La primera cosa que recuerdo es estar agarrada a un árbol,
aferrada a algo o a alguien. Veía los zapatos de Charly, las piernas de la
gente a la distancia y una parte de su pantalón mojado por el vómito.
Estaba oscuro ahí, debajo de ese árbol; no me gustaba para nada
estar así. Sentía que todo daba vueltas. Era septiembre de 1982, en la Ciudad
Universitaria de San Marcos, al costado del pabellón de Economía. Me sentía mal
en ese lugar y nadie parecía darse cuenta de lo que allí pasaba. Pero lo que
recuerdo, sobre todo, era la cara pálida de Charly, agarrándome, sin querer
soltarme; hablando en voz baja y sosteniéndome erguido.
Mi borrachera no era culpa de él. Solo había aceptado un vaso
luego de verlo casi una hora sentado, bebiendo con dos de mis amigos. Cada vez
que se acercaba y me decía "¡salud!", yo actuaba como si no lo
escuchara, pero después de ver que otros me ofrecían y yo aceptaba, se acercó
algo molesto, aunque condescendiente, y me ofreció ese vaso, que sí acepté
—¿Te quieres estar quieto? —le dije. Yo nunca lo llamaba por su
nombre.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Me quedaré quieto! No podemos quedarnos
mucho tiempo, tus amigos se darán cuenta.
Estiré mi brazo por encima de mi espalda y le hice una seña con el
dedo medio. Cuando volví a mirarlo, tenía una cara de bobo y apenas sonrió.
Tanteando, empezó a buscar algo en el bolsillo de su camisa y después de un
rato lo encontró; entonces vi que sacó un paquete de cigarrillos. Lo sacudió,
cogió uno y se lo llevó a los labios, raspó un fósforo y lo encendió. Sin
perder tiempo, dio una larga piteada y expulsó el humo por encima de mi cabeza.
Yo, apoyada sobre uno de sus brazos, lo vi girar la cabeza y mirar a mis amigos
mientras les sonreía burlonamente. Dio otra piteada y soltó el humo
rápidamente.
—¡Por favor, bota el cigarrillo! Sabes que no puedes fumar estando
yo en estas condiciones. Me provoca más náuseas —le grité.
—No es culpa mía si ni siquiera tienes un lugar para vomitar
—contestó con una sonrisita burlona.
Golpeé el suelo con uno de mis pies, con la intención de golpear
el suyo.
—¡Bety, no hagas esas cosas! —dijo, burlándose de mi intención y
de la seña que le hice con el dedo medio.
De pronto, su rostro cambió de expresión.
—¡Oh, oh, Bety, aquí vienen!
Me alejé un poco de su lado. Alcé la vista y vi que eran tres
personas. Me recosté sobre la espalda e intenté disimular. Eran mis amigas, que
se acercaban riéndose tontamente. Al llegar, se detuvieron y trataron de
ocultar una sonrisa. Una de ellas se atrevió y dijo:
—¿Te sientes bien, Bety?
—¿Bien? —dijo Charly— No sé qué hacer con ella.
Lo dijo de una manera burlona. Entonces me volví hacia él,
frunciendo las cejas, con la intención de aniquilarlo con mi mirada. Estaba de
pie, observando a mis amigas, sacando pecho y luciéndose. No era esbelto, pero
sí delgado, con el pelo lacio y negro, y la boca traviesa llena de dientes casi
perfectos, orejas elípticas de tamaño mediano y una larga nariz. En resumen,
era todo un escultural huaco mochica; además de ser un amigo del colegio, ahora
estudiante de la UNI, a quien yo había invitado a esta "parrillada"
que se celebraba en mi Facultad. Solo me quedó sonreír amargamente.
Sonrojada, luego vi cómo las chicas se reían y chillaban como
tontas... "Bueno, al menos que se rían", pensé. Las cosas no eran
divertidas para mí. No tenían que contenerse. Yo parecía una mierda flotando en
el oscuro vómito al pie del árbol.
—Las dejamos —dijo una de ellas, con un tono condescendiente.
Él las siguió unos metros, y entonces pensé que me iba a dejar
sola en ese lugar. Pero Charly regresó, plantándose frente a mí.
—Se han ido a seguir con la parrilla —dijo.
Miré hacia donde estaban mis amigas para asegurarme de que se
habían ido y no volverían. No pude verlas, habían tomado otro rumbo.
—¿Adónde fueron? —pregunté.
—¡Qué importa! Ya se fueron. Imagino que a traer más cerveza.
Después de lo que pareció un largo rato, sentí que la náusea había
desaparecido poco a poco. Diría que ya me sentía mejor. Así que me separé del
árbol e ingresé lentamente al campo lleno de césped. Él me siguió y lo vi
sentarse muy cerca de mis pies. Al volverme hacia donde estaban los demás, pude
ver a mi amiga Laura detrás del humo, atendiendo las parrillas. Bajé la vista y
él seguía allí, mirándome con una sonrisa burlona.
—Te has quedado más delgada; tienes las mejillas hundidas y ojeras
oscuras. Te ves mal. Mejor ponte las gafas; cubre esos hermosos ojos rasgados
que han llorado por tus vómitos...
Seguía burlándose, tratando de fastidiarme. Estiró su brazo y me
las dio; las había tenido guardadas en uno de sus bolsillos. Su voz era como un
insecto que molestaba mis oídos. Entonces lo miré seria, amargada, no estaba
para bromas, y lo fulminé con la mirada. Me dio mucha pena por él; se había
portado de la mejor manera posible para que no me sintiera mal, pero su
comportamiento, en complicidad con mis amigas, y su broma de mal gusto no me
había hecho ninguna gracia.
—Lo único que haces es mirar. Pásame por favor mi pañuelo que está
en mi cartera.
—¿Dónde está tu cartera?... ¡No está por aquí!...
—La cartera la tienes en el hombro. ¡Si serás...!
—¡Qué torpe! ¡Yo no sé de estas cosas!... ¿Cómo sigues? —preguntó.
—¡Bien!... Ya estoy mejor.
—No tienes buen aspecto. Creo que necesitas descansar un poco.
¿Por qué no te sientas un rato? Siéntate aquí, junto a mí, no te voy a comer.
—Prefiero estar de pie. Está húmeda la hierba —le dije.
Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un pañuelo.
Sacudiéndolo, lo colocó a su lado. Luego puso encima unos folletos de
matemáticas y me invitó a sentarme. Nos quedamos quietos por un instante.
Luego, estirándome, me volví hacia la parrilla en busca de mi amiga Laura, y
pude ver a mis amigos bailando. Con el pie, lo aparté y me senté lentamente. De
pronto, él se levantó.
—Espera un momento —dijo sin mirarme.
Lo vi caminar lentamente en dirección a mi amiga Laura. Al llegar,
le pidió algo. Al rato, volvió con una botella de agua mineral y me la ofreció.
—¿Se lo dijiste? ¿Seguro que te has estado burlando de mí con ella
también?
—¿Qué?
—Lo de mi mal estado.
—No, para nada... Aunque estoy seguro de que a tu amiga tampoco le
gustó verte así. Ella se dio cuenta, pero se hizo la disimulada. Ella no vino
con las otras, pero ya se lo han contado.
—Patrañas.
—¿No me crees?... No le he dicho nada. Ya lo sabía.
—¡Gracias! —le dije, sonriendo interrogativamente.
Se quedó mudo, apretando los labios.
Me gustaba mi amigo. Admito que siempre me gustó, pero mi carácter
o temperamento no me permitía hacérselo saber. Siempre lo veía callado y, a
veces, furioso por algo. Las pocas veces que estuvimos juntos con otros amigos,
siempre se metía en discusiones con ellos. Le daba por saberlo todo. La mayoría
de la gente no parecía asustarlo. A menudo simplemente lo miraban con calma, y
él se ponía más furioso. Supongo que se ponía celoso cuando alguien se me
acercaba, me hablaba o me miraba fijamente. Si comíamos fuera, lo cual ocurría
raramente, siempre le encontraba algún defecto a la comida y a veces amenazaba
con no pagar. Discutía incluso con el mozo.
Recibí la botella de agua mineral y lo miré.
—¿Por qué no te sientas? Ahora quien tiene miedo. Ven, quiero
enseñarte algo —dije apresuradamente.
Encogió las piernas y se sentó a mi lado. Ya estaba oscuro y se
veía la luna llena tras las nubes. Él estaba muy callado y quieto. Aproveché
ese interín para sacar una carta de mi cartera. Era una carta que él me entregó
años atrás. Lo vi quedarse perplejo. Tratando de disimularlo, se tumbó boca
arriba, extendiendo los brazos en cruz; luego se volvió girando hacia mí, con
el codo sobre la hierba y su mano sosteniendo la mejilla. Me miró tiernamente.
Al ver que lo miraba interrogativamente, se incorporó, inclinándose y juntando
las piernas hasta quedar sentado. Se quedó pensando. Me di cuenta de que no
quería hablar sobre ello, por eso cambió totalmente de conversación. Empezó a
hablar de otras cosas.
—Mira —dijo Charly.
Cogió una rama, la puso en su mano y tomó la mía.
—Te voy a leer el futuro. ¡Acércate más! ¡Sostén la mano quieta!
Mientras miraba fijamente mi mano, empezó a decirme cosas que
recuerdo muy bien, que nunca voy a olvidar, pero que serán tema de otro relato.
Yo lo miraba en la penumbra y el aire parecía extrañamente quieto y blanco. Sí,
estaba con el quiromántico Charly.
—Si se lo cuentas a alguien... no te lo voy a perdonar —lo
interrumpí.
Me quitó el pañuelo que yo tenía en la mano y me limpió suavemente
la boca. Ahora hablábamos en voz baja, casi murmurando. No entendíamos los
motivos. No parábamos de dar vueltas a nuestras palabras. La conversación
continuó, el tiempo parecía detenido. Hablábamos de todo y de nada. Quise
hablarle de su carta y preguntarle qué significaba. Me atreví: "¿Por qué
haces esto?", le dije. Sus ojos se abrieron de asombro, pero no pronunció
palabra.
—¡Te he hecho una pregunta! ¿Por qué haces esto? ¿Por qué no dices
nada? ¿Por qué le tienes miedo a tu propia carta?
—No puedo evitarlo, Bety...
—¿Qué no puedes evitar? ¡Charly! —Al fin pude decir su nombre.
Empezó a hablar, a explorar en lo más profundo de sí mismo.
Sentada, lo escuchaba perpleja. Lo escuché durante un rato, pero él no mejoró.
Hablaba de platillos voladores. En una pausa, levanté la cabeza y miré a mis
amigos; seguían tomando cerveza y bailando sobre la hierba. Volví a mirarlo;
solté una sonrisa cuando mis ojos llegaron a su pantalón, que estaba mojado por
el vómito.
—¿Qué miras? —preguntó.
No supe qué decir. No estaba acostumbrada a conversar tanto rato a
solas con Charly, y mucho menos a decirle que su pantalón estaba mojado por mi
culpa.
—Nada, te estaba escuchando. Aunque no te entiendo.
—Te estaré esperando algún día después de clase. Quisiera
conversar y confesarte algo. No sé si te molestará, pero igual te lo voy a
decir.
Dijo esto con un tono de niño tonto. Yo seguía mirándole a la
cara, tratando de sonreír. Estaba serio, con las cejas fruncidas. Todo esto le
daba una cara terriblemente buena. Entonces le dije:
—¡Eres un tonto, un reverendo tonto!
No dijo nada. Solo me miró curiosamente. Sin meditarlo, aproveché
el momento y, sin darle oportunidad, le di un beso, le lancé un beso
inimaginable. Él se quedó como una estatua, con los ojos bien abiertos. Luego
me levanté inmediatamente, sin poder creérmelo. "¿Por qué me había elegido
a mí? ¿Y por qué yo a él?", pensé. Sentía un fuerte sentimiento en mi
interior que me decía que algo real bullía en mí. Cuando empezó a levantarse,
lo empujé y volvió a sentarse con fuerza. Al ver que yo jugaba, quiso ponerse
en pie cogiéndome de la mano. Me mantuve firme. No lo dejaba levantarse.
Jugamos así, no sé por cuánto tiempo. Al soltarnos, me di cuenta de que la
noche estaba tranquila y que solo existíamos los dos. Pero para mí, era como
estar en una jaula; porque sentía alrededor caras, narices, bocas y ojos; como
si todo el mundo se burlara de mí. Pensé que me había autopegado
deliberadamente con ese beso.
—Bueno —dijo finalmente—, dime qué ha pasado.
—No ha pasado nada...
—¿Entonces, por qué lo hiciste?
No contesté. Me pegó una mirada que no pude reconocer. Entonces se
puso en pie. Luego, inclinándose, me tomó de la mano, dio un jalón y logró
ponerme en pie abrazándome sin que yo pudiera protestar. Siguió mirándome y aguantando
mi mano; empezó a apretar mi cintura con su otra mano. No pude mirarle más a la
cara; bajé la mirada hacia la hierba.
—¿Sientes algo por mí? —me dijo tiernamente, apretando con más
fuerza mi cintura.
Yo necesitaba gritar, pero me mantenía en silencio, para que nadie
me pudiese oír desde el lugar de la parrilla. Tuve un poco de miedo. Se hizo un
silencio. Esperé. Odiaba tener que decirlo. La lengua no me obedecía. Yo apenas
podía mover los labios. Pero logré sacar fuerzas de no sé dónde. Entonces,
dije:
—Sí. ¿Por qué no me has ayudado?
—¿Qué?
Lo vi sonreír, estaba quieto. Despertó. Me quitó las gafas y
siguió mirándome bobamente. Esbozó una sonrisa pequeña, extendió la mano y me
tocó la muñeca. No se lo permití. Me quería acorralar. Entonces, le di un
empujón y caímos juntos, nos tumbamos entre las hierbas, panza arriba, giré
hacia él, lo cogí por el pelo y lo volví a besar. Lo besé con más tiempo. Pude
ver el miedo en sus ojos. Yo nunca había besado a nadie. Creo que él tampoco.
—¡Eh! —dijo.
Trató de pararse. No se lo permití. Seguíamos tendidos sobre la
hierba húmeda, agarrados de ambas manos, sin querer soltarnos. El cielo estaba
despejado, ahora inmenso, y la luna llena nos iluminaba. Así estuvimos echados
y mirándonos no sé por cuánto tiempo. Me solté una mano y le di un golpe suave
en la panza. Quiso lanzar algunas preguntas. Pero me adelanté:
—No me digas nada.
—¿Qué has dicho?
—He dicho, ¡qué no me digas nada! ¿Entiendes?
—Entiendo.
Era difícil entenderlo. Éramos dos amigos del colegio, dos amigos
del mismo salón de clases. Dos amigos que se habían encontrado después de más
de un año, y salido luego. Dos amigos ya en la Universidad; tirados sobre el
césped, sobre sus folletos de matemáticas que estaban desparramados junto a su
pañuelo.
—Bety, tenemos que irnos. Coge tus lentes —dijo, estirando el
brazo.
Los recibí y me los monté en un instante. Me cogió de la mano y
nos pusimos en pie. No estaba muy segura de qué había que hacer, pero me daba
cuenta de que había algo más. Mientras nos alejábamos, vi a mi amiga en la
parrilla, despidiéndonos con la mano levantada. Charly le devolvió el saludo y
le hizo unas señas por detrás de mi espalda. Quería hacerse el gracioso. Lo
codeé amistosamente tratando de impedirlo. Él solo hizo un gesto de separación.
Luego nos apegamos chocándonos y seguimos caminando sin decir nada, hasta que
llegamos al paradero de los ómnibus.
—¡Di algo, hombre! —lo sacudí en voz alta.
Ya sentados en el ómnibus, me miró con una mueca que originaba una
sonrisa en su boca. No dijo una palabra más. Su sonriente y meditabundo rostro,
aquel día, camino a mi casa, nunca podrá ser borrado de mi mente. Yo estaba a
su lado, callada. Él de sobra lo sabía todo. Imagino que ambos lo sabíamos
todo.
Bajamos del ómnibus y recorrimos, en absoluto silencio, la cuadra
que nos faltaba para llegar a mi casa. Llegamos. Me tomó de la mano, me dio un
abrazo muy fuerte, me soltó, y mirándome fijamente, me dijo:
—No es lo que quiero ni lo que sueño. Bueno. Sí... Mejor me
marcho. Sí, lo sé. No hemos nacido para estar juntos. Somos tan iguales que
nunca vamos a congeniar, que nunca seremos compatibles. Creo que mejor lo
dejamos ahí. Lo dejamos como está... ¿Te has puesto bien? ¿Ya estás mejor?
Yo no tenía el menor deseo de que él se fuera. Algo indescifrable
giraba en mi cabeza. Lo miraba sin comprender su actitud adolescente y
estúpida. Sus palabras, muy sueltas y tontas, me dolieron en el alma. El
orgullo, entonces, me venció. Mi maldito orgullo... Musité algo. Luego,
levantando la voz, le respondí:
—Sí, estoy bien... Pero, ¿por qué te pones así? ¿Así debe ser? ¡No
te entiendo!... Bueno. Acepto que está bien. ¡Gracias! No merece la pena hablar
de lo ocurrido. Tomaré este día como si no hubiera pasado nada... Pero hazme un
favor: deja que nuestras vidas transcurran como está, que cada uno continúe con
su vida. No me vuelvas a buscar.
Seguramente mi aspecto no era muy amable, pues él abrió y cerró
los ojos con amargura y se marchó sin darme el último beso que necesitábamos
los dos en esos momentos...
Libertad
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