecto, como que lo fue, el hurto de la
famosa chompa azul, toda una digna y encomiable proeza; con una sistemática,
analítica y científica planificación, esta gansteril fechoría maquinada con facinerosa
precisión fue tan perfecta que hasta hoy en día los rezagos y secuelas de la
concebida sustracción constituyen un enigmático suceso sibilino… hay dudas ni
incertidumbres por todos lados ¿Quién fue el gaznápiro plebeyo que osó
apropiarse ilícitamente de la preciada, pretendida y anhelada prenda? ¿Cuántos
pelagatos intervinieron en esta obtusa fechoría? ¿Qué hacía Marcolino en medio
de este círculo de marrajos mermeleros? ¿Quién se quedó, finalmente, con la
chompa como trofeo de guerra?… estas y muchas cuestiones dubitativas confluyen
en un inescrutable y vasto misterio que no ha podido ser explicado hasta la
actualidad.
Este protervo, intrigante y nefasto suceso podría ser
considerado fácilmente como parte de un relato narrativo de las novelas del
magistral Edgar Allan Poe, el maestro del misterio, la duda, el asombro, el
razonamiento, la deducción y la lógica. Y bien podría compararse con este
picaresco episodio de la chompa azul, como una enredada historieta deductiva
del no menos famoso e infalible Sherlock Holmes, personaje ficticio de la
novela del gran Sir Arthur Conan Doyle, una máquina de pensar cuyo razonamiento
asombra a propios y extraños, un observador incansable analista genial, famoso
por resolver los casos policiales más sorprendentes e intrigantes… Hasta dónde
hemos llegado, por inercia… ¡Qué barbaridad!
Y ahora debo contar mi versión, fidedigna y singular, como
muestra cabal de fugaz pensamiento y desgastada memoria, no sin antes emitir
una imaginaria comparación de nuestra futura y avezada empresa con la épica
hazaña de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro… la chompa
afamada y la rutilante piel dorada, el intrépido Jasón y el avorazado “loco”
Willy… una hendidura para llegar a la Cólquida y una abertura para el ingreso
clandestino al salón… un fornido Hércules y un naciente personaje de la triste
figura… ¿Qué más hay? Claro, por supuesto, Medea, la hermosa hechicera
guardiana del vellocino y Liliana la propietaria de la azulina prenda.
Soñando despierto como siempre e intentando tapar el sol con
un dedo, Marcolino experimentaba en los días previos los preludios y avatares
de la inquieta espera, solazándose como un mono alebrestado en el submundo
interior del esparcimiento musical; efectivamente este ritmo contagiante era
parte de nuestra vida cotidiana. Recordando pues que en aquella época,
posterior a la rueda y a la carreta, la música se seleccionaba a través de la
compra de discos de carbono o de acetato de 45 rpm o los famosos “long play”,
disco de larga duración que almacenaba la majestuosa cantidad de hasta 10
canciones por ejemplar… ¡Qué tiempos especiales aquellos! Y parece que fue ayer
y el recuerdo risible de aquella microtecnología nos suena hoy sarcástica e
inviable, por decir lo menos.
Tenía una colección selecta de música salsa, la cual
intercambiaba amicalmente entre gustos, sinsabores y disgustos con mi gran
amigo J.C. Desde el segundo se secundaria nos habíamos dedicado a coleccionar
los mejores temas musicales, sobre todo en la elección del disco del año; el
mejor hit de la vigente temporada, por ejemplo en 1972 el honor recaía en el
tema “La Cartera” del “judío maravilloso” Larry Harlow, y también “El día de mi
suerte” del gran Willie Colón; en 1973 la nominación palmaria fue para el tema
“La Candela” de la orquesta Típica 73; en 1974 la honorífica mención fue para
el tema “Un verano en Nueva York” de El gran Combo de Puerto Rico; en 1975 el
boom sensación elegido fue el tema “Llorarás”
del faraón de la salsa Oscar de León y el presente año 76 nos acogía el
gusto exquisito y animosidad con la canción “El preso” del multifacético Fruko
y sus tesos…
El tiempo es inexorable e inexpugnable, los incorregibles
somos nosotros que no lo queremos aceptar como cuarta dimensión, y pensar que
hoy en día pasada la barrera del segundo milenio se aceptan científicamente
once dimensiones existentes; creo que si el genial Albert Einstein viviera nos
mandaría directo por un tubo a la “chupetería” por no haber aquilatado y
comprendido al menos frugalmente la importancia de su teoría, añadiendo además
entre ajos y cebollas, expresiones sórdidas y estridentes seguidas de sapos,
culebras y tripas de gato… ¡No hay que ser mezquinos en este momento!, estamos
nomás de pasada y todos nos tendremos que ir de estos lares.
En la alborada matutina que anunciaba la puesta estelar de
un sol resplandeciente, llegó el día esperado, un viernes primaveral del año
1976, apto para ser declarado como “Día mundial de las fechorías”.
El citado día viernes estaba instalado puntualmente en los
confortables aposentos de nuestra aula recientemente ornamentada. Liliana había
puesto de su parte más de lo que podía colaborar; la pared posterior del salón
tenía un orificio circular de casi un metro de diámetro; todos habíamos
colaborado para comprar cartulina negra, pintura esmalte, clavos y otros
materiales adicionales para resanar y tapar aquella falla geométrica. Liliana
había dibujado y pintado un paisaje decorativo con sus témperas de efectos
fosforescentes. Yo siempre la observaba y, mientras lo hacía, ella permanecía
inmutable e indiferente de mi percepción, era lo menos malo que podía esperar
de ella, mi musa, el encendido aliciente que enervaba mis feromonas, la fuente sutil
de mi sempiterna inspiración; muy a lo lejos había siquiera una minúscula
sospecha de la prístina y sicalíptica travesura que le teníamos preparada con
alevosía, premeditación y engaño.
Ahora sí podría fijarse en nosotros – pensaba críticamente –
total, es una simple broma, como jugar a las escondidas con su chompa; al
principio se asustaría un poco, luego quizá se moleste, pero de allí no pasara;
además, estoy seguro que después le devolverían su azulina chompa. Por no pecar
de ingenuos, esa actitud samaritana esperada del frenético Willy y de toda su
caterva de facinerosos y lacayos acompañantes.
Ubicados en el principio secular del tiempo, recuerdo que
ese día iniciamos las clases con la presencia del “chino” Elías y de su
inseparable cajetilla de cigarrillos Marlboro, el curso de matemática se hacía
asequible y agradable en su consecutiva charla, su disertación y explicación de
la geometría euclidiana era jovial y expresiva; inteligible y al alcance
general, hasta de los más desubicados pupilos. Era un mundo de teoremas y
postulados, y de muchas situaciones anecdóticas vividas que en alguna ocasión
podré narrar y detallar con mayor amplitud. Nuestro amigo, el “gordo” Chipana,
discreto, mediano y oblongo alumno del salón, tan solo pudo mencionar 12 teoremas
en su prueba oral de turno; decía con su esforzada y disimulada sonrisa: “por
un punto pasan infinitas rectas”… “existen infinitos planos”… “los ángulos
internos de un triángulo suman 180°” y así sucesivamente hasta el decimosegundo
teorema, a partir del cual veía estrellitas y congelársele el cerebro. Estoy
casi seguro que en algún momento pudo decir “el ángulo recto hierve a 90 grados
centígrados” ¡Ah, que sujeto pícnico más ocurrente! Su defensor y mecenas,
Albino “ricopelo” decía de este adiposo personaje: “el gordo es un tipo con una
mente prodigiosa; se sabe de memoria más de 500 canciones, entre baladas,
cumbias y salsas”.
Prosiguiendo con la habitual rutina de clases, las horas
siguientes correspondían al curso de Lenguaje y Literatura, donde el panorama
se presentaba bajo un espectro circunstancial diferente, la profesora Castillo,
popularmente conocida como “La poderosa” era ligeramente más estricta que otros
relajados profesores, no admitía escarceos ni escaramuzas, ni palomilladas o
chacotas contrapuestas, mucho menos conatos ni beligerancias. Su carácter
rígido y oclusivo era más cerrado que un aberrante círculo, la ley marcial era:
“todos con sus libros, a leer, interpretar y analizar…”.
La profesora estuvo leyendo textualmente el verso completo
de “La casada infiel”, poema pícaro de Federico García Lorca, la lectura se
convirtió de pronto en un diálogo sostenido, tratando de interpretar el
significado de tan peculiares versos. El eco energético de su estereofónica voz
daba comienzo a la lectura: “Y yo que me la llevé al río pensando que era
mozuela, pero tenía marido…” ¿Qué significaba este párrafo? – preguntaba “la
profe” – Se miraban muchas caras raras y timoratas, pocos querían intervenir;
harto gentío estudiaba por inercia. Luego la profesora daba la explicación
pertinente diciendo: “era una muchacha joven y virginal … etc, etc, etc”. A
continuación proseguía…
Marcolino
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