Me
encontraba en mi oficina revisando y firmando algunos documentos de embarque, y
la ventana, cerca de donde yo trabajaba, tenía las cortinas abiertas de par en
par. Estaba esforzándome en consolidar mi idea en el trabajo, y luchando con el
escenario diario al que me enfrentaba. Estaba totalmente fastidiado y
destemplado, con ganas de huir, de escaparme a cualquier parte. Teníamos que
exportar dos máquinas con destino a Colombia, y el agente de aduanas debía
recogerlas al día siguiente. Íbamos retrasados por tener problemas con los
códigos arancelarios, y tuvimos que volver a sacar los Certificados de Origen y
volver a empezar con todos los documentos desde un principio. Pero a pesar de
todo este zafarrancho de cosas, el día seguía claro y cálido, y había mucha luz
por todas partes, y el cielo, como nunca, era una límpida conjugación de
azules, blancos y grises. Eran las 4:35 de la tarde. Sonó el teléfono.
—Hola,
Lorenzo. ¿Estás ocupado?
—Ya
termino. ¿Por qué? ¿En qué te has metido ahora, pusilánime?
—No,
no es nada. Ayer me encontré con Camila y su amiga Esperanza. Te llamaba porque
quiero conversar contigo. ¿Puedes?
—¿Te
has encontrado con Camila? ¡Hum! Pero si ella está desde hace mucho tiempo
fuera del país. ¿Camila te ha llamado? ¿Y por qué te ha llamado a ti y no a mí?
¿Qué habrás hecho ahora, felón? Espérame en “La Ramadita”; estaré en media
hora.
—Ok.
Entonces te espero. Si demoras, voy pidiendo… a tu nombre.
No
le contesté. Colgué el teléfono y apuré las firmas y los sellos a los nuevos documentos
de embarque. Tenía ahora un motivo para largarme de mi oficina, para salir del
maldito y abusivo sistema comercial y su libre comercio.
Al
finalizar, cuando ya me disponía a marcharme, una nueva llamada del Agente hizo
que decidiera quedarme para concluir la tarea iniciada. Así que me armé de
ánimo y proseguí el trabajo. Pasados unos minutos, dejé los papeles a un lado y
me recosté en el respaldo del sillón, dándome un par de palmaditas en la
barriga mientras esbozaba una sonrisa complaciente. Con la mirada en alto,
observé a mi alrededor con una seriedad poco habitual en mí. Extendí los brazos
y por instantes me quedé pensativo, con un enigma rondándome la cabeza. Conocía
a Camila, o al menos eso creía, pero ¿quién era Esperanza? Camila nunca me la
había mencionado, no lograba recordarla. "¿Quién sería esa tal
Esperanza?", me pregunté.
Por
fin terminé con todos los documentos de embarque. Me puse la casaca y salí
hacia el punto de encuentro con Charly, pensando: "Ojalá todo esté
bien", con cierta duda. Mientras caminaba, sentía una mezcla de emociones
y fastidio por la llamada de Charly y la extensa discusión con el Agente de
Aduanas. "Quizás el Agente vuelva a llamarme", se me ocurrió. Así que
me detuve, indeciso sobre si seguir o no. Pero finalmente, agotadas las
posibilidades, decidí continuar mi camino. El lugar de reunión no quedaba lejos
de mi oficina, en cinco minutos caminando llegaba.
Ahora
intentaba pensar en el encuentro que tendría con Charly. Muchas cosas se me
presentaban de golpe en mi cabeza. Así bajaba por la calle, meditando, avanzaba
sin gesticular. Conociendo mi punto débil, estaba seguro de que él me quería
importunar, jorobar la tarde, como lo hacía siempre. Lo consideré como una
molesta distracción, una pérdida de diez minutos, una necesidad de otro
ambiente, de otro entorno.
Cuando
llegué y lo vi sentado, tenía encima de la mesa dos vasos y tres botellas de
cerveza. Detrás de él había un espejo amplio que parecía mirarme atento. Me
quedé absorto cuando me di cuenta de que estábamos vestidos con trajes iguales.
Pero no quise darle importancia. Entonces me acerqué y le miré a los ojos; él
me miró sin sonreír, pero fijamente. En este juego de mirarnos, me descubría a
mí mismo. Exagero, pero lo miraba con fascinación. Al observarlo mejor, me di
cuenta de su drama.
—Hola,
Charly. Con que esas tenemos. No acabo de llegar y ya tienes dos botellas de
cerveza vacías. A ver…, ahora quiero saber para qué me llamaste. Siempre que me
llamas, y lo sé, es para contarme las tonterías que no puedes resolver.
Charly
era un individuo de mediana estatura, trigueño, recio de cuerpo y flaco de piernas.
Se movía con ademanes espasmódicos y agitados cuando se le subían las copas a
la cabeza. Tenía una extraordinaria imaginación y le agregaba a esto un vestir
desaliñado, un cabello lacio y largo, con raya al medio. Su apariencia era una
casual y fortuita concurrencia de prendas que nunca le pregunté el porqué.
Siempre que conversaba conmigo, gesticulaba moviendo los brazos y agitando las
manos, y meneaba la cabeza de un lado a otro, y su voz detonaba unos segundos
para luego volver a un disimulo, bajito y sosegado. Y de vez en cuando,
carraspeaba para aclarar sus palabras, sus ideas y su imaginación. De pies a
cabeza, toda su apariencia era la de un gandul, haragán y negligente; pero en
realidad, Charly era despierto, vivo, astuto e ingenioso.
—Nada,
Lorenzo. Te voy a contar lo que me pasó ayer en la casa de Camila.
—Oye,
pendejo, ¿en la casa de Camila? ¿Qué hacías en la casa de Camila?...
Camila
había sido mi amor imposible desde los quince años, cuando era un perfecto
idiota. Llegado a los veinte, salimos algunas veces y ella siempre trató de
hacerme entrar en razón. Mis ansias por llegar a conocerla eran, por aquel
tiempo, desenfrenadas; y mis pasiones carnales, ralas y dispersas. Mi idealismo
ardiente era de una absoluta espiritualidad en toda intimidad con ella. Camila
era totalmente opuesta a mí. Su pasión siempre desembocaba en alguna pequeña
caricia y palabras libres o indefinibles de amor que nunca llegué a entender.
No dejaba que el tiempo nos impidiera nada, podíamos dejar de vernos dos, tres
meses o un año, pero para ella era como si hubiera sido el día anterior. Cada
cual se repartía ese tiempo, lejos del otro, como mejor le pareciera. Nuestras
charlas eran, pocas veces, animadas y profundas. Ella dominaba a la perfección
el idioma mudo e insuperable. Nació para ser mi maestra y acomodar sus deseos a
los míos. Me manejaba a su antojo. Era muy atractiva y con un rostro singular
desde el cristal del cual yo la miraba. Siempre experimenté con ella una
tranquilidad y unas ganas de sacarle el último segundo a la vida. Pero como
está demostrado y aceptado que las especies se extinguen, de igual manera, la
vida hizo que aquel amor infinito, descomunal, no tuviera la capacidad de
adaptarse y se extinguiera, que nos separáramos y que ella partiera a otro
lugar muy lejano, perdiendo por completo nuestra comunicación.
—Siéntate
y no te exaltes, Lorenzo. No me juzgues antes de contarte lo que sucedió.
—Entonces,
empieza a contar. Soy todo oído.
Charly
levantó el vaso y bebió un sorbo largo; luego, volviéndose a mí y clavando
fijamente sus ojos en los míos, empezó su relato:
Anteanoche,
cuando yo sentía que se agudizaba mi sensibilidad y perdía la cabeza por las
tres botellas de cerveza que bebí, recibí una llamada. Era Camila. Me preguntó
por ti.
—¿Has
visto a Lorenzo? Acabo de llegar a Lima y no he tenido noticias de él. ¿Sabes
por dónde anda?
—No
lo he visto esta semana. Sabes que él siempre para ocupado en su empresa,
tratando de hacer dinero y más dinero de una manera frívola y ajena a cualquier
problema amoroso, romántico o sentimental. Pero si quieres, le doy una
llamadita y le digo que te llame o que te busque.
—No,
no, no. No le digas nada. Ya lo llamaré. ¿Puedes venir un momento a mi casa?
—¡Cómo
no! Deja que me cambie y te voy a visitar. ¿No se molestará Lorenzo?
—¿Y
por qué tiene que molestarse? ¿Qué estás pensando, zopenco? No te estoy
invitando a mi casa para lo que tu cochino cerebro se imagina.
—¡Disculpa!
No fue mi intención.
Me
cambié de ropa y fui a la casa de Camila. La misma en la que te invitó alguna
vez un helado y un trozo de pollo a la brasa. Nunca se lo dijiste, nunca supo
que a ti el pollo no te agradaba y que ni a tu madre se lo habías aceptado antes...
Toqué la puerta varias veces y nadie me abría. Hice el cuarto intento y se
abrió como por arte de magia. No había nadie delante de mí ni detrás de la
puerta. Me quedé asustado. Me dije que algo le había pasado a Camila. Empujé la
puerta y terminé de abrirla. Ingresé unos pasos al interior de la casa. Giré mi
cabeza de izquierda a derecha. Detuve mis movimientos y me quedé paralizado.
Había una mujer de unos 50 años, aproximadamente, sentada, quieta y tendida en
un sofá.
—¡Adelante...!
Tú debes ser Charly, el amigo de Lorenzo. ¡Pasa...!
Era
una mujer de tez clara y facciones suaves, de mediana estatura, de pecho
regular, parejo; piernas largas y cadera tersa; ojos marrones e inexpresivos
que se ubicaban detrás de unas gafas; cabellos negros y lacios, peinado con
mucho esmero. Su vestido colorido y sencillo era agradable a mi vista: pantalón
blanco y blusa colorida, con dos colores que se diferenciaban de los demás: un
rosado y un verde.
—Hola,
qué tal. ¡Buenas tardes! Sí, soy el amigo de Lorenzo. ¿Se encuentra Camila?
—Toma
asiento. Ella no está. Salió con Lorenzo. Bueno, eso fue lo que me dijo muy
rápidamente; tocaron a la puerta y salió desesperada a recibirlo. Después de
que te llamó, llamó a Lorenzo y quedaron en salir a las 4:30 de la tarde.
No
entendía nada. Estaba totalmente desubicado, trastornado. ¡Tú habías salido con
Camila! No podía ser. Era imposible; yo lo habría sabido antes que cualquiera.
Me senté frente a ella; me sonrió y se acomodó en el sofá. No sé, pero yo me
sentía muy satisfecho; había por fin una mujer con la que me sentía perfecto,
completo. Sus palabras no mostraban ninguna coquetería personal, ningún
flirteo. Me preguntó si había seguido leyendo a Dostoievski. Le dije que de vez
en cuando; sonrió, moviendo la cabeza, y luego bajó confidencialmente el
rostro. Era como si me conociera realmente. De pronto, me miró fijamente y
elevó la voz preguntándome por un libro en específico. A continuación, nos
pusimos a hablar de Bukowski, de sus obras en general y de una que teníamos en
común. Hasta coincidimos en algunos detalles. Tanto que lo describíamos con el
tono exacto, como si aquello se hubiera grabado en nuestra memoria. Había
muchos detalles e ideas desconcertantes que soltábamos sin contención.
Escuchaba la franqueza de sus palabras, siempre en el tiempo preciso, muy atenta
a las mías. Me dijo:
—¿Puedes
poner un poco de música? ¡Toma! Por favor, pon esto en la radio que está allá…
Me
dio una memoria USB. Me dirigí al aparador donde estaba la radio, y la encendí.
Clavé la memoria USB y empezó a sonar la música de Silvio Rodríguez. Recordé la
canción. ¡Claro! Era aquella que a ti también te gusta, Lorenzo: "No
aparezcas más sin avisar". Volví mis ojos hacia ella; sonrió, como quien
te da un gesto de aprobación. Silvio nos acompañó, entonces, mientras
conversábamos.
—En
el aparador también hay una botella de vino tinto, y debajo están las copas.
Sírvame una…; y sírvete. Supongo que le gusta el vino.
Sentía
que el usted con el tú se confundían de una manera franca y sincera. Flotaba en
el ambiente una especie de atractivo exclusivo, básico; diría que hasta privativo
e íntimo. Hasta empezaba a percibir, con mayor intensidad, sus movimientos y
sus olores; pero no podía dejar que ella se enterara, que ella sospechara.
Dejamos
a Bukowski y empezamos a conjeturar sobre la actitud de valentía, resolución y
cobardía que genera el amor en los seres humanos. Nuestra conversación empezó
siendo simple, hasta diría peculiar; pero a los minutos se hizo totalmente
expansiva, como si tuviéramos en nuestras manos una bomba nuclear.
Ya
a esa hora estaba intranquilo; el vino se había cruzado en mi cerebro con las
tres botellas de cervezas que antes había tomado, y estaban haciendo estragos.
Mi excitación volaba por los aires; que ya era bastante. Ella me miró algo
inquieta, se quedó pensando, y dijo al cabo de unos instantes:
—Ya
que estamos hablando de esto, te quiero confesar un secreto. ¿Sabes que una vez
tuve relaciones amorosas y carnales?
Volví
mi mirada hacia ella y la observé con sorpresa y desconcierto. Tumbó el cuerpo
y se recostó con la cabeza echada hacia atrás, moviendo el vaso de un lado a
otro, lo movía con un deseo o ansia de agitación. Sus gafas vestían a sus
pequeños y achinados ojos que contemplaban algún lugar de la habitación, como
si buscaran atrapar algún recuerdo cuántico.
—¿Tú…,
disculpa, usted ha tenido una relación carnal y amorosa? No me la imagino ni me
atrevo a idear. ¿Puedo saber quién fue el afortunado?
—¿Qué
no te imaginas? Y deja el usted que no me hace gracia. Debes saber que yo te
conozco, y tú a mí, desde muy atrás… que ya te has olvidado... Además, Camila
me ha contado todo de ti y me ha refrescado la memoria. Anoche, en su cuarto,
cuando estaba a solas, me ha dicho que siempre has estado enamorado de ella y
que tú nunca te atreviste a decírselo… No, no trates de imaginar nada. No lo
entenderías... Pero sé que tú conoces al afortunado.
—¿Qué?,
¿tú me conoces? Me es difícil idearlo… ¿Y cuál fue el interés de Camila en
contártelo, en refrescar tu memoria? ¿Qué conozco al fulano que fue carnal y
amoroso contigo? Me dejas intrigado.
Sonreí.
Porque me di cuenta de que ella no estaba pensando por su cuenta, no me parecía
lógico. Se creía muy lista. No sé por qué, pero mis dedos empezaron a
tamborilear mi rodilla. Por eso dejé de mirarla y agaché mi cabeza en una
acción involuntaria. La habitación se me hizo pequeña, estaba atrapado sin
saber el porqué. Estaba allí, sola conmigo, y no dejaba de mirarme; me
examinaba con una postura expectante y deseosa.
—No
es que sea posible. Lo conoces, y creo que mejor que Camila. Ella siempre
estuvo enamorada de Lorenzo. ¿Él…?, no sé; no lo creo, siempre dudé de su amor
por Camila. Pero tú sí. Tú siempre has amado a Camila, en silencio y en
secreto. Eso sí lo puedo afirmar y te lo puedo refregar en tu tonta cara.
El
acento que puso en cada palabra logró que mis dedos se agitaran con más rapidez
y golpearan con más fuerza mis rodillas.
—Mira,
no sé, pero esto me interesa porque me ha sorprendido y me ha dejado totalmente
desubicado. Estoy un poco lerdo. ¿Puedes explicarme con más detalles lo que me
estás diciendo? ¿Quieres un poco más de vino?
—Ok
—contestó de golpe, sin moverse de su sitio.
Me
puse en pie y me dirigí hasta el aparador, sirviendo vino para los dos. Cogí mi
vaso y de un sorbo largo vacié el contenido. Volví a llenarlo y regresé en
silencio. Parado frente a ella, alargué mi brazo y le entregué el suyo; no
quise sentarme.
—¿Quieres
que te cuente paso por paso? Ok. Toma asiento que puedes trastabillar y caer.
Sí, te lo voy a narrar con lujo de detalles. Espero poder confiártelo todo y
espero que seas para mí un gran apoyo.
Bruscamente
tomé asiento en el sillón y me volví hacia ella; la vi dar un pequeño sorbo a
su vaso. Yo apuré el mío de un solo trago. Me puse en pie y fui en busca de la
botella. Hasta ahí perdí la cuenta de lo que había bebido. Me volví a sentar
lentamente. Quedé otra vez frente a ella, y no dejaba de mirarla con
interrogación. Tenía en el rostro una expresión seria y pensativa.
Sin
más, empezó a relatar los pormenores, punto por punto. Inició su relato de esta
manera:
—Voy
a empezar cuando te conocí por primera vez, y hace de esto ya 35 años. Te vi a
diez metros, no estabas muy lejos. Entonces ya no pude más y fui a tu
encuentro. Te sorprendí con mi saludo. Estabas sentado en el fondo, en una de
las carpetas del salón de clases, resolviendo algunos problemas geométricos;
distraído para el resto del mundo. No lo puedo negar, yo también me sorprendí
al encontrarte nuevamente. Llevaba en mis manos un paquete de galletas que
quise invitarte, pero se me olvidó en el momento. ¿Recuerdas? Fue la primera
vez que charlamos a solas por unos minutos. Después no sé qué te pasó, porque
me rehuías, me esquivabas y dejaste de hablarme. Al principio pensé que lo
hacías porque tenías miedo de que los chicos confundieran tu amistad conmigo y
te molestaran. Pero luego me di cuenta de que no era eso, sino que yo te
gustaba. ¿Por qué no me lo dijiste?... ¡No, no digas nada ahora!... Bueno, ya
no hay mucho que comentar sobre ese año. Prosigamos; terminamos el colegio y no
te volví a ver sino hasta aquel día: estabas parado y con un cuaderno en la
mano...
—¿Cómo?
—la interrumpí. Me encontraba perplejo, confuso. Me hablaba de un mundo
perdido. Estaba creando dinosaurios mediante teleportación cuántica.
Definitivamente me hizo sentir como un lagarto antes del cretáceo, me había
enviado hasta el jurásico.
—Ya
conozco de memoria esa historia. Lorenzo me la ha contado un millón de veces.
Es la historia de Lorenzo y Camila, no es la mía ni la tuya. Hoy es la primera
vez que nos vemos; aunque me parece que te conozco de hace mucho tiempo. Me agrada,
sobremanera, conversar contigo, me siento bien. Pero, por qué esta mezcla y
esta confusión de las cosas. No te entiendo nada; estoy más enredado que al
principio.
Agarró
la botella y se llenó el vaso. Hizo lo mismo con el mío. Bebió un sorbo lentamente
y se quedó pensando.
—¿Qué
pasa? Te has quedado callada...
—¿No
lo entiendes? ¿Por qué crees que Lorenzo vino a buscar a Camila y salieron a
revolverlo todo? ¿Desde cuándo eres el amigo o la sombra de Lorenzo? ¿Crees que
Lorenzo ama a Camila hoy, en este momento? ¡No! ¡No! Lorenzo no ama a Camila,
se está burlando de ella, él quiere hacer añicos, trozos, ese pasado que le
duele y en donde nunca fue ganador. Le duele el haber perdido, el haber salido
por las patas de los caballos por no conseguir lo que se propuso. Si conoces a
Lorenzo, sabes que todo lo que se propuso lo ha obtenido; todo, todo menos eso.
Sin embargo, tú… sí, tú sigues amando a Camila. ¿No es cierto?
Apoyando
las manos sobre el sillón, levanté la cabeza y la miré como si fuera casual. Ella
se quedó quieta, mirándome fijamente. Me sentía bien, porque tenía razón en lo
que refería a mis sentimientos por Camila. Me agradó que me lo dijera y que me
lo hiciera recordar. Para ella, yo era un buen chico y tú el chico malo. Eso me
encantaba. Me puse a defender a Camila y le dije.
—Tú
crees que Camila es una boba, una tonta. Creo que te equivocas. Yo creo todo lo
contrario, que Camila quiere demoler ese pasado, hundirlo hasta hacerlo
desaparecer. Y si yo la amo actualmente, qué importancia tiene. Tú crees que
podría hacer algo para cambiar la historia. ¡No! No puedo hacer nada. Camila
ama a Lorenzo; y sé, y en eso no te equivocas, que Lorenzo no ama a Camila. Y
te puedo asegurar que nunca la amó ni la quiso; de eso sí estoy seguro. Camila
representó para él solo un capricho, una obsesión más en su vida. El perdió y
eso es lo que le duele en el alma. Nunca se lo perdonará a Camila; esa es su
gran contrariedad, su trastorno. Y como buen kantiano que es, aunque él lo
niegue y diga que es ateo, cree en la inmortalidad del alma, no se resigna a
dejarlo morir del todo. En resumen, está jodido.
Te
estaba dando en el suelo, quería vengarme de ti.
Ella
se quedó pensativa, callada. Yo la quedé mirando tiernamente por un buen rato,
no apartaba mi vista de su rostro. Y en cada minuto que pasaba la veía más
bella, más agradable a mis ojos. Ella tenía razón, tú siempre fuiste un
calculador de pacotilla, un mequetrefe, un petulante. Me llamabas siempre para
resolver tus cuitas, tu desventura. ¿Cuándo has querido a alguien? Por tu culpa
me había enamorado de Camila. Me hablabas tanto de ella que, al final, me
jodiste el cerebro y la vida...
Dejé
de mirarla, me puse en pie y me acerqué a ella; me senté a su lado. Volví la
cabeza hacia la mesita de centro y me percaté de que la botella de vino estaba
vacía. Mejor dicho, de que dos botellas de vino estaban vacías. Tal vez por
eso, mis instintos perversos se rebelaban; quería ser como tú en esos minutos
de magia y fiebre intensa: duro, insensible y calculador. Arriesgarme a una
entrega pasional, entregarme a aquella mujer sin pensar en las consecuencias
que eso originaría. La deseaba, estaba totalmente excitado y mi corazón latía a
mil por hora.
—Te
puedo hacer una pregunta— le dije, con la lengua medio trabada y mi garganta
queriendo gritar —. ¿Gozaste cuando él te hizo el amor, te divertiste mucho, lo
disfrutaste?
—¡Claro,
y mucho!
—¿Te
atreverías a revivir aquella experiencia?
—Por
supuesto, en absoluto.
Me
acerqué más, y con mis manos cóncavas cogí la suyas. No parecía nerviosa,
porque sonreía tiernamente y de manera inconsciente, accidental. Se lo dije, le
pregunté osada e impetuosamente:
—¿Crees
que podrías revivir ese día conmigo? ¿Tú te atreverías?
Con
el rostro distorsionado, se llevó la mano a la nariz.
—¿Cómo
puedes? Eso sería el fin, Charly. Sería el fin de ambos. ¿Quieres dejar de
existir? ¿Cómo ha sido posible que llegáramos a esto? No, no, no. Nuestras
relaciones son y tienen que ser únicamente espirituales, exclusivamente de
corazón.
—Deja
esas boberías, no te hagas la mojigata nuevamente. Acabo de recordarte, sé
quién eres y dónde te conocí. ¿Por qué no?... a ver, dime... ¿Por qué no? Te me
has insinuado toda la tarde y ahora me dices que no. Me interesa un pepino si
después de esto desaparecemos para siempre. Creo que es mejor que seguir
viviendo como fantasmas, detrás de dos idiotas que no saben lo que quieren. Tú
y yo sí lo sabemos. Siempre te he amado y tú a mí, no me lo puedes negar... No
creo que ahora, después de tanto tiempo, te atrevas a darme calabazas.
Quería
decirle muchas cosas más, pero dejé de hablar, porque de pronto la vi suspirar
casi sin aliento. Todo allí era raro, pero me gustaba esta nueva relación tan
maravillosamente íntima. Creo que a ella también, ya que noté en su rostro
mucha satisfacción por mis palabras. Tomó aire y meneó la cabeza
afirmativamente, y sin mesura, me miró por primera vez con sensualidad. Luego
se acomodó en el sillón y estiró los brazos con las manos abiertas y en un
amplio ademán. Alzando la voz, me dijo.
—Tienes
mucha razón; por qué nos deben de importar esos dos engreídos que nos han hecho
tanto daño. Ahora estamos solos, sin esos necios que afligieron nuestro
destino. Quiero salir de aquí, irme lejos, contigo y para siempre; irnos a
algún lugar en el que ellos no nos encuentren.
Nos
pusimos en pie, el suelo se nos movía un poco; cruzamos la habitación, abrimos
la puerta y salimos. Nos alejamos apurando el paso. A esa hora garuaba y el día
estaba nublado y cálido. Inmediatamente paré un taxi para dirigirnos al lugar
que debimos visitar desde un principio. Recorrimos el trayecto, callados y sin
saber qué decir. El tiempo parecía transcurrir rápidamente. Sin darnos cuenta,
llegamos a un hotel que ya conocíamos, pero al cual nunca ingresamos. Hice
rápidamente los trámites y luego nos dirigimos a un ascensor en la que había
una pareja que se nos quedó viendo. El ascensor comenzó a ascender. Ella acercó
sus labios a mi oído y suspiró:
—Creo
que voy a sucumbir en el intento; me siento turbada. ¡Abrázame, Charly!
Al
rato, el ascensor se detuvo. La puerta se abrió lentamente. Parado cerca al
umbral nos esperaba un jovencito de uniforme rojo y gorrita cómica, del mismo
color, que nos saludó amablemente. Nos dijo: “señores, por acá, acompáñenme”.
Entonces nos guio hasta una habitación que tenía la puerta abierta. Mientras lo
seguíamos, ella erguía los hombros y tomaba bocanadas de aire. Cuando la miré,
sonrío con nerviosismo, y me dio unos golpecitos en la barriga. Ingresamos por
fin. Ya en el interior, sentada en la cama, tenía una sonrisa agradable, fresca
y animada. La que la presentaba muy seductora. Una luz clara iluminaba todo el
pequeño cuarto. Y en mí el miedo todavía estaba presente, como un vacío
ruidoso. Reaccioné y dejé mis temores al cerrar la puerta y poner el seguro.
—Sin
dudas esta será la manera de terminarlo todo, Charly. Ellos son los más duros,
los más crueles y los más estúpidos que he conocido.
—Por
favor, no hablemos más que el tiempo es tan corto. ¡Que se vayan al infierno
Lorenzo y Camila! Sabes, nunca podrán detenernos otra vez. Solo se puede morir
una sola vez, y si debemos de expirar que sea esta la forma. ¡Esto debe ser un
saludo que intercambian dos almas!
—Lo
que pasa Charly es que nosotros seguimos siendo niños, aunque tengamos
cincuenta años, y creo que para toda la vida. Se supone que no debo de
mencionarlo, sería más elegante si solo te digo que ya no me encuentro
asustada. Ya no quiero hablar, tienes mucha razón. No hay placer si se habla
mucho del tema. ¿Puedes acercarte y darme el beso que siempre tuviste miedo de
darme? Dejemos la luz encendida, quiero verlo todo. ¿No crees que ya le dimos
mucho tiempo y que ahora tenga que ser eternidad?
Mientras
me acercaba lentamente, la pude ver con el cabello distendido. Su rostro
dibujaba la belleza angelical que siempre adoré. La empecé a besar y sentía su
corazón latir fuertemente; su boca estaba seca, pero no de miedo, sino de
excitación. Sacudió la cabeza en una pequeña convulsión; sus manos apretaban mi
cuello y no querían soltarlo; ella tenía los ojos cerrados y yo no dejaba de
mirarla. Estábamos ahora de rodillas en la cama. Entonces, se echó hacia atrás,
me cogió de la cintura y me tiró sobre ella. Sus cabellos, esparcidos, llenaban
la sábana rítmicamente. No dejábamos de besarnos. El mundo entero estaba lejos
de allí, afuera, y no nos importaba. Solo estábamos ella y yo. Simplemente no
podíamos creerlo. Yo no esperaba oír ninguna voz, ningún jadeo o gemido. Pero
eso era imposible, no lo podíamos evitar.
Nuestras
manos empezaron a acariciar y toquetear el cuerpo del otro, mientras nuestros
vestidos empezaron a desaparecer lenta, pero de manera agitada. Nos quedamos
desnudos y libres totalmente. Nos separamos por unos segundos; entonces la vi
entera, completa: tenía unos senos renacentistas, confortadores, y un trasero
idílico, campestre y cadencioso; debajo de su ombligo tenía un pequeño lunar
que se confundía con su crespo vello negro, brillante, ondeado y sinuoso; ¡qué
cositas más lindas y atrevidas! Agazapado, me puse enfrente de ella, de
rodillas y al pie de la cama; cuando sus piernas se entrecruzaron por encima de
mis hombros, divisé mi objetivo; y mi trabajo empezó, porque mis manos palpaban
y apretaban sus muslos, llegando hasta su cintura y volviendo hasta sus
rodillas; y mi lengua no paraba de toquetear su frágil y húmeda glándula
sensual y sensitiva. La sentía agitarse y convulsionar sin poder detenerse.
De
pronto, levantó sus manos, me cogió fuertemente de los cabellos y dio un clamor
de zenzontle...
—¡La
puedes parar Charly!...
De
un sonoro grito detuve el relato de Charly. Yo estaba con algunos tragos, pero
sobrio. Charly, no. Estaba pasado de copas e insistía en culminar su relato. Le
dije que no, que ya había escuchado lo suficiente y que quería volver a la
oficina, porque tenía que contestar unos correos a mis clientes. Que estaba
retrasado y que los negocios no son fantasía, sino la triste y pura realidad, y
que los pedidos se cierran con anticipación, que no esperan treinta y cinco
años titubeando y dudando ser o no ser. Solo se hace o no se hace, y punto.
Me
puse en pie acercándome a él y le di un abrazo fuerte y de amigos. Los de las
otras mesas nos miraban con curiosidad, como si miraran a dos locos en una
conjunción íntima o de dichosa coincidencia. No dejaban de mirarnos, y en
especial a mí. Me sentí avergonzado por la proximidad de sus miradas. No me
importó.
—Déjalo
como está. Déjalo ahí. No cambias Charly, si no fuera por mí qué sería de tu
vida. Olvídate ya de esa bobería. El sentimentalismo déjalo para la gente que
no tiene nada que hacer... Charly, amigo, el amor es y será siempre un
fantasma; todo el mundo hablará de él, pero pocos serán los que lo hayan visto.
Y si tú lo has visto, ya te jodiste... Pero no me jodas a mí. Mira tú, ¿de qué
bobada me estás hablando, ahora? ¿Qué disparate es esta amalgama de emociones y
fantasmas? ¿Qué tengo que ver yo en esta historia melodramática, trágica y
espeluznante? ¿Cuántas botellas de cerveza te has bebido, pendejo, que alucinas
todas estas rimbombantes tonterías? Yo nunca fui a buscar a Camila. Su amiga te
ha engañado. Los que han salido son ustedes. Y si lo lograste, bien por ello.
Te felicito; pero deja a Lorenzo lejos, muy lejos, que él tiene sus propios
fantasmas y que no tienen nada que ver con Camila... Camila ya se estableció en
la vida con un certificado de existencia que no es la mía. Ahora, mejor voy a
despedirte, y no sé por qué no lo hice antes, será porque tienes tu propio
método de hacerte necesario y a uno lo deja triste tu tristeza. Sales con cada
disparate cuando me ves sereno y amable. Mejor ve tranquilo, sin despertar a
nadie, sin despertar tu loca quimera. Déjalo como está. Por favor, deja que
cada uno continúe con sus vidas, como si nada hubiera pasado. Y si la vuelvo a
ver, allí conversaremos y tal vez te lo cuente. Yo no sé los motivos por el
cual dejó el país. Tampoco quiero averiguarlo. A Camila le alegra mucho que me
haya casado y que tenga unos hijos, los cuales son hermosos, y una preciosa y
buena esposa.
Se
quedó callado. Estaba llorando... No quiso hablar más. Se alejó de mi abrazo...
Se puso en pie, se me quedó mirando, estaba tambaleándose, parado, en el mismo
lugar, como si estuviera muriendo. Me sentí adormecido cuando me volvió a
abrazar.
Se
atrevió a contestarme:
—Sabes
Lorenzo, eres un imbécil. Cuando regresamos a la casa de Camila, ella estaba
allí; estaba feliz, pero con unas lágrimas que resbalaban por entre sus
mejillas. A penas me vio me abrazó y no preguntó por ti, por primera vez no te
mencionó. Su amiga ya no estaba, empecé a buscarla mirando alrededor, pero no
la encontré. Había desaparecido de la misma forma en que apareció. Me quedé con
Camila un rato más, nos sentamos y empezamos a platicar como si nos hubiéramos
encontrado temprano y salido juntos.
Tú
tienes toda la razón, Camila nunca salió contigo; ella salió conmigo. Tú jamás
hubieras hecho lo que yo hice, ¡nunca!, ¡nunca! Y, para terminar, solo te voy a
decir algo que ella me dijo que te dijera; fue al final de aquel bello y
agradable encuentro; es un párrafo de Dostoievski:
"Yo
le quiero a él, pero esto pasará, esto tiene que pasar. Es imposible que no
pase, está pasando ya, lo siento... ¿Quién sabe? Quizá termine hoy mismo,
porque le odio, porque se ha reído de mí, mientras que usted ha llorado aquí
conmigo".
Loro