jueves, 2 de febrero de 2012

La continuación

I
Dicen que las grandes oportunidades se presentan una sola vez en la vida. La duda que me desconcertaba era en qué momento se daría tal ocasión; entre dos mundos dicotómicos divergentes, era más complicado aún. Llegará el momento propicio – pensaba – con la bendición del cielo y todos sus arcángeles. Era una aventura extremadamente difícil de emprender, pero seguía sumergido en las encandiladas fantasías quiméricas del sueño primaveral, rodeado de querubines y serafines. ¿Acaso estaría convirtiéndome en un ente perruno, o ya lo era y no me daba cuenta?
No debería explayarme en los comentarios de mis escarceos romanceriles. Presiento granjearme más antipatías de las que debo tener ya acumuladas gratuitamente; aún así el momento discursivo lo amerita. Para continuar, algunos dicen que las heridas sentimentales son al mismo tiempo infortunios o galardones, la hiel amarga o el dulce néctar almibarado, la caliginosa oscuridad entre las sombras o la luz que destella en el ancho horizonte; quien no haya tenido una ilusión, ni amado nunca, no debe opinar sobre el conflicto del amor, y mucho menos sobre sus efectos lacerantes.

Liliana, la chica predilecta, preferida y pretendida llegaba siempre muy temprano a clase, no se si acompañada como en el año anterior, pero la puntualidad era parte de su rutina diaria. Desde el comienzo del año escolar hasta mediados del mismo habían transcurrido mil y una peripecias a las cuales ya nos habíamos acostumbrado diplomáticamente. Travesuras van, travesuras vienen, unas más pervertidas que las otras, fiel a nuestros principios y estilo propio.

Dicen que una golondrina no hace un verano, pero un cuervo si puede hacer un invierno; en los extremos contrapuestos, a media estación, llegó la florida primavera con algunos cambios sensitivos para algunos y de modo apático e indiferente para muchos. La vida cotidiana era casi siempre la misma: los hermanos Chávez fregando la paciencia de los inoperantes incautos en el salón, el coleóptero Montoya siempre alardeando y tratando de afinar su figuretismo y también de impresionar a Liliana, como lo hacían otros inquietos, desinhibidos y hasta cándidos parroquianos.

Salía de casa sólo en ciertas ocasiones, usualmente para hacer los trabajos de grupo, una que otra tarea asignada en Química, Biología, Historia y otros cursillos más. Me visitaban algunos amigos de la “collera”: el “negro” Espino, mi causa Richard Soto y el “cumpa” Ringo J.C, entre los más frecuentes.

Aunque la curiosidad mató al gato y a la cucaracha; tenía siempre la manía de sentarme en diferentes lugares del aula, pero nunca con féminas, por el congénito nerviosismo que me producía el estar cerca de ellas; en el último tercio del año escolar estaba ya ubicado en un sitio fijo y definido, mi compañero de carpeta era Juancito Trucupey o Ringo J.C, como también lo llamaban, un tipo novel y jovial con quien se podía dialogar de cualquier tema, un buen compañero para el intercambio de opiniones, con quien compartí más de una felonía y que, por lo demás, ya en el tercer año de secundaria habíamos conformado una dupla discutida, controvertida y polémica.

En el mes de Septiembre se eligió a la reina de la primavera en el aula, y aunque la votación estaba dividida, no quedó más remedio que elegir a Lucecita “bigotona”, una mozuela sensual y agradable de lejos y de cerca también, no voy a repetir sus atributos, pero me caía bien en todas formas y pude departir casi de inmediato su amistad… sólo eso; no estaba interesado en avatares ni acechanzas como los otros lobos y coyotes que merodeaban por aquellos lares. Fue una elección interesante, para colmo y desgracia de ciertos romanticones, la chica Liliana quedó relegada a un segundo plano; el chato Montoya, en una mezquina y desleal actitud, que lo pintó de cuerpo entero, cual alimaña era, trató de variar el resultado y convocar una nueva elección, pero allí nomás quedó, sus vanos esfuerzos no pudieron variar la decisión del respetable quórum, “vox populi, vox dei”. Por aquellos días se había producido el traslado de nuestra sección a la sede principal del colegio, y nos fuimos con todas nuestras chivas y tiliches al lugar en que nos ubicaron: un aula prefabricada que debíamos restaurar y ambientar. Por fortuna ya estábamos dirigidos y orientados por nuestro flamante tutor, el ciudadano Melvin, un teacher con precaria elocuencia y escasa capacidad de liderazgo, pero dispuesto a enfrentar el problema por convicción y porque ya no le quedaba otra alternativa.
Allí, en ese lugar sacrosanto, por primera vez se unieron las causas comunes y se limaron las asperezas y controversias entre todos, varones y damiselas nos juntamos en un imaginario abrazo común y fraternal y compartimos alegrías, penas y tristezas. Muy atrás quedó la famosa frase universal de Charo Bobby: “¿Por qué me odian?”. Le hicimos entender que era un resentimiento producto de su imaginación y fantasía… ¿o tal vez no?, de repente alguna minúscula travesura aberrante del “chato” Montoya podría contradecir esta afirmación. Ahora estábamos más unidos que nunca; juntos como bolas de ábaco, el milagro se había producido, San Martín de Porras se había acordado de nosotros; en la ya ornamentada aula estaban ahora juntos “perro, pericote y gato”, y algunas lagartijas también.

Estaba gratamente sorprendido al ver una confortable y exultante reunión, había un ambiente de esparcimiento en cada arista del salón, observaba a un grupo de zopilotes rodeando a Lady “bigotona”, sentada cual pavo real en su aposento preferencial de gala; allí estaban, para empezar, el “Quique Gavilán”, un microgalán, obsesionado por Lucecita, atrapado e hipnotizado en su letal telaraña; como un inquieto gorgojo intentando meterse “por los palos” al enjambre de la reina; un gallo más, el “flaco” Cancho, eterno cantante de la nueva ola aparecía también impaciente para embelesar con sus trinos canarios a la coronada damisela; otro improvisado singlista, motivado y emocionado fue el “Toto” Chávez, del clan de los traviesos empedernidos, esta vez estaba más sedita que un gusano, por símil a su morfología corporal; el larguirucho cantante estaba convertido en todo un rockero profesional, con sus gestos y sincronizados movimientos contagiaba el ánimo a los demás. Al final de esta jauría, pero en primera fila, aparecía otro angustiado trovador; el turno era esta vez para “el bongo” Jorge, un zambito zalamero y sandunguero quien también había caído en las garras de Lucecita y sucumbido a los embates y placeres de cupido y Afrodita; sin duda, era el más “encamotado” rival entre todos sus pretendientes; el susodicho con un gesto subliminal y romántico tuvo los cojones y el suficiente ánimo para cantarle muy de cerca a la interfecta, la canción de Julio Iglesias “a veces tú a veces yo”; era casi un susurro al oído y una declaración en línea recta… ¡Bueno, cada quien tiene su estilo, glamoroso o chabacano…!
No hubo mayor suerte en la contienda general del reinado por salones; Lucecita fue solo flor de un día, un saludo a la bandera, una moneda lanzada al aire cuyo destino final invitaba al desconcierto… ¡Y cómo no serlo si había mejores candidatas!, recuerdo tibiamente la presentación en el estrado de algunas chiquillas pintorescamente coloridas y ataviadas, desfilando en pasarela y mostrando sus atributos; aparecían sucesivamente ante la vista y paciencia de los condiscípulos presentes y delirantes la “pléyade” estelar de finalistas: Florcita Mesías, Carmen Legua, Mary Bravo, Carmen Flores (la prima del Burrito) y otras chicas más.
Después del estridente jolgorio y pasada la fiebre primaveral, todo volvió a su cauce normal; nos reunimos en el aula para compartir un brindis lixiviante con licor de guinda y gaseosas. Todos reunidos en conjunto, con el tutor, departimos una vez más un momento grato y significativo para nuestra voluble conciencia personal.

El siguiente día lunes, de modorra y aburrimiento, nos reunimos como de costumbre la “patota” del salón; los muchachos del clan a las órdenes del enajenado Willy. ¿Qué fechoría barata tramaría ahora? Su última participación la habíamos secundado la semana anterior, cuando vociferaba con voz estereofónica exclamando a lengua suelta la frase: ¡¡¡¡BIGOTONAAAAAA!!!!; no es necesario mencionar a quién se refería; además, era parte de su ego personal y una forma motivante de conocer la temperatura grupal.
Estábamos prestos y atentos a sus divagaciones y ocurrencias, un clima de duda y desconcierto se cernía en todo el entorno perimétrico del grupo.
Unos segundos después se escuchaba la draculina e imponente voz, en tono enérgico, firme y fustigante: “Le vamos a sustraer su ropa a las chicas”, ¿En qué momento? Le preguntamos, medio desconcertados. El tipo respondió: ¡A la hora que hacen Educación Física!. Para la mala fortuna de las desdichadas, este cinético y dinámico curso lo llevaban a cabo separado de los varones, con una tal profesora Erika, quien tenía una pinta de Rambo en versión femenina. El “chato” Montoya era su ultra-archi fanático y ferviente admirador. Ahora se me antoja pensar que tenía afición por el piano, porque le gustaban las teclas.
Hecha la propuesta, se esperaba la lacónica respuesta. A decir verdad, nadie se opuso a este pícaro juego, y seguimos indagando y preguntando más detalles y pormenores del asunto. Otra pregunta surgió de improviso: ¿A quién vamos a “chorearle” sus prendas? Todos nos miramos y cual telepática lectura de pensamiento exclamamos al unísono: ¡A Liliana!.
Todos asintieron afirmativamente. Ningún cristiano se opuso a la avezada idea de consumar tan singular latrocinio; el tremebundo Willy dijo finalmente: “Le vamos a robar su chompa azul… ¿están de acuerdo?”. Por supuesto, contestamos con firmeza y determinación. El amigo Luchito “la gata” Delgado agregó: “¡También hay que robarle un zapato!”. ¡Las dos “tabas”! replicó el cardumen de guachinangos. Finalmente, el gran jefe Willy, con expresión hitleriana, relinchó: ¡Con uno basta, para se vaya cojeando a su casa! El estallido burlón y sarcástico no se hizo esperar; sórdidas risotadas y muecas sardónicas se percibían por doquier; en este juego peligroso, el locumbeta Willy había señalado ya el destino de su nueva víctima.
No quiero hacer un acto de contrición ni un mea culpa personal. Estuve confabulado en el maquiavélico plan para sustraer la chompa azul de la chica que más me gustaba, por aprecio, por afecto o por cual sentimiento más. El hecho real me convertía en un canallesco y misérrimo badulaque por la decisión asumida y así lo sentía en mi subconsciente reflexivo. ¿Qué nos motivó a la trama de esta peliculina? No sabría decirlo. ¿Envidia, codicia, perversión, palomillada… o frustración? ¡Quién sabe señor!
Ya solitario y aislado del grupo pensaba en voz alta: “Ya que no pude robarle su corazón, me conformaré con robarle su chompa azul”. “Ahora sí se fijará en nosotros”. Tal vez reaccione con odio, inquina o rencor, pero ya no podrá mirarnos con indiferencia y nos podrá fustigar con el látigo de su desprecio… ¡Qué pilluelos fuimos!… Unos verdaderos granujas.
II
Meditando apaciblemente en mi cuarto de reposo, entre cuatro paredes y un gato ronroneando, esperaba pacientemente la llegada del día señalado; faltaba aún cuatro días más para consolidar la intrépida aventura confabulada; con un procaz y avorazado estilo propio, todo estaba mefistofélicamente preparado; ningún pelotudo ajeno al grupo sospechaba nuestras pérfidas intenciones.
Parecía un plan perfecto, como que lo fue, el hurto de la famosa chompa azul, toda una digna y encomiable proeza; con una sistemática, analítica y científica planificación, esta gansteril fechoría maquinada con facinerosa precisión fue tan perfecta que hasta hoy en día los rezagos y secuelas de la concebida sustracción constituyen un enigmático suceso sibilino… hay dudas ni incertidumbres por todos lados ¿Quién fue el gaznápiro plebeyo que osó apropiarse ilícitamente de la preciada, pretendida y anhelada prenda? ¿Cuántos pelagatos intervinieron en esta obtusa fechoría? ¿Qué hacía Marcolino en medio de este círculo de marrajos mermeleros? ¿Quién se quedó, finalmente, con la chompa como trofeo de guerra?… estas y muchas cuestiones dubitativas confluyen en un inescrutable y vasto misterio que no ha podido ser explicado hasta la actualidad.
Este protervo, intrigante y nefasto suceso podría ser considerado fácilmente como parte de un relato narrativo de las novelas del magistral Edgar Allan Poe, el maestro del misterio, la duda, el asombro, el razonamiento, la deducción y la lógica. Y bien podría compararse con este picaresco episodio de la chompa azul, como una enredada historieta deductiva del no menos famoso e infalible Sherlock Holmes, personaje ficticio de la novela del gran Sir Arthur Conan Doyle, una máquina de pensar cuyo razonamiento asombra a propios y extraños, un observador incansable analista genial, famoso por resolver los casos policiales más sorprendentes e intrigantes… Hasta dónde hemos llegado, por inercia… ¡Qué barbaridad!

Y ahora debo contar mi versión, fidedigna y singular, como muestra cabal de fugaz pensamiento y desgastada memoria, no sin antes emitir una imaginaria comparación de nuestra futura y avezada empresa con la épica hazaña de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro… la chompa afamada y la rutilante piel dorada, el intrépido Jasón y el avorazado “loco” Willy… una hendidura para llegar a la Cólquida y una abertura para el ingreso clandestino al salón… un fornido Hércules y un naciente personaje de la triste figura… ¿Qué más hay? Claro, por supuesto, Medea, la hermosa hechicera guardiana del vellocino y Liliana la propietaria de la azulina prenda.

Soñando despierto como siempre e intentando tapar el sol con un dedo, Marcolino experimentaba en los días previos los preludios y avatares de la inquieta espera, solazándose como un mono alebrestado en el submundo interior del esparcimiento musical; efectivamente este ritmo contagiante era parte de nuestra vida cotidiana. Recordando pues que en aquella época, posterior a la rueda y a la carreta, la música se seleccionaba a través de la compra de discos de carbono o de acetato de 45 rpm o los famosos “long play”, disco de larga duración que almacenaba la majestuosa cantidad de hasta 10 canciones por ejemplar… ¡Qué tiempos especiales aquellos! Y parece que fue ayer y el recuerdo risible de aquella microtecnología nos suena hoy sarcástica e inviable, por decir lo menos.
Tenía una colección selecta de música salsa, la cual intercambiaba amicalmente entre gustos, sinsabores y disgustos con mi gran amigo J.C. Desde el segundo se secundaria nos habíamos dedicado a coleccionar los mejores temas musicales, sobre todo en la elección del disco del año; el mejor hit de la vigente temporada, por ejemplo en 1972 el honor recaía en el tema “La Cartera” del “judío maravilloso” Larry Harlow, y también “El día de mi suerte” del gran Willie Colón; en 1973 la nominación palmaria fue para el tema “La Candela” de la orquesta Típica 73; en 1974 la honorífica mención fue para el tema “Un verano en Nueva York” de El gran Combo de Puerto Rico; en 1975 el boom sensación elegido fue el tema “Llorarás”  del faraón de la salsa Oscar de León y el presente año 76 nos acogía el gusto exquisito y animosidad con la canción “El preso” del multifacético Fruko y sus tesos…

El tiempo es inexorable e inexpugnable, los incorregibles somos nosotros que no lo queremos aceptar como cuarta dimensión, y pensar que hoy en día pasada la barrera del segundo milenio se aceptan científicamente once dimensiones existentes; creo que si el genial Albert Einstein viviera nos mandaría directo por un tubo a la “chupetería” por no haber aquilatado y comprendido al menos frugalmente la importancia de su teoría, añadiendo además entre ajos y cebollas, expresiones sórdidas y estridentes seguidas de sapos, culebras y tripas de gato… ¡No hay que ser mezquinos en este momento!, estamos nomás de pasada y todos nos tendremos que ir de estos lares.
En la alborada matutina que anunciaba la puesta estelar de un sol resplandeciente, llegó el día esperado, un viernes primaveral del año 1976, apto para ser declarado como “Día mundial de las fechorías”.
El citado día viernes estaba instalado puntualmente en los confortables aposentos de nuestra aula recientemente ornamentada. Liliana había puesto de su parte más de lo que podía colaborar; la pared posterior del salón tenía un orificio circular de casi un metro de diámetro; todos habíamos colaborado para comprar cartulina negra, pintura esmalte, clavos y otros materiales adicionales para resanar y tapar aquella falla geométrica. Liliana había dibujado y pintado un paisaje decorativo con sus témperas de efectos fosforescentes. Yo siempre la observaba y, mientras lo hacía, ella permanecía inmutable e indiferente de mi percepción, era lo menos malo que podía esperar de ella, mi musa, el encendido aliciente que enervaba mis feromonas, la fuente sutil de mi sempiterna inspiración; muy a lo lejos había siquiera una minúscula sospecha de la prístina y sicalíptica travesura que le teníamos preparada con alevosía, premeditación y engaño.
Ahora sí podría fijarse en nosotros – pensaba críticamente – total, es una simple broma, como jugar a las escondidas con su chompa; al principio se asustaría un poco, luego quizá se moleste, pero de allí no pasara; además, estoy seguro que después le devolverían su azulina chompa. Por no pecar de ingenuos, esa actitud samaritana esperada del frenético Willy y de toda su caterva de facinerosos y lacayos acompañantes.
Ubicados en el principio secular del tiempo, recuerdo que ese día iniciamos las clases con la presencia del “chino” Elías y de su inseparable cajetilla de cigarrillos Marlboro, el curso de matemática se hacía asequible y agradable en su consecutiva charla, su disertación y explicación de la geometría euclidiana era jovial y expresiva; inteligible y al alcance general, hasta de los más desubicados pupilos. Era un mundo de teoremas y postulados, y de muchas situaciones anecdóticas vividas que en alguna ocasión podré narrar y detallar con mayor amplitud. Nuestro amigo, el “gordo” Chipana, discreto, mediano y oblongo alumno del salón, tan solo pudo mencionar 12 teoremas en su prueba oral de turno; decía con su esforzada y disimulada sonrisa: “por un punto pasan infinitas rectas”… “existen infinitos planos”… “los ángulos internos de un triángulo suman 180°” y así sucesivamente hasta el decimosegundo teorema, a partir del cual veía estrellitas y congelársele el cerebro. Estoy casi seguro que en algún momento pudo decir “el ángulo recto hierve a 90 grados centígrados” ¡Ah, que sujeto pícnico más ocurrente! Su defensor y mecenas, Albino “ricopelo” decía de este adiposo personaje: “el gordo es un tipo con una mente prodigiosa; se sabe de memoria más de 500 canciones, entre baladas, cumbias y salsas”.
Prosiguiendo con la habitual rutina de clases, las horas siguientes correspondían al curso de Lenguaje y Literatura, donde el panorama se presentaba bajo un espectro circunstancial diferente, la profesora Castillo, popularmente conocida como “La poderosa” era ligeramente más estricta que otros relajados profesores, no admitía escarceos ni escaramuzas, ni palomilladas o chacotas contrapuestas, mucho menos conatos ni beligerancias. Su carácter rígido y oclusivo era más cerrado que un aberrante círculo, la ley marcial era: “todos con sus libros, a leer, interpretar y analizar…”.
La profesora estuvo leyendo textualmente el verso completo de “La casada infiel”, poema pícaro de Federico García Lorca, la lectura se convirtió de pronto en un diálogo sostenido, tratando de interpretar el significado de tan peculiares versos. El eco energético de su estereofónica voz daba comienzo a la lectura: “Y yo que me la llevé al río pensando que era mozuela, pero tenía marido…” ¿Qué significaba este párrafo? ­– preguntaba “la profe” – Se miraban muchas caras raras y timoratas, pocos querían intervenir; harto gentío estudiaba por inercia. Luego la profesora daba la explicación pertinente diciendo: “era una muchacha joven y virginal … etc, etc, etc”. A continuación proseguía…
Marcolino

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