Soy una testigo ocular y de sentimiento, y ahora que escribo y la
imaginación me llama al recuerdo, es un poco como si me transportara a aquel
espacio y tiempo sin proponérmelo. Debe ser por lo intolerable de estar ahí, en
un rincón acurrucado de mi memoria. Tal vez por eso no pretendo sumarle ni
quitarle detalles a lo acontecido... Aunque algo me mueve y me inquieta a
hacerlo.
Por aquel tiempo, tenía muy buenas amigas en mi facultad, aunque
eran pocas. Los culpables eran mi carácter y mi manera de ver la vida. Al fin y
al cabo, no necesitaba a nadie más; porque me sentía mejor así, viviendo así,
sin la necesidad de buscar esperanzados momentos o hechos que cambiaran mi
forma de vivir.
Ese año compartía la misma
carpeta, la del centro y en primera fila, con una amiga de mi barrio. Ella era,
en cierta medida, condescendiente conmigo. Nunca la vi preocuparse por lo que
yo hacía. Recuerdo que desde aquel lugar yo observaba los movimientos de los
profesores. Los veía estirar los brazos para tratar de explicar cada ángulo,
cada curva... y desarrollar su clase preparada. Se comportaban como si fuera la
descripción de sus propias vidas o un escape de estas. Otras veces, mientras
esperábamos la siguiente clase, me entretenía viéndolos bromear entre ellos y
juguetear con las chicas, y hacer gestos con ademanes exagerados y voz
exaltada. Testimoniaban, quién sabe, alguna circunstancial anécdota. En
resumidas cuentas, se advertía en el ambiente algo natural, tal vez diría,
locuras estables.
Después de algo más de un año, una noche, luego de salir de la
universidad rumbo a mi casa, me encontré con un viejo amigo en el ómnibus.
Habíamos estudiado en el mismo colegio, en la secundaria, y compartimos la
misma aula durante tres años consecutivos. Ahora también estábamos en la misma
universidad. Casi al principio del año, él solía frecuentar la puerta de mi
casa, lo cual me sorprendía enormemente. Y sucedió lo que tenía que suceder.
Los más increíbles milagros suceden así.
Un día, por alguna ley de causalidad, llegó de improviso y me
invitó al cine; pero ¡oh maravilla!, nunca llegó. Me dejó plantada y con los
crespos hechos. Después de tan incalculable error, inventó infinitas disculpas,
o tal vez solo una: las circunstancias, las circunstancias. Se empeñó
radicalmente en resolverlo haciéndome infinitas llamadas por teléfono. Él creía
que una nueva invitación lo solucionaría todo. Me llamó y me invitó a salir no
sé cuántas veces, pero yo me negué de diferentes maneras. Estaba herida, más
que herida, decepcionada. Recuerdo que en plena conversación, yo siempre
apretaba muy despacio el pulsador y terminaba la llamada. Lo dejaba hablando
solo. Era una estúpida venganza, creía que la merecía. Y también era una forma
de dejarlo escarbar a solas en su conciencia...
En aquel día que les cuento, yo iba sentada y conversando
amigablemente con mi amiga, cuando me pareció verlo por detrás de la ventana.
Tres o cuatro personas más avanzaban a sus espaldas en el momento en que lo vi
treparse al ómnibus y subir apuradamente, para luego pararse muy cerca de mí.
Al principio dudé de que se tratara de él. El resplandor de la luz que se
reflejaba en las ventanas creaba una sombra que no me permitía distinguir su
rostro, pero sí sus facciones. El sujeto, que presentía era mi amigo, llevaba
puestos unos jeans y una chompa de color azul de Jorge Chávez. Además, era
exageradamente delgado, con cabello casi largo, lacio y negro, con raya al
costado. Entonces sonreí y a partir de ese momento todo sucedió tan rápido.
Alguien a su lado se levantó y él se retiró un poco para dejarlo pasar. Cuando
se inclinó para tomar asiento, pude verle el rostro. Al reconocerlo por
completo, me atrajo su apariencia, su aspecto de estudiante descuidado e
indiferente. Yo seguía sentada, quieta, girada un poco, agarrada al soporte y
en compañía de mi amiga del barrio y de carpeta, con la que charlaba. Él, con
las piernas flexionadas, se encontraba sentado junto a la ventana en compañía
de una joven mujer por azar, que supuse era otra estudiante. No se percató de
que yo estaba detrás de él. En ese momento, yo charlaba con mi amiga y elevaba
el tono de mi voz para que me pudiera oír y notara mi presencia. Pero no logré
mi propósito. Él seguía inmutable, estático y leyendo unas separatas de algún
curso de ingeniería, no sé cuál.
De pronto, sentí un saludo.
—¡Hola! —exclamó la joven que iba junto a él, a quien apenas pude
reconocer.
No sé qué movimientos hice, pero me quedé observándola de forma
tonta. Su cuerpo, ligeramente inclinado, estaba recostado sobre la ventana y
tenía la cabeza girada hacia mí; su mano derecha permanecía levantada en señal
de saludo. Traté de ignorarla, fingiendo no haberla oído.
—Hola, amiga. ¡Aquí!... Mañana tenemos que entregar el trabajo
—dijo, insistiendo con su mirada.
—Ah, hola —respondí, como si despertara—; no te había reconocido.
Sí, mañana es el último día —dije, dudando.
Mi amigo apretó los dedos y levantó la cabeza. En ese instante
dejó de leer y se quedó quieto por un momento, luego inclinó la cabeza y siguió
leyendo. Creí que había reconocido mi voz y se había dado cuenta de que yo
estaba detrás de él.
—¿Me puedes dictar las preguntas? —preguntó mi amiga.
Sin perder tiempo, ella se volvió, levantándose. Ese movimiento
hizo que su carpeta, que apretaba con ambas manos, rozara el hombro de él.
—Disculpa, amigo... Perdón. ¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes
pasarte al asiento de atrás para que mi amiga se siente conmigo?
—¡Hum! —balbuceó, mirándola durante unos segundos—. Ok, claro...
Lo vi fruncir el ceño y molestarse un poco.
—¡Ven, amiga! Siéntate conmigo —exclamó, sonriendo y apartándose
el cabello lacio y largo hacia atrás.
Me levanté y esperé a que él hiciera lo mismo para intercambiar
los asientos. Al ponerse de pie y girar, me rozó ligeramente. Vi cómo sonreía y
se volvía hacia mí sin levantar la vista. Por los gestos en su rostro, me di
cuenta de que me había reconocido, pero lo disimuló rápidamente. Con la cabeza
inclinada, hizo como si arreglara sus cuadernos. Al cruzarnos, lo miré
fijamente, pero no pude verle la cara, ya que él mantenía la vista en el suelo,
como si no se diera cuenta. Luego, cada uno tomó su nuevo lugar. Ahora yo
estaba frente a él, soportando la compañía de mi amiga. Mientras me acomodaba,
ella prácticamente me arrebató el cuaderno y se puso a copiar y hablar sin
dejarme tiempo para decir algo. Mi otra amiga, detrás de mí, siempre
comprensiva, permanecía en silencio. Al girarme hacia ella, soltó una sonrisa y
asintió con la cabeza. Casi al mismo tiempo, sin poder evitarlo, volví mis ojos
hacia él y lo vi leyendo sus separatas, en silencio, siguiendo atentamente su
lectura. Después de un rato, el autobús se detuvo, momento que mi amiga, la
lora, aprovechó para bajar apresuradamente.
"¡Ay, amiga, casi me paso...! ¡Nos vemos mañana!" dijo.
Para mí, el hecho de encontrarnos mañana no tenía ninguna importancia.
Rápidamente, una mujer de mediana edad con una ridícula manta al cuello se
sentó junto a mí. Al hacerlo, me acorraló junto a la ventana. No le dije nada.
Mi amiga que iba detrás de mí, pegada a él, solo levantó los hombros y soltó
una pequeña sonrisa. Inmediatamente, el autobús reanudó su marcha.
En la Plaza Unión, cerca del
paradero, el ómnibus se detuvo nuevamente; entonces, bajé apurada junto con mi
amiga para dirigirnos hacia la cola y tomar el siguiente ómnibus, el que
finalmente nos llevaría a nuestras casas. Agitadas y apurando el paso,
atravesamos zigzagueando una vereda donde había ambulantes vendiendo golosinas.
Casi al llegar, no tardé en oír una voz que me saludaba. Era mi amigo que caminaba
a mi lado.
—Hola, ¿cómo están? Disculpa, estaba tan atento a mi lectura que
no me di cuenta de que viajábamos juntos. Te vi bajar. Mañana empiezan mis
finales y estoy un poco tonto... ¿Siempre sales a esta hora?
—Sí, casi siempre. Y tú, ¿qué tal? Te vi subir..., pero te has
hecho el loco. ¿Me tienes miedo?
—Ah, sí... Digo, no. Sí, me di cuenta de que estabas a mis
espaldas... Pero no he querido incomodarte... No sé si aún sigues molesta
conmigo. Te he llamado tantas veces para salir... Que ya me estaba dando por
vencido. No lo tomes a mal. Sí, te he visto varias veces en el ómnibus,
pero..., la verdad, como ya te dije, pensé que podía incomodarte... ¿Miedo? No,
nunca.
Con la cabeza casi vuelta
hacia él, de soslayo, veía todo lo que hacía. Al darse cuenta de que le ponía
atención, su boca resaltó una risita burlona. Giré mi cabeza y lo miré
completamente. Sí, era flaquísimo. Sus ojos estaban chinos y vidriosos. Su
rostro brillaba y se lo frotaba con una de las manos. Tampoco dejaba de mirarme
furtivamente. Era imposible no mirarnos. Hacía mucho calor y supuse que estaba
sudando. El verano se había adelantado. En este ínterin de tiempo, ruborizada
por una de sus bromas, le di una leve palmada en el hombro, lo que aprovechó
para quitarme uno de mis libros, el de mayor volumen.
—Te estás llevando toda la biblioteca a tu casa... ¿Y qué te
cuentas? —me dijo alejándose de mí.
Me quité las gafas y me froté los ojos. Al colocármelas, lo vi
apurar el paso y llegar rápidamente a la cola de los ómnibus.
—¡Apuren! Ya es muy tarde. La cola está larga...
Tal vez corrí, no recuerdo,
pero ya en la cola empezamos a hablar de los amigos del colegio y de algunas
cuestiones académicas. Allí parados y mientras conversábamos, no dejaba de
examinarme. Sus ojos fijos en mí, me ponían nerviosa. Él también parecía estar
igual que yo porque hablaba cosas sin sentido. Al fin la cola se terminó y nos
trepamos al ómnibus. Mi amiga, al entender nuestros rubores, subió con nosotros
y se fue a otro lado. Así que nos sentamos juntos por primera vez. En el
colegio nunca lo habíamos hecho. Lo vi examinar el lugar sin parar de sonreír y
de hacer gestos con su boca y sus manos. Cargaba sobre sus piernas un cuaderno,
unos folletos y mi libro gordo. Sin advertirlo, me volví hacia él y nuestras
miradas se encontraron. Me sonrojé y quedé inmóvil por un instante. Salí con
una pregunta:
—Y, ¿qué preparativos para las fiestas de Navidad? De seguro te
vas a perder... Te irás por ahí con tus amigos a alguna fiesta.
Se quedó mudo. Pensé que mi pregunta le había incomodado porque
volteó la cabeza hacia la ventana y se quedó quieto y pensativo. Pero al rato
se volvió y me miró con la cabeza detenida y sobándose la barbilla con una de
sus manos.
—La voy a pasar en casa. Las Navidades son para pasarlas con la
familia. El Año Nuevo, no sé, buscaré a los amigos de la promoción: Poncho,
Joel, Roberto; vamos a ver qué se hace... Con ellos me veo y siempre salimos
por ahí después de la cena.
Ese mismo día era mi cumpleaños. Quise decírselo, pero me contuve.
A mí nunca me gustó celebrarlo ni que me lo celebren. Nunca me atrajeron ni
cautivaron las fiestas.
Extendí la vista para ver alrededor, buscando a mi amiga. No pude
hallarla. Cuando me volví a mirarlo, él miraba por detrás de la ventana,
pensando en no sé qué cosas que me hubiera gustado saber en ese momento. Quise
atreverme. Quería decirle si podíamos vernos y pasar juntos el Año Nuevo. Que
viniera a buscarme a mi casa; que me gustaría conversar con él sobre muchas
cosas. Dudé un rato, pero se lo dije:
—¿Por qué no vienes a mi casa el Año Nuevo?... Claro, después de
la cena familiar.
Volteó casi al momento con una expresión de sorpresa y alegría.
Apretó sus labios y se frotó los ojos inconscientemente. Y al fin elevó los
hombros y me dijo:
—Me parece una buena idea...
Sí. Es una buena idea... Espera..., voy a apuntarlo en mi agenda. No se me vaya
a olvidar —respondió, evitando mirarme.
Sacó un papelito que tenía en el bolsillo trasero de su pantalón y
empezó a escribir, entendiendo que yo lo leía: "12:01 de 1980, cita de
amor con una amiga de promoción del colegio. Tengo que ir a buscarla en su
casa. ¿A dónde iremos? Está por determinarse... Pero al cine no creo. Estoy por
reivindicarme...".
Le puse mala cara y le hice un gesto torciendo mi boca porque me
hizo recordar la primera vez que me invitó al cine y nunca llegó. Se dio cuenta
y guardó el papelito rápidamente en el bolsillo trasero del pantalón. Tomando
aire, lo volví a mirar con una sonrisa de complacencia, de agrado, como si lo
estuviera perdonando. Lo vi entonces muy satisfecho, al igual que yo por mi
atrevimiento. No pensé en mi aniversario, no me importaba. Me importaba el
primer día del próximo año a las 12:01 como él lo apuntó. ¿Cuántas llamadas
telefónicas me había hecho hasta ese entonces? Creo que un millón...
—Bueno, te espero. No vayas a tomar mucho y llegues tambaleándote.
No te lo perdonaría —le dije, evitando preguntar por qué "lo de cita de
amor". Lo tomé como una amistosa provocación.
No respondió, no quiso decir nada. Solo me hizo un gesto con su
mano, tocando la mía. Cuando nuestras manos se encontraron, sentí un frío que
logró escarapelar mi cuerpo y un vacío en mi estómago. Por suerte, el cobrador
empezó a pedir los pasajes, lo que nos devolvió de inmediato a la cruda
realidad. En seguida separó su mano de la mía y la metió en uno de los
bolsillos de su pantalón y pagó por los dos. Estábamos cerca de llegar a
nuestro destino.
—¡Gracias! En la próxima esquina tienes que bajarte —le dije,
después de mirar mi reloj y tratar de ubicar el lugar por donde pasábamos.
—No, te acompaño a tu casa —contestó.
—Pero mira la hora que es. Vas a llegar muy tarde. No me has dicho
que mañana tienes examen.
—Sí, pero ya estudié. No te preocupes —contestó, sonriendo.
Bajamos del ómnibus y caminamos juntos, en silencio, hasta llegar
a la puerta de mi casa. La abrí y me quedé parada esperando su despedida. Nos
quedamos en silencio, observándonos. Luego miró el entorno y me dio la mano con
poca reverencia y sin atreverse a mirarme a los ojos. Hice un ademán de besarlo
en la mejilla para que él me correspondiera, pero me detuve porque, como
ahuyentado, se separó muy rápidamente.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo, levantando la cabeza y con voz débil.
Luego apuró el paso y lo vi
alejarse hasta que dobló la esquina.
***
Los sonidos típicos de la Nochebuena, la música y los acordes que
seguían a toda esa fiesta, los abrazos familiares a las doce en punto y todo lo
demás no lograron hacer que me olvidara de mi amigo. Recordaba el papelito que
le servía de agenda. Ese retazo de papel estaba fijo en mi cerebro. "Las
12:01 de 1980, cita de amor..." estaba grabado en mi mente, y no podía
dejar de pensar en el momento en que lo había anotado y se había burlado de mí
mientras lo escribía... No recuerdo haberlo visto nunca triste ni molesto
conmigo; aunque algunas veces lo sentí meditabundo, quieto, mirando fijamente
algo. Realmente no lo conocía, solo lo poco que había podido conocer de él en
el colegio. También sabía que él no me conocía, que no sabía nada de mí ni lo
que yo pensaba y sentía por él. Por eso creo que tenía la necesidad de verlo,
de conversar. Y él también lo necesitaba. Si no, ¿por qué esa risa de oreja a
oreja que le vi cuando le propuse la cita? Y tal vez más que yo. No lo sé...
Los días transcurrían muy pausadamente para mí, hasta que por fin
llegamos al último día del año. Con mis hermanos habíamos preparado todo lo
necesario para celebrarlo. Y llegó por fin la hora de los sonidos estridentes y
retumbantes, los brindis, la cena y compartir la llegada del nuevo año con los
abrazos familiares... Hasta que pude notar que todos libremente merodeábamos la
sala.
—¡Te buscan! —me gritaron desde abajo.
Bajé deprisa, casi trastabillando. Al abrir la puerta, me llevé la
sorpresa de que no era él, era otro amigo, también de mi promoción del colegio,
que apareció repentinamente.
—Hola, ¿qué tal? Pasaba por aquí y quise saludarte.
—Hola, ¿y a qué se debe este milagro?
Me tomó de la mano y me dio un beso en la mejilla. No sentí nada
extraño, nada fuera de un saludo convencional, usual, común. Conversamos de
muchas cosas, de varias cosas que para mí no tenían sentido; le seguía la
corriente. Me hacía preguntas sobre mis gustos, mi cantante preferido o mi
comida favorita, y muchas trivialidades más. Le dije que estaba un poco cansada
y que tenía que ir a descansar.
—¿Podemos salir este domingo? —dijo, hablando atropelladamente.
Ya el reloj marcaba las
12:40 de la madrugada del jueves 1º de enero y mi amigo, el de la agendita, no
hacía su aparición. Entonces lo miré sin saber qué responder. No me apetecía
aceptar su invitación, pero estaba bastante molesta porque mi amigo no llegaba.
Le dije que no sabía, que el domingo tenía una reunión familiar y que era
difícil que yo no participara. Que mejor lo dejáramos para otra vez.
—No, no te preocupes, lo dejamos para la próxima semana. Yo te
llamo y coordinamos.
—Está bien. Me llamas y nos ponemos de acuerdo.
De pronto, como caído del cielo, hizo su aparición mi amigo, el de
la cita, el que se hizo el loco en el ómnibus; el del papelito y su nota.
Inmediatamente se acercó a mí.
—Hola. ¡Feliz Año Nuevo!... ¡Pucha! No me pude soltar de los
amigos... Llegaron a mi casa y salimos con dirección a la Plaza Mayor. Pero al
final pude escaparme y aquí estoy. Soy todo tuyo... —dijo, elevando los hombros
muy frescamente. Y de inmediato me abrazó por primera vez sin dejar de mirar a
mi otro amigo, como diciendo "y este, ¿qué hace aquí?". Luego se
apartó de mí y lo saludó apretándole la mano. Y sin esperar que este
reaccionara, empezó a soltar frases de doble sentido.
—Y, ¿qué tal? ¿Estás buscando fiesta? Poncho, Joel y los demás
están en el parque, y se van a ir de parranda. Si te apuras, les darás alcance.
Se van a una fiesta organizada por uno de los amigos del colegio.
—¿Tú no vas a ir? —contestó mi otro amigo, enfadado.
—No. Me he escapado de ellos. Tengo una cita aquí. Nuestra amiga
me ha invitado a su casa. Y vamos a bailar y beber hasta morir. ¿No es cierto?
—dijo, señalándome con un amplio ademán.
Sin vacilar, me miraba con su típica sonrisita, aunque esta era
irónica, jodida. Trataba de hacerme cómplice para largar a mi otro amigo. Y,
sin decir nada, me llevé la mano a la boca, frotándola. Y apreté con el índice
y el pulgar mi nariz, para tapar mi inesperada risa de complicidad.
—Perdona —me atreví—, pero ya son casi la una. Quedamos a las
12:01 y tú lo apuntaste. ¿Qué pasó? —le dije, encogiéndome de hombros y casi
riendo, pero esforzando una cara seria.
Mi otro amigo se dio cuenta de la situación y nos examinó por unos
instantes. No le quedó otra opción que despedirse.
—Entonces, te llamo la próxima semana para salir. El viernes...
¿Está bien?
El del papelito se quedó mirándolo con las cejas levantadas y con
un rostro de solicitud, de demanda, de interrogación. Luego se volvió hacia mí
y me miró interrogativamente. No dijo nada; solo se llevó la mano a la boca y
quedó meditando. Su cara se llenó de gestos y muecas que en nada ayudaban a su
rala belleza.
—Está bien. Me llamas; si no estoy, dejas el recado. Estaré
esperando tu llamada —le contesté.
Se lo dije de manera disipada y suelta, para que al del papelito
le doliera en lo más profundo del alma, el corazón y la memoria (si se puede
llegar ahí); y que supiera que solo era otro amigo más. Y también para que
nunca más volviera a dejarme plantada y disculparse tonta y estúpidamente
diciendo que se le pasaron las copas y las circunstancias, las
circunstancias...
—Nos vemos, Charly. Pórtate bien y toma toda tu leche. Y si vas a
beber, toma poco..., porque tú eres demasiado pollo... —dijo nuestro amigo,
para burlarse de él.
—Todo depende de la persona con la que estés acompañado... Además,
ella me va a cuidar. ¿Sí o no?... Y si se me pasan los tragos y no puedo ir a
mi casa, me quedaré durmiendo en la casa de nuestra amiga. Ella me va a
cobijar; no te preocupes. ¡Ah!, y este y el próximo domingo vamos a ir al cine.
Así que no hagas muchos planes. Ella tiene agenda conmigo todo el ochenta.
Me quedé muda, paralizada. Lo desconocía. No era él, no podía ser
él; algo le había caído mal y le había movido el cerebro; o estaba ya con algunos
tragos y no me había dado cuenta.
—¡Adiós! No le hagas caso, este es puro bla, bla, bla. —intervine,
algo turbada.
Charly estaba burlándose de nuestro amigo. Y burlándose de mí
explícitamente. Lo quedé mirando con las cejas elevadas y tratando de saber qué
le sucedía. Se quedó callado, pero mecánicamente hacía gestos con la boca. Mi
otro amigo optó por despedirse y se alejó sin hacer otro comentario.
—¿Has estado bebiendo? Hum. Me sorprende tu soltura. Has estado un
poco atrevido con T... —le inquirí.
—No. Un poquito. Creo que el
champán se me ha subido a la cabeza más de lo que yo pensé... Pero no... Estoy
tranquilo. Hoy día, no sé, pero estoy pilas...
Lo invité a pasar, y pareció volver en sí. Subimos juntos las
escaleras. Iba muy relajado. El champán, o no sé qué otro trago, lo había
puesto como un loro. No cuidaba sus palabras y las soltaba libremente. Hasta me
dijo que bebía porque era egocéntrico. En ese momento, no le entendí. Llegamos
a la sala y seguía hablando, no se callaba por nada. Empezó a saludar a todos
sin ningún rubor, muy suelto.
Cuando ya estábamos cómodos y conversando con mis hermanos, quise
saber por qué decía lo de egocéntrico. Me puse en pie, me acerqué y me senté a
su lado. Entonces le sentí un tufillo de alcohol de muchos grados. No quise
interrogarlo sobre el tufillo. No era el momento. Pero lo de egocéntrico me
llevó a preguntarle:
—¿Bebes porque eres egocéntrico? ¿Por qué dices eso?
Soltó una risotada que me preocupó. Los demás lo quedaron viendo
sorprendidos.
—Es que me gusta que el mundo gire a mí alrededor. Y Newton sabe
que, si me paso de tragos, lo único que va a detener mi caída es el piso.
Física pura...
Todos soltamos unas carcajadas por su ocurrencia. Nunca lo había
visto conversar de manera tan desenredada y desbordada. Lo que yo recordaba era
haber conversado siempre con un chico tímido, huidizo e introvertido; y no con
éste, suelto de una manera desconocida. A cada una de mis preguntas respondía
con una broma, un sarcasmo o una alusión. Lo vi fumar no sé cuántos cigarrillos
y beber la cerveza sin contemplación. Lo interrogué entonces. Lo recuerdo
siempre.
—Te veo fumar mucho y beber muy rápido. ¿No crees que te pueda
hacer daño?
—Sí, pues, quisiera una vida sana y repuesta; el problema es que
me voy a aburrir un carajo…
Y así, a cada pregunta tenía una respuesta.
Ya eran cerca de las tres de la mañana. Sentada frente a él, no
cesaba de mirarle de cuando en cuando. Permanecía sentado junto a la ventana y
con el rostro iluminado por las luces que llegaban del árbol de Navidad. Ya la
frescura de la madrugada comenzaba a hacerse sentir. Apretó los dientes y se
levantó con mucho esfuerzo para ir al baño. Entonces vi que sus movimientos
eran torpes porque caminaba con mucha dificultad. A su vuelta, me fui a sentar
con él. Y casi en sus oídos, le dije:
—Creo que ya debes descansar. A la próxima no te vas a poder
parar.
Inmediatamente respondió haciendo un ademán con las manos.
—Sí, tienes razón. Creo que ya debo marcharme. Estoy que me busco
y no me encuentro. Los tragos se fueron, como tiros disparados, directo a la
cabeza —dijo, mirándome y sin oponer resistencia.
—No. No te puedes ir así. Mejor te llevo a la biblioteca, allí hay
un sillón para que puedas descansar —le dije, muy angustiada.
Los que conversaban con él,
todos familiares y eran cinco, no querían que se fuera. Me pidieron que lo
dejara un rato más. Les dije que no. Que ya estaba muy mal y que por eso
hablaba con dificultad y lograba, sin darse cuenta, unos gestos feos en el
rostro. Querían que les resolviera un acertijo que él les había propuesto. Era
un acertijo político. Lo pensó, trató de hablar, pero balbuceaba:
—No, mejor lo dejamos para otro día. Oye..., si no puedes
convencerlos, desoriéntalos y que se jodan. La mejor arma en política es la
confusión... —dijo, con la lengua trabada y soltando una penosa risotada.
Lo tomé de la mano y del hombro y lo llevé a la biblioteca. Todos
nos quedaron viendo. Ya en el interior, lo ubiqué en el sillón. Pero cuando
intenté soltarlo, no quiso soltar mi mano. Me guiñó el ojo e hizo unas señas
con la otra mano y se quedó mirándome tiernamente. Me dijo:
—Sabes, Estrella, estoy perfectamente enamorado de ti; eres el
amor de mi vida, y no pararé hasta llevarte al altar. Ese es nuestro destino.
Te lo prometo… —Con el rostro emocionado, intentaba levantarse del sillón y
acercarse más a mí. No lo permití.
Me dijo muchas cosas más que no tomé en serio. Estaba demasiado
borracho y no era el momento de responder, discutir o rebatir nada. Lo vi
afligido y con ganas de desahogarse y llorar en mis brazos.
—Sabes, la vida ha sido dura conmigo, muy dura. Siempre me ha dado
la espalda.... No sé cuántas veces me la he “culeado”. ¿Por qué me da la
espalda? ¿Tú qué dices? —continuó, soltando una risa.
—No puedo lidiar contigo ahora; descansa. Me haces reír cuando
siento que vas a llorar. Más tarde hablaremos sobre todo lo que me has dicho.
Pero ahora, descansa.
Se acostó, lo cubrí con una manta y lo dejé allí, con sus frases y
ocurrencias.
—Tendrá que repetírmelas cuando se le pase la borrachera y
despierte —me dije mientras me dirigía hacia la puerta.
Llegué a la sala. Los demás seguían bebiendo. Me preguntaron por
él. Les dije que estaba descansando y que no lo molestaran. Yo también estaba
muy cansada y tenía ganas de dormir. Fui a mi cuarto y me tiré en la cama,
vestida como estaba. Apenas pude quitarme los zapatos. Me quedé dormida, sin
saber por cuánto tiempo.
Desperté y empecé a recordar todas sus ocurrencias junto con sus
últimas palabras. Me sacó una sonrisa. Sabía que fue el alcohol lo que lo hizo
hablar de esa manera. No pude resistirlo más y decidí ir hacia la biblioteca.
Los demás ya estaban descansando y la música había dejado de sonar. Me detuve
en el umbral de la puerta y encendí la luz; allí estaba él, cubierto hasta la
cabeza con la manta. Hacía mucho calor, pero él estaba tapado hasta el último
pelo. Le bajé la manta hasta el cuello y vi gotas de sudor en su frente.
Permanecía quieto, soñando quién sabe qué cosas que me hubiera gustado saber en
ese momento. Lo miré fijamente y le presté atención durante un tiempo que no sé
cuánto fue.
Creo que incluso me quedé
dormida un poco. Aún cansada, agarré una silla, la acerqué y me senté al borde
del sillón donde él estaba tumbado. El sueño me vencía, pero no quería ir a mi
habitación. Incliné la cabeza y la puse sobre su hombro, y me tumbé. Me quedé
dormida sin darme cuenta, en algún momento.
Y luego escuché ruidos que me despertaron. Para mi sorpresa, yo
estaba tumbada en el sillón y con la manta cubriendo todo mi cuerpo hasta los
hombros. Miré a mi alrededor y no lo encontré. Inmediatamente me puse de pie y
caminé con cuidado. Sentía dolor en la cabeza y en el cuerpo, como si me
hubieran golpeado. El dolor era punzante y desagradable en toda mi frente y
nuca. Estaba aturdida, mareada. Pero me preguntaba dónde se había metido
Charly. En medio del silencio, decidí ir al baño para darme una ducha. Al cruzar
la sala, me sorprendí; Charly estaba sentado tranquilamente en la mesa del
comedor, desayunando junto a toda mi familia. Por suerte, él no me vio.
Mi cuerpo y mi alma volvieron conmigo después de la ducha. Me
estiré por unos segundos y me dirigí a donde estaban todos. Eran las diez de la
mañana.
—¡Buenos días a todos! ¡Buenos días, Charly! Parece que después de
seis horas de descanso el mundo sigue viéndose igual. ¿O crees que ha cambiado
un poco? —dije mientras elevaba la cabeza con el pan en la boca y la taza de
café en la mano. Y sin sorpresa, él me quedó observando.
—Buenos días. ¿Cómo has amanecido? El mundo nunca sigue igual; es
una ley del universo. La cuestión está en saber cuándo uno debe abrir o cerrar
una puerta sin golpearse el dedo. Parece que yo me lo he golpeado de un portazo
al ingresar a la biblioteca.
—Parece que empezamos este año barnizando la susodicha puerta;
después del golpe, el golpeado se ha quedado muy calladito... Parece que hasta
las bisagras están bien aceitadas. Me gustaría que se diera otro portazo más
tarde y poder escucharlo ahora que estás sobrio.
Sí. Él recordaba todo. Ahora estaba en mis manos. Solo era
cuestión de tiempo. De agarrarlo del cuello.
Agarré una silla y tomé asiento. Me coloqué frente a él. Lo vi
tomar otro gran sorbo de café. Quería terminarlo pronto.
—Creo que ya es muy tarde. Deben de estar preocupados en mi casa.
No saben nada de mí —dijo, algo apurado.
—Salir corriendo y provocar sonrisas parece que no es una mala
opción. Quiero conversar un momento contigo. Deja que termine mi desayuno.
¿Puedes? —le dije, volviéndome hacia él, mirándolo fijamente.
—Ok. No hay problemas. Te espero —contestó, elevando la mirada.
Su rostro dibujaba todas las muecas que nadie podría hacerlo en
tan poco tiempo. Lo veía muy intranquilo y desvelado. Tal vez alarmado por las
preguntas que tenía que contestarme. Aceleré mi desayuno. No tenía muchas ganas
de tomar nada. No tenía hambre. Di el último sorbo a mi taza de café y me puse
en pie. Él también hizo lo mismo. Luego caminamos juntos hasta la biblioteca.
—Mira, la puerta te está esperando. Necesitas un portazo para
decirme las cosas que me dijiste en la madrugada. ¿Me las podrías repetir ahora
que estás cero mililitros de alcohol?
—Mira Estrella, recuerdo que me ayudaste a llegar hasta la
biblioteca y luego me acosté en un sillón. Pero no recuerdo más. Cuando
desperté, te vi durmiendo a mi lado. Estabas sentada en una silla y con tu
cabeza en uno de mis hombros. Me levanté y te acosté en el sillón y te cubrí
con la manta. No me aproveché de ti. Aunque faltó poco... ¡No! Mentira...
¡Nunca lo haría sin tu consentimiento!
—¿No recuerdas más? ¿No recuerdas lo que me dijiste antes de
quedarte dormido?
Se quedó callado, meditando, con cara de estúpido. Estaba furiosa
y lo miraba a la cara con toda mi furia. Me contuve, como siempre lo hacía con
él. No le quise preguntar más. El dolor de cabeza volvió otra vez. Ahora más
fuerte que cuando me desperté.
—Sabes, tengo que irme. No dejé aviso de a dónde iba. Deben de
estar preocupados en mi casa. Dime, ¿qué dije?... La resaca no se me va... Me
duele la cabeza.
—No. Nada. Déjalo ahí. Solo dijiste que me invitabas al cine para
este domingo. Pero si no recuerdas ni eso, menos recordarás lo demás.
—Disculpa. Es verdad, te dije que este y el otro domingo
saldríamos al cine. Pero tú no dijiste que sí. Entonces, ¿estás diciendo que
sí?
Lo miré con cólera y cariño. Con ganas de golpearlo con un palo, o con mis manos, en la cabeza. Bueno, me dije, tal vez se atreva a decírmelo el próximo domingo, antes o después de ver la película. Ojalá tenga el valor de hacerlo. No sé si los milagros existen. Él me hizo pensar que no.
Libertad
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