Caminaba
lentamente, lleno de ilusión y esperanza. Por primera vez, mi amiga me había
invitado a almorzar. Me lo pidió con voz suave pero decidida cuando nos
encontramos en el autobús camino a casa unos días antes. Fui a buscarla a su
facultad, tal como habíamos acordado. El trayecto desde mi facultad hasta la
suya duró unos diez minutos. Iba tratando de calmar mis pensamientos, mirando
el cielo despejado con algunas nubes dispersas y colores irrepetibles. Caminaba
risueño y tranquilo.
Al
llegar al edificio, entré y subí las escaleras hasta el tercer piso donde
habíamos quedado en vernos. Miré a mi alrededor buscándola. De pronto la vi; miraba de un lado a otro, pensativa,
como si repasara sus pensamientos. Llevaba una blusa clara
y suelta con un pantalón oscuro combinado con zapatos negros de tacones bajos. Venía
acompañada de una amiga y esbozaba una sonrisa irreconocible. No apareció por
donde esperaba sino que salió de otro aula distinta a la suya. Cuando me vio,
no sé por qué, adoptó un aire indiferente al acercarse, pensativa y seria. Esto
hizo que me invadieran todo tipo de temores y hasta sentí un escalofrío. Cuando
estuvo frente a mí, me saludó casi sin detenerse, con un gesto parecido a una
reverencia japonesa. Su amiga me saludó con una sonrisa. Sin mediar palabra,
bajamos los tres por las escaleras mientras ella hablaba ingenuamente con su
amiga de cosas que creía que yo no entendía.
Era
la forma tonta que usaba para fastidiarme. Yo me sonreía para mis adentros,
aunque sentía unas terribles ganas de darle un beso en la boca para que se
callara. Al salir del edificio, caminamos unos metros antes de llegar a la
intersección donde nos separaríamos de su amiga. Al llegar, nos detuvimos por
unos instantes. Hablaron algo más, trivialidades sin importancia que no quise
escuchar. Luego le dio un beso en la mejilla y se despidió con un gesto de
complicidad. Yo hice un ademán y también me despedí, murmurando un cumplido
tras besarla velozmente en la mejilla. Debí poner una cara muy tonta, porque
ambas esbozaron una sonrisa irónica.
Luego
caminamos solos y se atrevió a hablarme. Hablamos muy superficialmente sobre
temas académicos y otras cuestiones típicas: los parciales, las prácticas, que
la biblioteca parecía un museo de libros, la autonomía universitaria... en
resumen, banalidades estudiantiles que nunca nadie escuchaba. Mientras
caminaba, yo fingía una tranquilidad absoluta, aunque por dentro los nervios me
carcomían y esbozaba sonrisas azucaradas.
Cuando
llegamos al comedor universitario, había una larga cola de gente que parecía
mirarnos sin vernos. En la fila, mi amiga aprovechó para hacerme algunas
preguntas que respondí encantado y con doble sentido, siguiéndole la corriente,
como era nuestro estilo. Logré finalmente arrancarle una sonrisa. Yo sonreía
aún más, tal vez porque aún no intuía lo que vendría después, por la forma
afable en que me hablaba y porque ella parecía tranquila y condescendiente con
mis respuestas.
Ahora,
con las charolas en las manos, ella delante de mí girando noventa grados, nos
acercamos para recibir nuestra ración. La vi avanzar haciendo un gesto sencillo
con la boca. Yo la seguía rozándole el cuerpo y mirándole la espalda. El menú
consistía en un segundo de pollo frito más allá de dorado con ensalada rusa y
su arroz graneado. De sopa, un menestrón que no era de mi gusto. De postre, una
especie de mazamorra de frutas irreconocible. Para finalizar, una lustrada
mandarina muy saludable.
Luego
fuimos lentamente a buscar mesa casi al fondo a la derecha del comedor. Yo iba
tras ella. Había demasiados comensales, todos muy contentos, riendo y hablando
en voz alta, haciendo sonar sus cubiertos. Al llegar, se detuvo indecisa frente
a una mesa esperando que la alcanzara. Cuando me vio, empujó la charola hacia
su lado. Nos acomodamos uno frente al otro. Al observar de nuevo la comida, se
me fue el apetito.
Me
senté apoyando el codo en la mesa y la mano en la barbilla, mirando fijamente
el contenido de la charola. Ella se sentó encogiendo fríamente los hombros.
Cogió los cubiertos y empezó a cortar el pollo sin decir nada. Al rato se quedó
quieta, bajó la cabeza y me miró por encima de sus gafas. Yo desvié la mirada
hacia el fondo y reconocí a tres amigos que buscaban dónde sentarse con sus
charolas. Como no era momento para saludos, agaché la cabeza haciéndome el
desentendido. Teníamos que estar solos.
Volví
a mirarla estudiando de frente sus facciones inequívocas, ahora sin tener que
justificar mi presencia con regalos de cumpleaños u ofrendas conseguidas a
través de mis amigos como otras veces.
Ella
se mostraba cuidadosa, como queriendo ganar tiempo con su tenedor y cuchillo.
Entendí que quería decirme algo importante, lo que me llenó de dudas y
conjeturas. Mientras tanto, disimulaba mirando sólo mi charola.
Observé
a mi alrededor fingiendo hacer algo. Las manos de mi amiga no dejaban de
moverse, y sus ojos me miraban de vez en cuando con aparente interés y respeto.
Olvidé mis dudas y la miré fijamente. Sí, era ella con su cabello lacio y negro
suelto, mi amiga original, la que conocía desde hace tiempo y con quien había
salido varias veces. Con quién además había hecho un juramento.
—¿Te
pasa algo? ¿No tienes apetito? —me preguntó.
Seguía
el murmullo de los comensales riendo y conversando por doquier. Yo seguía
inmóvil en la silla, algo excitado, tratando de darme ánimo para comer mirando
la charola.
—No,
lo que pasa es que no me gusta el pollo. Pero no te preocupes, tal vez con ají
y limón lo puedo pasar.
—Pero
si no te gusta, ¡déjalo!
Me
miró severamente, molesta porque desprecié el pollo. Me recriminó con una voz sutil
pero intranquila, como anticipando lo que se venía. Desde ese momento, sin
saberlo, todo empezó a salirnos mal. A ella se le derramaba la sopa sobre el
pantalón. A mí se me caían al suelo los cubiertos junto al postre. Un desastre
absoluto.
De
pronto, adoptó un aire discreto y sensato. Se puso de pie y fue al baño para
luego volver frente a mí. Quiso decirme algo directamente. La miré en silencio.
Pude notar en sus ojos que había llorado momentos antes. Se quedó quieta
insinuando un secreto y me dijo:
—Nunca
dejaremos de ser amigos. Ojalá lo puedas comprender algún día...
Entonces
se me acercó y me dio un beso en la frente como una imprevisible despedida. Me
abrazó con mucha ternura, lo que empezó a llenar de más dudas mis pensamientos.
En su rostro advertí un destino cruel. Traté de disimular. Ella nunca había
hecho eso. ¡Nunca! La miré con inquietud... ¡Qué débil estaba! Lo que más me
gustaba de ella era ese orgullo, esa altanería laberíntica. Ahora se presentaba
sin guardia, al descubierto, casi desnuda. Me puse temeroso, pero esperanzado,
porque algo presentía.
—Yo
lo sé. Pero toma asiento y termina de comer —le dije.
Se
sentó sin ganas, como si estuviera queriéndose despedir, casi por compromiso.
Encogió las rodillas y apuntó las puntas de sus tacones hacia el otro lado de
su mirada. Cerró los ojos y abultó las mejillas al suspirar. Parecía querer
salir corriendo. Creo que lo que la retuvo de desaparecer fue mi rostro
desolado. Aún era temprano, alrededor de las 2:30 de la tarde.
—Te
he invitado porque tengo que decirte algo. No he sido franca contigo —me dijo.
En
el comedor había mucha luz. Me miraba fijamente, como si allí sucedería algo
extraordinario. Con tanta atención, que tardó en darse cuenta de que yo había
empezado a destrozar el pollo. Levanté la cabeza con un trozo en el tenedor muy
cerca de mi boca. La miré de reojo y, soltando la presa en la charola, le
contesté:
—¿Sobre
qué?... ¿De qué se trata? ¿Tiene que ver conmigo?
Bajó
la mirada y luego miró a su alrededor, como si hubiera reconocido a alguien que
prefirió ignorar. Seguíamos ahí, entre el ruido de risas, pausas y silencios, y
frases burlonas repetidas en todas partes. Alguien ingresó y estallaron
aplausos. Debía ser un dirigente estudiantil. Ella volteó velozmente con la
mirada perdida unos momentos. Luego me miró directo a los ojos sin esperar nada
más.
—Sí.
Es sobre nosotros...
De
pronto sus ojos perdieron la ternura anterior. Ahora su mirada era seria, sin
rubor en las mejillas, como queriendo ser otra, la que se había ensayado cuando
me veía enamorado y condescendiente. Hice un esfuerzo y frunciendo el ceño le
afirmé:
—Sabes,
al inicio dudé y hasta quise irme, te sentía displicente conmigo. Luego
cambiaste y hasta me desconcertó tu beso en la frente. Pero ahora he decidido
quedarme y escucharte.
Me
puse fuerte, aunque titubeaba extrañado. Pensé que se me declararía, que
llegaba el momento de ser al menos enamorados y dejar de jugar con nuestros
sentimientos.
En
ese instante su boca hacía un gesto de duda y sinsabor. Me miró pensando que no
le tomaba importancia. Luego, inflando las mejillas y soltando el aire de
golpe, me dijo:
—Terminémoslo
todo ahora. No quiero ser cortante, pero la verdad es que lo he intentado y no
puedo sentir algo por ti. Este sentimiento es irreversible... No quiero seguir
jugando con tus sentimientos ni con los míos.
No
sé de dónde vino la sensación, pero sentí que todos los estudiantes nos miraban
con curiosidad y se reían de mí. Sus palabras produjeron un efecto de trueno en
mi cabeza, una andanada que golpeó mi corazón y cerebro. Me quedé perplejo. La
reunión se volvió solemne con ella presidiéndola. Yo me quedé quieto, mirándola
mientras ella se echaba atrás un mechón de pelo que le tapaba los ojos y le
molestaba la nariz.
Recordé
el juramento que nos hicimos tiempo atrás, sentados en un banco de granito
circular en un parque, después de salir del cine. “Para siempre juntos a pesar
de todo”. Para ocultar mi confusión, le pregunté:
—¿Cuándo
te diste cuenta? ¿Hoy? ¿Cuándo nos reencontramos? ¿Cuándo?
Quería
que fuera sincera y me dijera absolutamente todo lo que sentía por mí. En
general, se mostraba indiferente, hablándome con altanería chabacana. Hasta
parecía rehuir mis miradas. Pero me lo había dicho con mucha firmeza y gesto
muy serio:
—¡No
siento absolutamente nada por ti! ¡Ya no quiero que me busques!
Quieto
y mudo, trataba de entender el significado de esto. Nunca esperé una afirmación
así. ¿Por qué ahora y con tanta gente? Me lo pudo decir otras veces cuando
insinuó sentir algo por mí. Se le notaba en la cara. ¿Por qué este cambio de
180°? No tenía ganas de pensar más en sus palabras. Era una estupidez eterna,
perenne. El fin de un juramento. El fin de un sentimiento tácito que
compartíamos desde hace tiempo. Ambos lo sabíamos. Sus palabras me destrozaron.
Luego de un desordenado silencio, como pensando en voz alta, le dije:
—Vaya.
¡Qué estupidez tan grande dices! No te reconozco. Me confundes totalmente, te
estás burlando... Tú sabes lo que siento por ti, lo sabes. ¿Por qué esto ahora?
Yo sé que tú sientes lo mismo por mí. ¿Por qué quieres negarlo todo? Tus
palabras son muy duras y crueles.
Ella
esperó por si decía algo más. Seguía muy tiesa, como dando la última estocada.
Cuando terminé de hablar, con voz polvorienta remató:
—Sí.
Todo lo que he dicho es verdad, es lo que siento. Creo que ya no vale la pena
seguir con esto. Por favor, ya no me busques más. ¡Por favor!...
Dijo
algunas otras cosas que ya no escuchaba. Traté de hacerla entrar en razón, pero
volvió a repetir con crueldad sus palabras:
—¡No
siento absolutamente nada por ti! ¿No me comprendes?
Ya
no pude aguantar más y le contesté como si las palabras inundaran un cerebro
troglodita:
—Bueno,
si tú lo has decidido sola y dices que no vale la pena, entonces, que todo se
vaya a la mierda...
Seguido
de un intercambio de palabras, me levanté furioso, empujando la silla y me fui
entre las mesas sin decir más. Al dar el primer paso sentí que todos me miraban
con sonrisas burlonas. La dejé sentada, sola, con las dos charolas casi llenas.
Sentí detrás un ligero golpe de cubiertos cayendo al suelo, pero no volteé.
Iba
zigzagueando cuando pensé por unos momentos: ¿Y si es mentira lo que me dijo?
¿Si tiene otros motivos para destrozarlo todo así? Dudé en volver. Pero me di
cuenta que ahora me importaba un bledo, porque me había castigado con aquellas
palabras que retumbaban en mi cerebro.
Casi
en la salida, volví la cabeza. Mi amiga seguía sentada, con la mirada fija en
la mesa, moviendo la cabeza como un péndulo y pasándose la mano por la frente.
Dudé en volver a besarla frente a todos y regresar al principio, pero mi rabia
por sus palabras era inmensa. Apuré el paso, sintiendo que todo dentro de mí se
agitaba. Veía recuerdos borrosos en mi memoria y me sentía más solo y singular
que nunca.
Decidí
ir a desahogarme donde un amigo. Me hice una pregunta: ¿Qué quería yo? Mi
respuesta era obvia, pero no quise contestarme.
Loro
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