Salí de mi casa y luego tomé el primer ómnibus que me llevaría al
trabajo. El vehículo tomó varias curvas y observé lo de siempre. Dentro, la
gente parecía asfixiarse, aunque algunos tenían rostros alegres, como si la
vida les fuera indiferente. Otro pasajero hojeaba un periódico y masticaba
groseramente un chicle. Una mujer de mediana edad conversaba animadamente con
un hombre pelado y barbudo que llevaba puesto un traje viejo y descolorido. Al
final, suspiré para mí y dejé de mirarlos.
La puerta se abrió y bajé. Ahora estaba otra vez aquí, de regreso
al mismo lugar como todos los días. Todo parecía seguir igual. Excepto que mi
mejor amiga ya no estaba. Ella y otras tres personas no soportaron el trajín ni
el sueldo de hambre y renunciaron; inmediatamente fueron reemplazadas por otro
grupo con "mayores ganas de trabajar". Siempre ocurría lo mismo. Los
jefes nunca hablaban de esas cosas conmigo. Me obligaban a estar sola,
ignorándome. Tal vez yo también los ignoraba a ellos, a estos que piensan que
pueden hacer lo que se les dé la gana. Nunca comentaban nada; eran unos
arribistas de medio pelo. La empresa crecía día a día, pero siempre los sueldos
seguían igual.
Recuerdo que cuando ya llevaba unos seis meses en el trabajo,
hablé con el jefe de área.
—Mira —le dije—, las chicas no quieren trabajar porque el sueldo
está muy bajo. No les alcanza para vivir.
Me miró con una indiferencia tan estúpida, que no aguanté. Sin
esperar una respuesta, salí de su oficina. Me propuse renunciar; aunque sabía
que ese no era el momento, así que me contuve.
—Sí. No puedo hacer otra cosa. Eso es lo que la empresa puede
ofrecer. La crisis está muy fuerte —me dijo al día siguiente, cuando me
encontró en el ascensor.
Luego, levantó la cabeza y me miró bajo sus depiladas cejas,
cubiertas por unas gafas de un color horrible, chillón.
—Si le doy un aumento a usted, los demás van a querer lo mismo. Y
no estamos en condiciones de ofrecerles nada —añadió.
No respondí. Pero pensé: "Dios mío, aquí no hay futuro. Si
sigo en este trabajo, entonces nunca podré comprar nada ni ahorrar nada".
No me dije nada más porque cuando uno sabe trabajar, no mendiga un sueldo...
Los jefes disfrutaban con sus carros, saliendo y entrando a toda
velocidad, dándose la gran vida. Entonces me dije: "hasta aquí no
más".
Pero también había otros, los chupamedias, los que hacen cualquier
cosa con tal de que el jefecito los mime. En pocas palabras, los idiotas. Recuerdo
uno con mucha nitidez, girando en torno a mí. Yo tenía un sitio donde me
gustaba almorzar; era un restaurante que quedaba a media cuadra de la empresa.
Cada vez que llegaba, él me rodeaba.
Otro día, yo estaba parada en el umbral de la puerta, observando
dónde me iba a sentar. Entonces escuché un silbido estúpido y desagradable. Era
él. Se me acercó y me dijo:
—¿Puedo acompañarte a almorzar?
Pensó que era su mascota, alguien a quien él podía silbar y luego
invitar. Así, ocurrió varias veces. Pero yo nunca le contestaba. Lo ignoraba.
Este tipo de gente se me apegaba y apretaba mis movimientos sin yo buscarlos.
Giraban como moscas, como zancudos fastidiosos.
Me pasaba otra vez lo mismo con un muchacho de muy buena
presencia, pero todo un estúpido cuando me hablaba. La empresa estaba llena de
estos individuos mediocres. Yo quería vivir sola, siempre me sentí mejor
estando sola, tranquila, y con un espacio propio para mí. Era incómodo tenerlos
revoloteando a cada instante, en el trabajo, o mientras almorzaba en aquel
restaurante que luego me dejó un gran recuerdo.
Siendo así las cosas, uno puede imaginar que mi vida era monótona.
Y tendría toda la razón. Pero ese día ocurrió algo que me sacó de la rutina.
Esto pasó:
Hacía mucho que no lo veía. Se fue al interior del país para hacer
unas prácticas en una mina que no sé cuál fue; él nunca me lo dijo. Aunque
recordaba que le había dado el teléfono de mi oficina un día que se atrevió a
llamarme. De eso hacía como cuatro meses.
Era un lunes de 1984, el mes no recuerdo. Sonó el teléfono.
—Aló. Sí, ¿con quién tengo el gusto?
—Qué tal, buenas. Me podría comunicar con la Srta. Bety.
—Sí, con ella habla. ¿En qué le puedo servir?
—Hola, ¿cómo estás? Soy Charly. No creo que te hayas olvidado de
mí.
—¡Holaaaa! Cómo estás, ingrato. ¿Qué ha sido de tu vida?
Se quedó en silencio por un rato.
—Ya estoy en Lima, ¿te puedo invitar a salir?
Lo dijo dudando, y creyendo que no le iba a aceptar.
—¡Tú dirás!, pero ahora estoy en el trabajo, como puedes ver.
Me emocionó su llamada. Por eso le contesté con voz serena,
tratando de disimular. Entonces me dije para mí misma: "con tantos
estúpidos rodeándome en el trabajo él era lo que yo esperaba para salir de
ellos".
—Por qué no te vienes, yo salgo a las seis de la tarde y nos vamos
por ahí.
—Mejor voy a buscarte ahora y salimos a almorzar. ¿Qué te parece?
No lo dudé. Le dije que sí, que estaba bien, que viniera y
saliéramos a almorzar.
El que una vez fue mi amigo en el colegio, y que era unos meses
mayor que yo, siempre tuvo un no sé qué, eso que a una lo atrae y lo aleja;
siempre me gustó su presencia y su conversación. Siempre bromeando, bromeando
incluso con la verdad de lo que sentía por mí. Me gustaba de él ese sentimiento
tonto e indeciso; ese no saber qué quería. Creo que siempre me quiso libre. O
tal vez él quería sentirse libre de mí. Habíamos salido varias veces cuando
estábamos en la universidad y también participado en alguna que otra reunión.
Pero luego nos distanciamos por causa del trabajo y de los estudios.
Desapareció de un momento a otro. Por eso no nos habíamos comunicado hasta
aquel día que me llamó por teléfono a mi casa y le di el número de mi oficina.
Había muchos recuerdos, demasiados momentos agradables y trágicos también. En
verdad lo extrañaba, extrañaba su manera de ser, su hacer de la vida una cosa
tan simple, sin compromisos.
Yo estaba conversando esa tarde con una amiga de trabajo cuando
llegó el conserje y me dijo que me buscaba una persona. Por supuesto que sabía
que era Charly. Ya era hora de salir a almorzar.
—Por favor, dile que suba... Y que pase.
Me puse algo nerviosa, no lo dudo, y no tenía ni la menor idea de
cómo iba a reaccionar cuando subiera y me encontrara sentada en el sillón de mi
oficina. Sin proponérmelo, se me vino a la memoria aquel día que estuve con él
en una parrillada organizada por mi facultad; cuando nos tumbamos sobre el
césped y Charly cayó de espaldas; se quedó tendido sobre la hierba con sus dos
brazos extendidos en cruz, como si fuera un Cristo pobre y lampiño; y que tuve
que besarlo cogiéndole de los cabellos...
La puerta de mi oficina se abrió y metió la cabeza. Era él. Asentí y lo dejó pasar. Se detuvo en el umbral, parado, como
esperando algo. Tenía en una de sus manos un cofrecito de color violeta. Estaba
ahí, frente a mí, con las cejas curvadas y una sonrisa que yo conocía.
—Hola, Bety. ¿Cómo estás? Es bonito volver a la ciudad y
reencontrarme con una vieja amiga.
Lo de vieja amiga me lo aguanté, aunque no me hizo mucha gracia.
Charly, ¿qué ha sido de tu hermosa vida? Eres un ingrato.
Desapareces y ni siquiera una carta, una llamada... Siéntate, toma asiento.
¿Has estado en el fin del mundo?
Sacudió la cabeza, se puso a reír, se cogió la barbilla y
lentamente se sentó. Vi que guardó el cofrecito en uno de los bolsillos de su
casaca.
—Ven aquí y pon sobre mi escritorio lo que has guardado en tu
bolsillo.
—Está bien, pero dame tu mano.
Charly se acercó y puso el cofrecito sobre la palma de mi mano. Yo
tenía las manos marcadas de tinta. Giré a la izquierda y me coloqué en
diagonal. Él pareció sorprenderse.
—¿Por qué tiemblas? Aún me tienes miedo. No voy a volver a leer tu
mano. No te preocupes.
Soltó una sonrisita y lo miré con una mirada complaciente. No
sabía qué decirle. Él me dijo que era el mismo cofrecito que me ofreció años
atrás y que yo no quise aceptar por amor propio.
—Esto es tuyo, lo he guardado buscando un momento como este para
devolvértelo.
—Tú no cambias. ¿Qué esperas que te diga?
—No. Nada, solo estoy devolviendo algo que no me pertenece.
Cuando me lo quitó y abrió el cofrecito, me di cuenta de que me
temblaban las manos y también los brazos.
—Date vuelta.
—¡Hum!
Entonces sacó una medallita dorada y me la puso al cuello. Cuando
la giré, vi que el dije llevaba grabadas mis iniciales.
—HUM... Interesante. Gracias. No puedo decir que no. ¡Gracias en
verdad! Además, es mío. No terminas de sorprenderme.
Dispuse mis cosas, mis papeles, y dejé lo demás sobre el
escritorio. Estaba feliz con la cadenita y su dije. Estaba de buen humor y
relajada.
—Ok, ¿a dónde me vas a llevar?
Él esbozó una sonrisa de niño y se quedó mudo por un instante.
Luego desapareció de su rostro la expresión de inseguridad y puso una más
despreocupada.
—No sé, ¿qué te parece si vamos al mismo sitio de nuestra primera
vez?
—No fanfarronees..., soñador. ¿Te has acostado siquiera alguna
vez?
—¡Eh! Lo digo por lo de la primera vez que salimos al cine. El
restaurante queda al frente. Pero si tú quieres, también podríamos ir...
Depende de ti.
Se estaba burlando de mí como siempre lo hacía, con sus frases de
doble sentido. Me dieron ganas de decirle que sí, de buscar su puerta falsa por
donde siempre se me escapaba, de retarlo hasta las últimas consecuencias. Pero
me contuve.
—Así que así son las cosas. Estás rompiendo todos los récords que
te he conocido. ¡Mira! ¡Mira! Has venido con el sable desenvainado. ¿Eres tú,
Charly? Te desconozco.
Traté de burlarme, pero no dejaba de pensar: "¿No será que todo lo que haces es, al final de cuentas, para llevarme al supuesto y soñado hotel de nuestra primera vez?". Me pescó haciéndole una mueca. No me había dado cuenta.
—¡Eh, Bety! ¿En qué parte de la tierra te encuentras? ¿En qué
piensas? Seguro que te estás burlando de mí en el interior de tus pensamientos.
Cómo quisiera estar en esa cabecita.
Hablaba y hablaba, y hablaba. Por fin demostraba alguna debilidad.
Creo que mi amigo estaba desarmado en ese momento. Frunciendo la boca, se quedó
mirando mi cara. Lo quedé mirando también; no me importaba. Todo lo que quería
era irme a almorzar con él y hablar de todo y de nada como siempre. En
realidad, nos teníamos mucho miedo. No era alguien a quien pudiera decirle cosas
feas y, además, no nos haría sentirnos mejor. Siempre fue así, risueño y
coqueto, aunque introvertido. Pero ahí, lo único que quería era estar lo más
cerca posible de él, deseaba mirar esos labios que besé dos veces, esa boquita
abierta hablándome de todo y nunca de lo que yo quería. Siempre le rehuía
porque no podía derrotar a Charly. Sabía que él tenía una puerta falsa por
donde se me escaparía. Esa puerta que nunca pude cerrar con cadenas y cerrojos,
aquella que se hallaba siempre abierta por donde fugaba de mis preguntas y sus
verdaderas intenciones.
—Creo que en Marte, con un marciano que siempre me habla de su
platillo volador.
—¡Ah! ¡Qué bien!
Me siguió la corriente con una desfachatez y con un humor casi
descortés.
Tras muchas palabras y bromas, llegamos al restaurante. Parados en
la puerta, pude divisar a los idiotas de mi trabajo; estaban sentados alrededor
de una mesa. Al darse cuenta de nuestra presencia, uno de ellos se puso en pie
y se nos acercó.
—Hola, Bety, ¿por qué tan solita?
No lo miré, lo ignoré por completo. Charly le quedó mirando con el
rostro serio, pero no dijo nada; solo atinó a mover la cabeza de mala gana,
mirando de reojo al agresor. Trató de agitar el cuerpo, pero lo contuve
cogiéndolo del brazo.
—Pasemos al fondo, no le hagas caso. Es un idiota.
Nos alejamos, llegando a la mitad del restaurante. Tomamos asiento
uno frente al otro. A mi derecha había una ventana desde donde se divisaba el
cine República, aquel que nos cobijó la primera vez que salimos. El mozo se
acercó a nuestra mesa y me sacó de mis recuerdos. Nos entregó la carta del
menú.
—Buenas tardes, ¿qué se van a servir?
—A ver, a mí prepáreme un lomo saltado. Tú, Bety, ¿qué deseas
pedir?
—Lo mismo. Sí, lo mismo.
Sonrió y me quedó mirando; yo le miré con una sonrisa burlona. Ya
lo había notado, tenía una resaca terrible, pero no se lo eché en cara; pero
todo siguió yendo bien hasta que llegó otra vez el idiota que nos recibió al
principio.
—¿Quién es este payaso? ¿Qué pasa contigo? ¡No ves que es un pobre
diablo!
Oí cómo se reían los chicos a mis espaldas.
—¡Oye, sonso! ¿Qué te pasa? —vociferé, con todas las ganas de
meterle una cachetada.
Charly le miró con una cara de pocos amigos. Nunca había visto a
mi amigo de colegio con esa cara de asesino a sueldo. No era su cara. Me
pregunté de dónde sería ese rostro, en qué revista de terror lo había visto.
Entonces movió la cabeza como si yo le hubiera hecho una señal;
luego paseó la vista sobre el intruso y levantó su brazo derecho. Lo vi, sí, vi
cómo de un puñetazo le volteó la cara al idiota ese. Vi pararse a los demás de
la otra mesa y acercarse rápidamente hacia nosotros. El idiota había caído
trastabillando al suelo. Llegaron y se armó una trifulca de padre y señor mío.
—¡Oye, imbécil! ¿Qué mierda te pasa?
Lo agarraron entre dos y empezaron a darle de alma. Charly se
defendía como podía, tiraba golpes a diestra y siniestra. Lo tumbaron y le
daban en el piso. Llegaron los mozos y los separaron. Yo trataba de defender a
Charly metiéndome entre ellos y gritándoles improperios que no conocía. Charly,
ya de pie, repitió los mismos gestos, se fue encima de uno de ellos cabeceándole
la cara y respondiendo a puñetazos a los otros. Sus puños volaban por los aires
sin acertar algún cuerpo, hasta que logró abrazar por el cuello al más bajito,
con todas sus fuerzas, como queriéndole sacar la cabeza. Metida, como nunca, en
una pelea, vi que mi cartera salió disparada de entre mis dedos golpeando
primeramente el hombro de Charly y acabando en el rostro de uno de ellos. Los
mozos volvieron para separarlos.
—De uno en uno. ¡Cobardes de mierda! —gritó Charly.
—Ya cálmate, salgamos de aquí. No vale la pena...
Me acerqué a Charly, limpiándole el polvo, abrazándolo y
queriéndolo defender. Mi cartera tenía un aspecto terrible, estaba toda
destrozada y abierta por el impacto final que tuvo. Yo esperaba que fuera
cuestión de tiempo el que pudiéramos salir de allí y largarnos a otro lugar. Me
sentía culpable.
—Sí, no vale la pena. Disculpa, es que estos me sacaron de mis
casillas. En verdad, discúlpame.
—No, tú no tienes la culpa. ¿Estás bien?
Nos estrellamos el uno contra el otro. Lo abracé y le di un beso
en la frente. Quise darle uno en la boca, pero no era el momento ni el lugar.
—Creo que me he roto el brazo —contestó.
—¿Te duele?
—No, ya no. No te preocupes. El que me busca, lo obtiene. Pobre
del que se meta contigo —contestó.
Estaba confundida. Por un lado, estaba preocupada por la idea de
perder su amistad y todo lo que tenía hasta ese momento con Charly, y por otro
lado, estaba orgullosa de tener un amigo que podía partirle la cara a alguien
si este me faltaba.
Salimos sin detenernos.
Y ya estábamos casi a dos cuadras de distancia del lugar.
Recorrimos el camino sin decir palabra alguna. Al llegar cerca de la esquina,
se acomodó lo mejor que pudo y me dijo:
—Espera un minuto, voy a recuperar tu medallita. Ya no la tienes
en el cuello.
—¿Qué? No. Deja que se vayan primero esos idiotas.
—De acuerdo. ¿Pero qué hago?...
De pronto, un silencio.
—Nada. No hagas nada... ¿Cómo estás? Cuéntame algo más... No te
quedes callado. Ya no volveré al trabajo. Que se vayan al carajo. Renuncio. Vamos
por ahí. Llévame a cualquier sitio.
—¡Vamos!
—exclamó, sonriendo.
—Eres
un boxeador callejero realmente duro —dije, sonriendo y haciendo una mueca de
amabilidad y complacencia—. Tienes suerte de que te deje revolotear a mí
alrededor. Mira que son muchos, pero solo a ti te dejo revolotear —dije,
volviendo a sonreír y tratando de darle calma.
Se
puso a reír. Me tomó de una mano, luego me hizo girar y me abrazó como siempre
quise que lo hiciera. Levanté mi rostro y lo miré. Me dio un pequeño beso en
los labios. Me soltó y se quedó pensativo, meditando no sé qué cosas.
—Somos
los amigos de siempre. Nunca podrás evitar eso. Eso nadie lo podrá evitar...
¡Si estará enamorada! —susurró.
—Oye,
¿qué estás diciendo?
—No.
Nada; déjalo ahí. Estaba pensando en voz alta.
Me
di la vuelta y empecé a caminar junto a él. Fuimos a la primera tienda que
encontramos. Compré una botella de agua mineral y una cerveza en lata muy
helada para él. Se lo puse entre su nariz y su pómulo, refrescando el moretón
que se hacía más notable. Me lo quitó de la mano; lo destapó casi
instantáneamente y se lo empezó a beber con un largo sorbo.
Sí,
lo sabía. Deseaba algún lugar para estar con él, algún sitio donde no
tuviéramos que hacer nada y conversar de todo. Y sí, ahora estábamos sentados
en una banca de la Plaza San Martín. Sentados y mirándonos. Nadie se atrevía a
decir una sola palabra. Charly se puso en pie, me cogió de las manos y me dijo:
—¿Qué
te parece si entre los dos hacemos un cuento?
—¿Un
cuento? Nunca he hecho eso. Pero me gusta la idea. Ya, ok. Pero sin pensarlo
mucho y libremente.
—Entonces,
empiezas tú primero. Sobre cualquier tema. Cada quien lo desvía si quiere
—dijo, mirándome atentamente.
—No.
Tú empiezas primero. Tú lo has propuesto. Tú primero y yo te sigo. El que
demora mucho pierde y tiene un castigo.
—Está
bien, yo empiezo. El que pierde se deja hacer lo que el otro quiere. ¿Está
bien?
—Te
quiero ver. Comienza... También el que duda pierde.
Le
di una mirada furtiva a los moretones que presentaba en la cara. No le dije
nada. Pero yo sabía lo que iba a hacer si él perdía. Para entonces, empezó a
caer una llovizna. Estábamos totalmente solos, con mucha gente a nuestro
alrededor, pero solos. Aún la noche no había llegado. Empezó diciéndome su
primera oración completa y yo la siguiente. Hicimos un cuento largo que trataré
de recordar y contárselo en mi siguiente relato. Lo que sí puedo decir es que
él perdió cuatro veces y yo solo dos. Les dejo un resumen.
Era
algo así:
—Era
un imposible.
—Era
un extraño amor.
—Él
tenía un miedo: era fracasar como el resto de la gente.
—Tenía
que reírse de la vida, porque de lo contrario sería demasiado para él.
—Nunca
perdonará a la chica de las gafas y los besos.
—No
sé por qué, pero esa noche se le acercó y se los dio sin ninguna ayuda.
—Era
todavía virgen.
—¿Dónde
acabará él y el muro que construyó?
—Con
una mujer para toda la vida.
—No
es su modo de actuar, la virgen ya no quería ser virgen.
Él
perdió. No supo contestar rápidamente. Lo abracé y le dije: cierra tus ojos. Se
lo dije y lo besé. Él siguió con el cuento y dijo:
—Es
un extraño amor, es un imposible; tiene miedo, es demasiado para él.
Etc.,
etc., etc.
Libertad
Qué cursilería tonta para hermosa... La estúpidez siempre me acompaña. Redundando la oración, porque estoy acompañada de unas amigas y escribiendo furtivamente desde mi PC, —pero quién lo diría— lo recuerdo el día de hoy... Bueno es 19 de diciembre y estoy algo mareada y el mundo se mueve amis pies; el vino hace estragos, como tu dices, qué te puedo decir... Ojalá qué lo leas... Hay tanta nostalgia que tengo ganas de golpear tu pecho, de puñetearlo... de derribarte otra vez... Un abrazo... Sólo eso. Piensa en mí este día, será mi regalo...
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