Todavía
no tengo claro el recuerdo de aquel día en que comencé a sentir una súbita
inclinación por una chiquilla de 15 años. Ella era una amiga de mi colegio, de
mi salón de clases. Sus cabellos lacios y negros eran brillantes y finos, y
sobre su rostro se posaban, irascibles, unas gafas que escondían unos ojos
pequeños y achinados de color marrón. Sus manos tenían una forma delicada y
grácil, y su boca se amoldaba en un gesto delicioso y deleitable. La conocí en
1975; era de mañana cuando la encontré inclinada y vestida con su uniforme
único; recogía un libro, y yo llegaba por primera vez a mi nuevo salón de
clases, el "3.º C". Era, repito, 1975; supongo que aquel encuentro en
el salón sucedió en abril. Supongo, digo, porque no tengo la fecha precisa.
Pero me encandilé o entusiasmé con ella en el cuarto de secundaria. No sé qué
día ni qué mes ni a qué hora o minuto. Solo recuerdo que ya estaba prendado a
mitad o algo más de aquel año. ¿Cómo me di cuenta? No lo sé ni lo sabré nunca.
O tal vez lo sé y no puedo explicarlo. Lo intentaré, a ver si resulta...
El
cuarto de secundaria fue para mí un año muy curioso. No quiero extenderme en
describirlo, aunque tengo hartos recuerdos imborrables, casi como pensamiento
intacto. Recuerdo que cuando me cruzaba con ella, yo hacía un esfuerzo para
rehuir; pero luego, cuando la veía de espalda, la miraba disimuladamente. A
veces, cerraba los ojos y podía oír su voz y sentir el calor de sus manos sobre
las mías. No sé por qué, pero siempre creí que ella sentía algo por mí.
Recuerdo
muy bien el día en que el corazón me latió ligero en el pecho; fue cuando ella
se acercó a mí con la intención de pedirme prestado un borrador. Nos miramos, y
yo murmuré sin aliento algunas palabras. Aquella fue la primera vez que me di
cuenta de que me gustaba. Ya en mi cuarto, a solas, me imaginaba hablando con
ella, expresándole muchas cosas que no comprendía en ese momento; imaginaba que
me hablaba como si nos conociéramos de siempre o como si fuéramos amigos de la
misma calle o hubiéramos compartido algún juego infantil frente a su casa o en
su vereda. En suma, estaba prendado de aquella chiquilla de ojos marrones y
cabellos negros, lacios y brillantes.
También
sé que no tengo recuerdos de aquel momento en que quedé flechado o encariñado
totalmente de ella. No podría decir si fue en algún acto o en algún lugar
preciso. Lo que sí les puedo decir es que me enamoré infinitamente. Lo digo
ahora, porque ya lo puedo saber. En aquel tiempo, creo que no lo sabía. ¿Quién
sabe a los quince años diferenciar lo que es estar enamorado, flechado o si
solamente le gusta una chica? A mí me gustaba y me agradaba sobremanera mi
amiga, porque al recordarla me emocionaba de día y de noche, despierto o
dormido. Cuando uno está chalado no puede dejar de pensar en ella; hasta sueña
con ella soltando una sonrisa que transfigura el rostro. Y en cualquier cosa
que hagas, siempre apartado del mundo, estás pensando en ella. En resumen, es
todo tu tiempo y tu vida. Esto me pasaba en aquellos días. Estaba
desmesuradamente prendado, hecho un memo. En fin, hablando coloquialmente,
estaba templado.
Nunca
le dije nada, nunca me atreví a decirle a ella o a alguien lo que sentía. Era
mi secreto guardado con un millón de cerrojos y candados...
Era
un lunes y hacía ya dos semanas que había empezado el colegio en el 4.º C. Yo,
ese día, como nunca, no tenía ningún plan, solo repasar geometría plana para
seleccionar algunos teoremas. Estábamos en hora de recreo. De improviso, alguien
ingresó a mi salón de clases, y sin que yo me diera cuenta, se acercó y se
sentó en la carpeta contigua. Ahí se quedó quieta, mirándome de soslayo, y a la
espera de que yo la mirara.
—Hola,
¿qué haces?...
Levanté
la cabeza y la miré sorprendido. Ese alguien llegaba después de quince días o
algo más; porque yo no la había visto al principio del año escolar, ni en los
días siguientes. Por eso, me desconcertó su intempestiva presencia.
—Hola,
¡qué tal!
No
quise demostrar mi alegría al volverla a ver; aunque me quedé hecho un tonto,
un idiota. Y mi saludo fue un balbucear torpe y bobo.
—¿Qué
haces?
En
ese momento, como ya dije, yo estaba tratando de entender algunas hipótesis de
geometría plana; algunos postulados que no entendía. Todos mis amigos se
encontraban en el patio disfrutando del recreo; y yo estaba tratando de invertir
ese tiempo para comprender aquellos extraños teoremas, cuando ella me
interrumpió.
—¡Ah!...
Aquí, tratando de entender algunos problemas. Mañana tengo que exponerlos y aún
no los comprendo...
Ella
estaba sentada con el cuerpo girado y muy cerca de mí, apoyada sobre mi
carpeta; sus ojos tras sus gafas miraban atentamente mi cuaderno garabateado de
números y figuras geométricas. Pude sentir su respiración apacible sobre una de
mis orejas cuando se inclinó un poco. Entonces, levantó totalmente la cabeza y
se quedó observándome por unos segundos; sus labios hacían un suave gesto que
llegaba casi a una sonrisa; y en su rostro se presenciaba un mohín, un ademán
de desconcierto. Ruborizado, dejé de escribir, y en ese mismo instante solté mi
lapicero que rodó sobre mi carpeta, sin lograr caer al suelo. Me acomodé como
pude y logré cerrar mi cuaderno y mi libro de geometría plana. Me volví hacia
ella y la miré hecho un tonto. Mi rostro, supongo, era el de un pasmado
adolescente que no sabía qué hacer. Recuerdo la mirada tierna de sus ojos
pequeños y marrones; parecían decirme que ella estaba de vuelta y que estaría
conmigo todo un nuevo año en el mismo salón de clases. Que nuevamente estaba
presente.
—¿Con quién te sientas? —preguntó insinuando una
sonrisa complaciente, pero seria.
Yo me recobré de mi rubor y le respondí:
—Con Elmo. Ahora él está en el patio... ¿Qué pasó?
¿Por qué llegas después de tantos días?
Cuando la pude ver con más atención, me di cuenta de
que había adelgazado un poco desde la última vez que la vi, al finalizar el
tercero de secundaria. En sus manos tenía, apretado, un paquete de galletas de
vainilla que no soltaba. Se quedó en silencio durante unos momentos. Creo que
meditó su respuesta. Luego continuó sin dificultad.
—Es que la ESEP es una tontería. No me gustó. Mis
hermanos me han recomendado que la deje.
Encima de la carpeta mi lapicero rodó finalmente hasta
caer. Me incliné y lo recogí. Luego, volviéndome, la volví a mirar. Ella seguía
sentada con los codos sobre mi carpeta y con la mirada atenta sobre mí; en su
rostro se dibujaba una tierna expresión de sencillez. Al verme sonreír, bajó la
cabeza y me miró por encima de sus anteojos. No soportando mi sonrisa, volvió a
sonreír, pero esta vez logró hacer una hermosa mueca con sus labios. Me di
cuenta de que se estaba burlando. Por eso, bajé los ojos hasta alcanzar los
suyos; entonces vi que en su rostro se dibujaba un rictus insospechado. No sé
qué tiempo estuvimos así, porque parecía que todo transcurría muy despacio.
Sobándome el cuello con las dos manos y evitando su
mirada, le dije:
—Hum. ¿Qué? ¿No es lo que dicen? Todos los mejores
alumnos del colegio se han trasladado a ese instituto.
—No. No es lo que dicen. Mejor quiero acabar el
colegio y luego seguir en la universidad.
—No sé. Si tú lo dices. No tengo conocimiento sobre
ese instituto.
Ella seguía vigilante, observándome siempre con una
sonrisa suave y dulce. Yo no sabía qué hacer. Quería decirle que se sentara
conmigo y que Elmo tenía que buscar otra carpeta. Pero no pude decirle nada. No
tenía agallas para decirlo. Sólo logré hacer unos gestos con las manos y
esbozar una irónica sonrisa con el propósito de que ella sonriera y dejara de
simular una cara seria. De pronto, soltó el sobre de galletas, y al tratar de
cogerlo en el aire, me dio un fugaz golpe en el hombro con su cabeza. La
emoción del golpe hizo cambiar de súbito nuestros rostros. Soltamos una
carcajada muy bajita y corta. Me dijo no sé qué otras cosas más que traté de
entender; y es por ello por lo que esa atmósfera que creaban nuestras
disimuladas miradas logró que le respondiera tontamente.
Estábamos entretenidos, no sé si embelesados, con
nuestra conversación lacónica, cuando de pronto:
—¡Hola, hola!... ¡ya viene la profesora de
matemáticas!
Era Elmo, que ingresaba intempestivamente... Y lo dijo
así no más, empujándome y sentándose a mi lado; derrumbando nuestra amigable y
tierna conversación. Un tiempo antes, quise decirle algo más, pero me contuve.
A mi amiga no le quedó otra cosa que ir a buscar asiento en otro lugar. Así que
se puso en pie y se despidió haciéndome una señal con la cabeza. Yo me quedé
mirándola mientras se alejaba. Por primera vez la pude contemplar de espaldas,
atento, y pude ver su cabello lacio, largo, negro y brillante. Su mano
izquierda seguía apretando el paquete de galletas. No sé, pero creo que aún no
estaba enamorado de ella. Fue después, porque no me importó demasiado que se
marchara a otro lugar.
La profesora ingresó y empezó a dictar su clase. No me
fijé en que sitio ni en que carpeta se había sentado mi amiga. Elmo empezó con
sus bromas y su chacota de siempre. Ese día no tenía ganas de seguirle la
corriente. Me incomodó en ese momento. Estaba fastidiado con él, enojado por
estorbar mi breve charla con ella, con mi amiga que estaba de vuelta y que se
había presentado conmigo.
Pasaron muchas cosas después. Mis lecturas de varios
libros de raros títulos que había encontrado entre los objetos guardados de mi
padre. Mis visitas furtivas a la playa con mis amigos. También es posible que
me haya encontrado frente a ella varias veces y tal vez la haya saludado. Eso
sí, nunca con un beso en la mejilla. ¡Nunca! Lo recordaría.
También recuerdo que ese mismo día, ya en la hora de
salida, yo me quedé jugando básquet en el patio con los otros amigos. En una
suerte de resistir la pelota, giré y pensé que era mi imaginación cuando la vi:
estaba parada y recostada junto a la ventana de nuestro salón de clases. Así,
en el trascurrir del tiempo y en el entrevero del juego, pude sentir que me
miraba por todos lados. No sé si fue una proyección de su mirada o la rapidez
con que se produjo lo que logró que yo me quede quieto sin saber qué hacer con
la pelota. Entonces me di cuenta de que estaba descontenta. Es que yo era
bajito, enclenque, sin ninguna chance para el baloncesto. Alguien recibió un
fuerte golpe y pidió un descanso. Fue esta pequeña pausa la que originó que
ella se acercara hacía mí. Gradualmente me miró levantando la nariz y haciendo
una mueca cómica con sus labios. Después caminamos cruzando la frontera del
patio. Ya parados y quietos, me dijo:
—Eres bajito para este deporte —luego prorrumpió
apenada—. Tienes que crecer.
No pude más que sentirme mal. Yo no sabía en aquel
momento si mi amiga sentía algo por mí; ni lo imaginaba siquiera, porque sólo
conversábamos amenamente.
—Lo pensaré... No, ya es cosa decidida... He nacido
sólo para jugar fútbol. ¡Ya qué voy a crecer!
Cuando volví a la cancha y la miré, la vi sonriente,
espléndida. Tenía aspecto de buen ánimo, de buen humor. Después de muchas
caídas, golpes e intentos, se alegró mucho cuando pude encestar, por fin, el
balón en una oportunidad; se alegró mucho más de lo que yo esperaba. Levantó la
mano empuñada, luego irguiendo el pulgar, me dijo:
—¡Sí, así se hace! ¡No corras tanto, aguarda un poco!
Soltó unas carcajadas tan sonoras que me fue imposible
reconocerla. Se hizo otra pausa en el juego y ella se volvió a acercar. Parecía
mi entrenadora. Faltó poco para que nos abrazáramos, pero yo retrocedí
avergonzado, y me limité a estrecharle la mano con el rostro ruborizado y
sudoroso.
—¿Eres tú? Vaya, sí que juegas bien. Aunque el tamaño
no te ayuda. Te están dando de alma. Tienes un moretón en la cara.
Puso sus dedos sobre mi rostro indicándome el lugar
del golpe. Luego soltó una risotada corta pero jocosa. Yo también me eché a
reír. Entonces se estremeció y me miró asombrada. Se turbó y me abrazo sin
darme tiempo. Se dio cuenta y me soltó rápidamente. Pude disimular mi emoción y
mi rubor.
—Sí, soy el mismo de siempre. —respondí exigiéndome
una sonrisa, limpiándome el sudor del rostro con mi pañuelo tendido sobre mis
dos manos.
Trató de disimular su abrazo y volvió a estrecharme
con más fuerza la mano que cogía el pañuelo humedecido por el sudor. Me miró
tiernamente. También estaba ruborizada. Tenía las mejillas rojas y sus ojos
estaban desnudos sin sus gafas. Me soltó cordialmente cuando se dio cuenta de
que seguía con mi mano casi pegada a sus pequeños senos. Aprovechó ese ínterin
y me dio una palmada en el hombro; después giró y exhaló un suspiro suave y
corto, tanto que se provocó una sonrisa ingenua e inocente. Atreviéndose, pasó
brevemente su mano por mi cabeza, y me dijo:
—Ya me tengo que ir, pero estás aprobado... Hay algo
de talento.
Cogió sus cosas y me observó con un interés asolapado.
Tratando de entender lo que pasaba, yo la quedé mirando como un tonto. No dije
nada. Solo la acompañé durante unos momentos, siguiendo sus pasos hasta la
puerta de salida. Ella me hizo volver desde la puerta haciéndome un ademán y
toqueteando mi pecho. Quiso que entendiera las circunstancias. Que no era el
momento de flirteos ni de nada. La dejé marchar mirándola sin hacer ningún
ruido. Quise llamarla y darle las gracias por su emoción y su barra cuando
encesté el balón. Como si lo supiera, volvió la cabeza y me miró severa, pero
con una sonrisa de afirmación. Yo no pude negarme a devolverle aquella emoción
con otra sonrisa. Mi amiga se marchaba de allí llevándose sus manos y su
saludo, llevándose aquel rostro desnudo sin sus gafas y toda su emoción que al
final llegó al abrazo. Luego, volví al patio; seguí jugando con los demás
amigos. Ya el juego no era el mismo sin ella apoyada en el borde de la ventana,
sonriente, agitando sus manos y mirándome sin importarle nada. Fue la primera
vez que la extrañé infinitamente. Sentí un temor que me hizo quedar con la boca
abierta tratando de evitar mi agitación...
Recuerdo otra anécdota con mi amigo Chicho. Él estaba
con las revoluciones al tope y con una intranquilidad agobiadora. Los
pendencieros de mis amigos lo retaron a bailar salsa, pero sin música; y él,
sin ninguna vergüenza, se paró adelante y al centro del salón de clases y se
puso a bailar como si estuviera en un salón de baile. Yo tuve vergüenza ajena,
pero me desternillaba de risa con sus movimientos. Chicho era en esos momentos
un cómico ambulante a todo dar. No sé cómo se me ocurrió, pero al volver mi
cabeza hacía la carpeta en que se encontraba mi amiga, nuestras miradas se
encontraron inesperadamente. Ella también reía a más no poder; se tapaba la
boca con sus manos, para tratar de dominar la risa. Me saludó con una de sus
manos y me hizo una señal, levantando sus cejas. Hizo un guiño conjugándolo con
una sonrisa. Estaba colorada de vergüenza, como yo. Se atrevió a caminar y
llegar hasta mi carpeta. Elmo no estaba. Llegó y se sentó a mi lado. Yo extendí
las piernas apoyándome en la carpeta y me fui hacia atrás; así disimulaba mi
rubor por su presencia.
—Este loco no cambia. Mira lo que hace —lo dijo
riéndose.
Sentí calor, luego frío. Me noté sonrojado.
Experimenté un hormigueo en la cara. Me preguntaba por qué se había sentado en
mí carpeta habiendo otras vacías. No pude más que pronunciar unas cortas
palabras.
—Sí, tremendo. ¡Qué cosa! No puede con su genio...
Además, mientras Chicho bailaba, ella me miraba
detenidamente, dándome a entender que gozaba riéndose tanto como yo. Volvía la
vista hacía el humorístico Chicho y luego me miraba, sonriendo. De pronto nos
pusimos en pie, ella puso una mano sobre la carpeta, dio unos golpecitos con
los dedos y me cogió del hombro, apoyando su cabeza sobre él sin parar de
reírse; luego, soltó unas palabras casi con lágrimas en los ojos.
—Algo así como sexo en vivo.... —No podía contener la
risa.
Chicho finalizó su baile con unos pasitos
sicalípticos. Yo tuve que abrazarla para que no trastabillara. Ella hizo una
mueca, sonrojándose, y dejó de reír. Le temblaban los labios y en su rostro se
pintaron varios sentimientos a la vez, que no logré comprender. Estábamos
abrazados, demasiado cerca y ella no lo quería permitir. No lo recuerdo muy
bien. Creo que cuando ella se apartó con suavidad una ligera sonrisa le iluminó
el rostro. Estoy seguro ahora de que ella cifraba algunas esperanzas en aquella
amistad. Si no por qué tuvo que elegir mi carpeta y no la de otro. No sé qué me
pasó en ese momento, pero sentí una extraña sensación al no poder explicarme lo
que significaba estar tan cerca de mi amiga. Luego ella casi huyendo, me dijo:
—Bueno. Mejor me retiro. ¡Chicho es un loco!
Por lo visto, yo estaba quieto, inmóvil como una
estatua. No pude decirle nada. Fue un momento en el que por primera vez
logramos tantearnos el uno al otro. Ella se encaminó hasta su carpeta mirando a
su frente, pero al no poder contenerse, volvió la cabeza y me quedó mirando.
Mientras me observaba con asombro, se enjugaba los ojos desnudos con las mangas
de su chompa; yo me sentía muy divertido, que hasta pude lograr esbozar una
inmensa sonrisa. Se detuvo por un momento, luego continuó cogiéndose la
barbilla e insinuándome un saludo con una de sus manos. Yo sabía que lo hacía
para disimular el momento del abrazo.
* * *
El año que les cuento era 1976. El Colegio quedaba en
el Parque Central del distrito. O, mejor dicho, nuestro salón de clases estaba
en el antiguo Colegio, donde pasamos el primer año de secundaria; y donde
transcurrieron los deleites del primer año. El colegio prácticamente era todo
nuestro. Teníamos todo el patio para nosotros y practicábamos el deporte que
queríamos. No me puedo quejar de haber estado en el «4º C»; ese año nos dieron
total libertad para hacer lo que nos plazca. Frente al Colegio, cruzando el
parque, estaba el Centro Comunitario. Lugar adonde nos dirigíamos a jugar tenis
de mesa casi todos los días. Acudíamos durante el recreo o a la salida del
colegio. Era el vicio, la afición del momento.
Ahora que escribo, no sé en qué momento me enamoré de
la chiquilla de 15 años; porque todo ese año fue playa, fútbol, básquet y
nuestra afición al tenis de mesa. Supongo que en un resquicio de espacio y
tiempo sucedió el susodicho episodio, o tal vez fue consecuencia de esas
pequeñas cosas diferenciales que nos suceden sin darnos cuenta y, que luego, se
integraron haciendo de esta una sumatoria final. La cuestión es que me di
cuenta ya en octubre de ese año. Lo recuerdo muy bien. Estaba exponiendo una
lectura. Era una novela que encontré entre las cosas que guardaron de mi padre.
Era un libro con pasta tipo pergamino. Muy antiguo. El título: «Aventuras de
cuatro mujeres y un loro». De Alejandro Dumas (hijo). Mientras exponía, sentía
que alguien me miraba con gran atención. Yo, de vez en cuando, trataba de
deducir aquella mirada y la seguía de refilón. Intenté proseguir con mi relato
oral, contando lo que había leído y tratando de recordar todos los pasajes de
mi lectura del libro aquel. No pude contenerme más. Me volví hacia aquella
mirada y me di cuenta de que era la de ella. Entonces, la miré directamente a
los ojos. Parecía raro mirarla así; de pronto se me demudó el semblante
llegando al rubor. Ella no se volvía, seguía mirándome a los ojos con los
suyos, marrones y disciplinados. Durante un momento me quedé mudo, callado; no
recordaba más. Hice un retorno. Logré abstraerme y llegar hasta la primera
página y repasar de memoria y en silencio, luego me fui a la última en el que
me quedé sin argumentos ni recuerdos de mi lectura. Lo intenté una vez más.
Pero, nada. No recordaba absolutamente nada. Giré mi cabeza otra vez y la vi severa,
inflexible. Al encontrase nuestras miradas, me sonrío de una manera tierna,
pero provocativa. Yo estaba estático, parado en medio de todos sin poder hablar
o decirles algo. Estaba hecho un imbécil. Había perdido hasta mi nombre.
—Disculpe, pero hasta aquí llegué con mi lectura. No
he terminado de leer toda la novela —le dije a la profesora que en ese momento
no sabía quién era el autor de la novela expuesta por mí.
—¿Cómo se llama la novela? ¿Y quién es el autor?
—«Aventuras de cuatro mujeres y un loro». El autor es
Alejandro Dumas (hijo).
No me hizo más preguntas delante de los demás alumnos.
Luego, cuando todos estaban en el recreo, se acercó y me preguntó cómo había
conseguido el libro y dónde. Le expliqué como había sido, que había cogido tres
libros más y que en ese momento estaba leyendo uno de ellos. El autor era Julio
Verne; y que la novela trataba sobre la narración de un biólogo (Pierre
Aronnax) en que aparecían un capitán Nemo y su Nautilos y etc., etc. Ese año
obtuve una nota muy buena en literatura; creo que la mejor de todas.
Al transcurrir los días siguientes, quise olvidar todo
lo ocurrido cuando expuse aquella lectura. Ahora me había dado cuenta de mis
sentimientos para con ella. Todo me llevaba al mismo lugar: su primer saludo,
su barra y emoción cuando jugaba básquet, el abrazo disimulado, furtivo, sin
darnos cuenta, su mirada adictiva cuando expuse mi lectura. Mejor dicho,
deseaba olvidar la humillación que sufrí cuando lo supe, aquel día, por culpa
de una mirada dulce, pero incitante. Seguí con mi rutina de siempre, como si
ella nunca hubiera llegado. Trataba de evitarla, de esquivarla. Muchas veces me
quedó mirando en silencio. Otras, hasta me sonrió como si fuera un saludo.
Entonces sentía como si en mi cabeza existieran dos personas distintas. Como si
pugnara uno alegre, jovial y optimista queriéndose acercar a ella; y el otro,
que procuraba dejarla en el olvido y trataba de apartarse lo más lejos que
podía. Ganó el segundo a pesar de todo. Por entonces no tenía ni idea de lo que
era estar enamorado. Lo único que deseaba, era ser siempre su amigo, su mejor
amigo y que ella siempre me acompañara. Pero aquel sentimiento de humillación
hizo que deambulara al azar de los días, dedicándome con más ahínco a mis
juegos más que a mis estudios. Sí pues, la obvié hasta el fin de año. No
recuerdo otro instante más, que los que he narrado, en que hayamos platicado o
entablado conversación alguna con mi amiga, la de la mirada fija y la de la
sonrisa hechicera. Sí. No hay más recuerdos. Creo que su encanto quedó
congelado e incomprendido en mi cerebro. Quedó gratamente escondido en mi
memoria. Había vuelto sin haber llegado mi amiga; y supongo que de alguna
esquina habré soslayado alguna mirada hacía su carpeta soltando un suspiro,
pero del que hoy no tengo recuerdo.
Loro
Holas Charly
ResponderEliminar¿A quién le corresponde invitar el próximo cebichito?
Un abrazo.
J.C.
Hola J.C. Todo fue acertado, perfecto; más estar que ser, demasiada nostalgia que nos congeló. Nos debemos un cebiche, o tal ves desde tu punto de vista, lo debo yo. El tiempo fue exageradamente corto. Cuando miré el tiempo ya era las 11.25 pm.
ResponderEliminarBueno, creo que tengo que pagar el cebichito; aunque, por lo que se hizo, creo que lo debes de pagar tú. Se podría decir que esos momentos se acercaron a lo que simplemente soñé...Un abrazo
Holas Charly
ResponderEliminarNo jodas. No entendí naca la pirinaca de tu respuesta. Veo que por un poquito y tú eres el creador del verbo cantinflear. :D
Entonces, finalmente... ¿quién invita el cebichito?
Otro abrazo.
J.C.
Directo... Ud. tiene que pagar el cebichito. Las ordenes se acatan y se cumplen sin cantinfladas ni murmuraciones. Ya les contaré. Deja que respire y que inhale un cigarrito después de un sorbo largo y agradable de cerveza, bien helada. El ¡Ahora o Nunca!versión actualizada ya se escribió...Ud. tendrá que agudizar su pluma...jajaja. Yo relataré, ya no el sueño...Ahí lo dejo.
ResponderEliminarOk compa.
ResponderEliminarEntonces tú pones el sitio y la hora.
Congratulaciones .... jejeje
Hasta entonces.
J.C.