Aquella
noche, cuando sucedió, me encontraba sentado en un sofá con el celular pegado a
la oreja y un vaso de cerveza en la mano izquierda, dándole pequeños sorbos.
Sin dejar de contestar, fastidiado, me incorporé, dejé el vaso en la mesita y
me encaminé hacia el jardín. Deambulaba de un lado a otro escuchando gritos e
improperios a todo pulmón. Era mi amiga Tania, que estaba irritada y con un
enojo de los mil diablos. Mi amiga me estaba enviando al espacio sideral sin
nave ni traje espacial.
Ella
era abogada y trabajaba en un reconocido estudio jurídico de Lima. Siempre la
iba a buscar a su trabajo, nunca a su casa. Ella me lo había prohibido. A mí
nunca me importó, confiaba en ella. Era muy guapa, elegante e inteligente, de
carácter fuerte, que creo, impuesto por su profesión. No tenía pelos en la
lengua, para variar. No sé, pero siempre he tenido la suerte o mala suerte de
entablar una relación natural y amorosa con este tipo de mujeres.
Yo
estaba malhumorado.
—Pero,
Tania, los homónimos y los parecidos existen. Me estás juzgando de una manera
fácil y desproporcionada. No conozco ese hotel ni en pelea de gallaretas —le
dije echando una de mis manos al cuello y frotándome la nuca.
—¡Tú
crees que una es estúpida! No existen dos números de Libretas Electorales
iguales, pedazo de cretino —respondió con autoridad de tirana.
Esto
aconteció luego de un encuentro furtivo, un choque y fuga, una canita al aire,
que tuve con mi amiga Sandrita en un hotel, aquellos con canales de cable tres
x, agua caliente y condones de cortesía. Tania se había enterado por boca de su
prima, quien, le dijo, nos había visto salir del hotel. Yo no me había
percatado de su presencia. La muy vulpeja, agazapada, esperó un tiempo
prudente; dejó que nos alejáramos para luego correr y subir a la recepción del
hotel y averiguar quién era la fulana que estaba conmigo. Ahí pidió nuestros
datos y se los dieron. Ya en otra oportunidad, y a mi pregunta, el hotelero me
dijo que la prima de Tania le ofreció 30 soles para que le soltara todo.
Rosita, a quien yo conocía, y nombre con el que llamaban diminutivamente a su
prima, no pudo soportar un segundo, una milésima de segundo, con el “ampay”. Se
lo contó casi instantánea y telepáticamente.
—Bueno,
¡haz lo que quieras! ¡Si no me crees, es tu problema! —le dije, visiblemente
perplejo.
—Y,
además, eres cínico. ¡Eres un pervertido, eres un cochino! ¡Y con Sandra, tenía
que ser con ella precisamente! —contestó levantando la voz y rasgando el
teléfono.
Olvidé
mi cortesía, reí, golpeándome la pierna, y me puse a hablar alto, defendiendo
mi fidelidad y dándole un aire malicioso a sus palabras; luego, le colgué el
teléfono. La sangre me estaba hirviendo. Yo había visto a su prima subir y
bajar de ese hotel con un fulano varias veces. Nunca tuve ganas de delatarla. A
mí qué me importaba la vida casquivana de su prima. Además, el marido de Rosita
era mi amigo; él era un pan de Dios, un Señor —si cabe el sustantivo propio—
que no se metía con nadie. Con él habíamos compartido algunos encuentros en su
casa, celebrando algún cumpleaños o una parrilla de ocasión. Tania me lo había
presentado antes de pelearse con él por cuestiones monetarias. Yo era
consciente de que en cosas de carne y relaciones extramatrimoniales jamás me
metería. Rosita era una señora joven de muy buena presencia, y estaba casada
con él por más de cinco años. Sumaba una edad de veintiséis aproximadamente.
Era de profesión enfermera. Tenía un rostro afable, cautivador, que atraía
miradas. Su figura, esbelta y proporcionada, irradiaba seguridad y presencia.
Cuando caminaba, sus movimientos eran elegantes y gráciles. Sus curvas
naturales, en perfecta armonía con el conjunto, le otorgaban una sensualidad
inherente e irresistible. Le gustaba vestir escotada para enmarcar y realzar la
pecosa piel de porcelana entre sus bien formados senos. En pocas palabras,
sabía lo que tenía. Varias veces me había excitado con ella. La que más
recuerdo es aquella excitación provocada mientras curaba una herida en mi mano,
herida hecha por un pinchazo de jeringa que ella misma hizo de casualidad
cuando me ayudaba a amarrarme la corbata—bueno, ahora creo que fue adrede—.
Mientras cogía mi mano muy suavemente y la frotaba con un algodón empapado de
alcohol, se agachaba a propósito para dejar bailar sus desnudos senos en el
aire. En ese ir y venir de sus dedos, levantaba la vista y me miraba provocativamente.
Sabía que aquello me excitaba y a ella también. Por eso jugaba conmigo cuando
le daba la gana. Ahora entiendo que el chisme no fue para delatarme, sino para
que yo terminara con Sandrita. Y yo tenía razón de estar enojado con ella. Me
había llegado hasta el copete su soplo, su delación.
—Ya
se jodió conmigo. Cree que es una santa y yo el fornicador, el adultero, el
infiel —me dije a mí mismo. Estaba terriblemente molesto y fastidiado por su
hipócrita manera de ver la paja en ojo ajeno.
Trascurrieron
tres meses y extrañaba estúpidamente a Tania. Hice varias llamadas a su
teléfono, insistía, pero no obtenía respuesta. Tania no quería saber nada de
mí. Estaba a punto de tirar la toalla… Hasta que llegó por fin mi día. Tania
contestó el teléfono y platicamos por un largo rato a calzón quitado. No la
pude convencer totalmente; pero nos citamos en un bar de la Av. La Marina.
Quedamos en vernos a las cuatro de la tarde.
Había
llovido todo el día, garuado para ser más preciso. Ella llegó puntual; yo, como
siempre, llegué con 10 minutos de retraso. Me disculpé. Ella no dijo nada.
Platicamos de todo, de las cosas que nos habían pasado y de cómo fue que su
prima nos separó por un chisme, por un cuento. Obviamente siempre negué todo;
ese fulano en el hotel no había sido yo, nunca fui yo. Y Sandrita, ¿con quién
estaría ese día? —¡No!... ¡Conmigo nunca! Yo nunca estuve con Sandrita—. Es la
ley de los hombres infieles, decir verdades a medias, mentiras que parecen
verdades. Siempre resulta.
Bebimos
un poco más de la cuenta; estábamos ya muy calientes, muy cachondos. Nos dimos
varios besos y apretones con las ganas que el tiempo nos había negado por culpa
de su prima. Sentíamos que nuestra sangre era bombeada con mucha fuerza, con
demasiada energía.
—¿Por
qué mejor no me llevas a un hotel? Estamos dando mal aspecto con nuestras ganas
—dijo Tania, toda agitada y esbozando una sonrisita.
—Ok.
Sus palabras son órdenes —contesté, mirándola cariñosamente, pero con la sangre
que me quemaba el cuerpo.
Salimos
del bar, avanzamos algunos pasos y nos detuvimos a la orilla de la pista;
medité un momento examinando todo su cuerpo y me quedé viéndola excitado. Era
un acto mecánico, un reflejo inconsciente. Por fin, saliendo de mi garganta sin
sonido, tosí, carraspeando y me apresuré a parar un taxi. La oscuridad era un
poco más apretada y la garúa ya había cesado. Un taxi se estaciona y subimos
apurados, sentándonos en la parte trasera; le dirijo unas palabras rápidas al
chofer, señalándole nuestro destino, mueve la cabeza entendiéndome y arranca.
En el interior suena una balada nostálgica directa al corazón; nosotros
proseguimos con nuestras muestras de cariño, fogoso, y con todas las ganas de
llegar rápidamente al lecho. Mis manos no paraban de toquetear sus muslos y su
entrepierna…
Llegamos
al hotel. La oscuridad había aumentado. Bordeando un pequeño jardín, observo la
luz nítida de la puerta alumbrada por un cartel. Nos detenemos y Tania toma mi
mano llevándome hasta el umbral. Hay un silencio rodeado de tranquilidad. Ya
allí, diviso una escalera muy empinada, y huelo aromas de perfumes informales
que llega hasta mi cerebro. Entramos y llegamos hasta el tercer escalón. Siento
entonces su brazo separarse bruscamente de mi hombro y la oigo murmurar algo ininteligible.
Levanto la vista y veo bajar a su prima Rosita con el mismo fulano con quien yo
siempre la había visto, pero que no conocía y que obviamente no era su marido.
Tania se quedó muda, sin aliento. Miraba al fulano como si hubiera visto al
diablo con las bolas al aire. Sus ojos se blanquearon por un momento.
Reaccionó; se reactivó. La sentí inflamada y ardiente en cólera. Dio media
vuelta trastabillando, sus manos perdidas y agitadas buscaban algún objeto que
no encontraba. De pronto agarró su cartera por el asa y lo empezó a lanzar por
el aire y luego por donde le cayera al acompañante de Rosita. Él, cubriéndose
con los brazos, solo atinaba a protegerse. Su prima permanecía inmóvil,
atónita, observándome. Yo, parado en medio de la escalera, evitando su mirada,
di media vuelta y descendí rápidamente al primer escalón, casi cayéndome. Me
volví y los quedé mirando abrumado, como quien mira una pelea callejera, una riña
inesperada.
—¡Así
te quería ver, pedazo de mierda! ¡Sacándome la vuelta con esta lujuriosa de mi
prima! ¿Desde cuándo me pones los cuernos? ¡Cochino de mierda, asqueroso! ¡Eres
repugnante! Y yo con mi compromiso de fidelidad, de confianza; las mujeres
honestas siempre somos las cornudas; ¡siempre!, ¡siempre!...
Mi
amiga estaba desconocida; estaba totalmente ofuscada, dando gritos y lanzando
improperios de excesivos calibres. Yo no podía creer lo que estaba pasando. Me
sentía confundido, consternado. Traté de controlarla, le tomé de las manos intentando
sacarla del hotel; ella retiró bruscamente su brazo y continúo gritando.
—Y
he traído a un testigo para que certifique tu bajeza, tu traición. Él es
Charly, mi amigo de promoción del colegio. El que siempre me llamaba y yo te
decía que le digas que no estoy. Y tú estabas feliz porque sabías que los iba a
delatar.
Le
mentía con una facilidad inspirada; ella era mayor que yo y nunca habíamos
estudiado juntos en ningún colegio. Es más, ni siquiera sabía el nombre del
colegio donde ella terminó.
Prosiguió:
—¡Nunca
le creí a Charly, hasta estaba molesta con él! Siempre me dijo que los había
visto a los dos entrar y salir de este cochino hotel.
¡A
los dos! —me decía a mí mismo—. Yo sólo conocía a Rosita. El otro, ¿quién
sería? Ella mentía, y me estaba dejando como un vil y repulsivo soplón de medio
pelo. Empezó a llorar con amargura, hasta le salieron lágrimas que rodaban por
su afiebrado rostro. Yo, en mis tiempos mozos, había hecho teatro, pero Tania
me superó con creces. Los chicos de Yuyachkani y la Tarumba eran unos pipiolos
a su lado.
Me
separé de la pared lentamente; me volví hacia la puerta y distinguí un policía
en lo alto de la calle. Me quedé quieto en el umbral, no sabía si ir a su
encuentro o dejar que las cosas concluyeran solas…
Tania
seguía como una energúmena, furiosa y exasperada.
—¡Nunca
le creí a Charly! ¡Nunca te creí amigo! ¡Larguémonos de aquí, Charly! ¡Qué se
vayan a la mierda estos dos cochinos! ¡Salgamos de esta pocilga! Llévame a
cualquier sitio. ¡No quiero estar aquí un segundo más! —Concluyó su teatro
gruñendo.
Permanecí
allí por un instante, en el primer peldaño de la escalera, dándole tiempo a
Tania para que acomodara su cartera maltrecha y sin asa. Yo meditaba y
reflexionaba mientras examinaba los hechos, pero sin poder entender lo que
sucedía. Arriba, casi al medio de la escalera, inmóviles, la parejita de
infieles la miraba con una cara endiabladamente estúpida.
Tania
terminó de guardar los objetos esparcidos por todos lados: frascos de perfumes,
coloretes y demás chucherías. Luego empezó a hablar muy bajito para que solo yo
la oyera. En estas circunstancias, me dio un empujón y me sacó casi
trastabillando a la calle. Tomamos el primer taxi que se nos puso al frente;
nos subimos y ella apuró en decirle al taxista que nos dirigiéramos al hotel
más lejano. Me volví curiosamente hacia la puerta del hotel y vi a la parejita
de tramposos observando para todos lados, llenos de curiosidad y terror. Yo me
eché a reír discretamente.
Me
recosté en el asiento. Durante un rato presté atención a la calle y no descansé
hasta oír la voz de Tania que me decía:
—Casi
me pesca mi marido. ¡De la que me he librado!... ¡Disculpa, Charly! Nunca te lo
dije, pero estoy casada, y de eso, ya varios años… ¡Pero hasta que lo pesqué al
desgraciado! ¡Uf...! ¡Le gané el vivo al miserable!, ¿no?
Yo
no volvía en sí. Me quedé sin aire por un momento. Estaba grogui, atontado. No
sabía si era realidad o un sueño pesado. Tania estaba casada y yo, como un
idiota, creyendo que era mozuela, que estaba gozando su soltería. Soplaba, me
palpaba hacia dentro, completamente fuera de mí, sin poder convencerme de mi
presencia. Entonces, una pregunta hizo eco en mi mente: ¿Por qué Rosita no me
contó que Tania estaba casada? ¿Por qué me ocultó ese importante detalle?
De
pronto lo entendí todo; me puse a dar chasquidos con mis dedos mientras soltaba
una risa de loco. Había encontrado una experiencia nueva, ¿con cuál podía
compararla?... Era, desde cualquier punto que se la mirara, insólito, chusco y
hasta cómico.
Lo
que uno aprende cada día, cada momento.
Llegamos
al nuevo hotel; no recuerdo el nombre. Solo que estaba muy iluminada la
entrada, pero con una oscuridad uniforme en su interior. Ingresamos. Mientras
subíamos las escaleras, ella me contaba cosas sobre su prima y el marido. Yo ya
no hablaba; estaba meditabundo, pensativo, reservando las palabras que me
ahogaban, atascadas en mi garganta.
Entramos
en la habitación donde había una cama muy cómoda y limpia. Cerré la puerta.
Abrí la ventana para airearla. Estaba como a la deriva, sin oponer ninguna
resistencia. “Permíteme una pregunta”, susurré; “No. No me digas nada porque
vas a divagar”, contestó; “Pero…”, traté de hablar; “Dame un beso, Charly, otro
y otro… Pide algo de beber que hoy la hacemos linda”, agregó…
Era
cierto. Lo había tomado en broma; pero ahora sabía que la mujer es un hermoso
defecto de la naturaleza con el cual los varones tenemos que convivir.
Loro
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