miércoles, 19 de octubre de 2011

Mi primera pasión llamada amor.

Todavía no tengo claro el recuerdo de aquel día en que comencé a sentir una súbita inclinación por una chiquilla de 15 años. Ella era una amiga de mi colegio, de mi salón de clases. Sus cabellos lacios y negros eran brillantes y finos, y sobre su rostro se posaban, irascibles, unas gafas que escondían unos ojos pequeños y achinados de color marrón. Sus manos tenían una forma delicada y grácil, y su boca se amoldaba en un gesto delicioso y deleitable. La conocí en 1975; era de mañana cuando la encontré inclinada y vestida con su uniforme único; recogía un libro, y yo llegaba por primera vez a mi nuevo salón de clases, el "3.º C". Era, repito, 1975; supongo que aquel encuentro en el salón sucedió en abril. Supongo, digo, porque no tengo la fecha precisa. Pero me encandilé o entusiasmé con ella en el cuarto de secundaria. No sé qué día ni qué mes ni a qué hora o minuto. Solo recuerdo que ya estaba prendado a mitad o algo más de aquel año. ¿Cómo me di cuenta? No lo sé ni lo sabré nunca. O tal vez lo sé y no puedo explicarlo. Lo intentaré, a ver si resulta...

El cuarto de secundaria fue para mí un año muy curioso. No quiero extenderme en describirlo, aunque tengo hartos recuerdos imborrables, casi como pensamiento intacto. Recuerdo que cuando me cruzaba con ella, yo hacía un esfuerzo para rehuir; pero luego, cuando la veía de espalda, la miraba disimuladamente. A veces, cerraba los ojos y podía oír su voz y sentir el calor de sus manos sobre las mías. No sé por qué, pero siempre creí que ella sentía algo por mí.

Recuerdo muy bien el día en que el corazón me latió ligero en el pecho; fue cuando ella se acercó a mí con la intención de pedirme prestado un borrador. Nos miramos, y yo murmuré sin aliento algunas palabras. Aquella fue la primera vez que me di cuenta de que me gustaba. Ya en mi cuarto, a solas, me imaginaba hablando con ella, expresándole muchas cosas que no comprendía en ese momento; imaginaba que me hablaba como si nos conociéramos de siempre o como si fuéramos amigos de la misma calle o hubiéramos compartido algún juego infantil frente a su casa o en su vereda. En suma, estaba prendado de aquella chiquilla de ojos marrones y cabellos negros, lacios y brillantes.

También sé que no tengo recuerdos de aquel momento en que quedé flechado o encariñado totalmente de ella. No podría decir si fue en algún acto o en algún lugar preciso. Lo que sí les puedo decir es que me enamoré infinitamente. Lo digo ahora, porque ya lo puedo saber. En aquel tiempo, creo que no lo sabía. ¿Quién sabe a los quince años diferenciar lo que es estar enamorado, flechado o si solamente le gusta una chica? A mí me gustaba y me agradaba sobremanera mi amiga, porque al recordarla me emocionaba de día y de noche, despierto o dormido. Cuando uno está chalado no puede dejar de pensar en ella; hasta sueña con ella soltando una sonrisa que transfigura el rostro. Y en cualquier cosa que hagas, siempre apartado del mundo, estás pensando en ella. En resumen, es todo tu tiempo y tu vida. Esto me pasaba en aquellos días. Estaba desmesuradamente prendado, hecho un memo. En fin, hablando coloquialmente, estaba templado.

Nunca le dije nada, nunca me atreví a decirle a ella o a alguien lo que sentía. Era mi secreto guardado con un millón de cerrojos y candados...

Era un lunes y hacía ya dos semanas que había empezado el colegio en el 4.º C. Yo, ese día, como nunca, no tenía ningún plan, solo repasar geometría plana para seleccionar algunos teoremas. Estábamos en hora de recreo. De improviso, alguien ingresó a mi salón de clases, y sin que yo me diera cuenta, se acercó y se sentó en la carpeta contigua. Ahí se quedó quieta, mirándome de soslayo, y a la espera de que yo la mirara.

—Hola, ¿qué haces?...

Levanté la cabeza y la miré sorprendido. Ese alguien llegaba después de quince días o algo más; porque yo no la había visto al principio del año escolar, ni en los días siguientes. Por eso, me desconcertó su intempestiva presencia.

—Hola, ¡qué tal!

No quise demostrar mi alegría al volverla a ver; aunque me quedé hecho un tonto, un idiota. Y mi saludo fue un balbucear torpe y bobo.

—¿Qué haces?

En ese momento, como ya dije, yo estaba tratando de entender algunas hipótesis de geometría plana; algunos postulados que no entendía. Todos mis amigos se encontraban en el patio disfrutando del recreo; y yo estaba tratando de invertir ese tiempo para comprender aquellos extraños teoremas, cuando ella me interrumpió.

—¡Ah!... Aquí, tratando de entender algunos problemas. Mañana tengo que exponerlos y aún no los comprendo...

Ella estaba sentada con el cuerpo girado y muy cerca de mí, apoyada sobre mi carpeta; sus ojos tras sus gafas miraban atentamente mi cuaderno garabateado de números y figuras geométricas. Pude sentir su respiración apacible sobre una de mis orejas cuando se inclinó un poco. Entonces, levantó totalmente la cabeza y se quedó observándome por unos segundos; sus labios hacían un suave gesto que llegaba casi a una sonrisa; y en su rostro se presenciaba un mohín, un ademán de desconcierto. Ruborizado, dejé de escribir, y en ese mismo instante solté mi lapicero que rodó sobre mi carpeta, sin lograr caer al suelo. Me acomodé como pude y logré cerrar mi cuaderno y mi libro de geometría plana. Me volví hacia ella y la miré hecho un tonto. Mi rostro, supongo, era el de un pasmado adolescente que no sabía qué hacer. Recuerdo la mirada tierna de sus ojos pequeños y marrones; parecían decirme que ella estaba de vuelta y que estaría conmigo todo un nuevo año en el mismo salón de clases. Que nuevamente estaba presente.

—¿Con quién te sientas? —preguntó insinuando una sonrisa complaciente, pero seria.

Yo me recobré de mi rubor y le respondí:

—Con Elmo. Ahora él está en el patio... ¿Qué pasó? ¿Por qué llegas después de tantos días?

Cuando la pude ver con más atención, me di cuenta de que había adelgazado un poco desde la última vez que la vi, al finalizar el tercero de secundaria. En sus manos tenía, apretado, un paquete de galletas de vainilla que no soltaba. Se quedó en silencio durante unos momentos. Creo que meditó su respuesta. Luego continuó sin dificultad.

—Es que la ESEP es una tontería. No me gustó. Mis hermanos me han recomendado que la deje.

Encima de la carpeta mi lapicero rodó finalmente hasta caer. Me incliné y lo recogí. Luego, volviéndome, la volví a mirar. Ella seguía sentada con los codos sobre mi carpeta y con la mirada atenta sobre mí; en su rostro se dibujaba una tierna expresión de sencillez. Al verme sonreír, bajó la cabeza y me miró por encima de sus anteojos. No soportando mi sonrisa, volvió a sonreír, pero esta vez logró hacer una hermosa mueca con sus labios. Me di cuenta de que se estaba burlando. Por eso, bajé los ojos hasta alcanzar los suyos; entonces vi que en su rostro se dibujaba un rictus insospechado. No sé qué tiempo estuvimos así, porque parecía que todo transcurría muy despacio.

Sobándome el cuello con las dos manos y evitando su mirada, le dije:

—Hum. ¿Qué? ¿No es lo que dicen? Todos los mejores alumnos del colegio se han trasladado a ese instituto.

—No. No es lo que dicen. Mejor quiero acabar el colegio y luego seguir en la universidad.

—No sé. Si tú lo dices. No tengo conocimiento sobre ese instituto.

Ella seguía vigilante, observándome siempre con una sonrisa suave y dulce. Yo no sabía qué hacer. Quería decirle que se sentara conmigo y que Elmo tenía que buscar otra carpeta. Pero no pude decirle nada. No tenía agallas para decirlo. Sólo logré hacer unos gestos con las manos y esbozar una irónica sonrisa con el propósito de que ella sonriera y dejara de simular una cara seria. De pronto, soltó el sobre de galletas, y al tratar de cogerlo en el aire, me dio un fugaz golpe en el hombro con su cabeza. La emoción del golpe hizo cambiar de súbito nuestros rostros. Soltamos una carcajada muy bajita y corta. Me dijo no sé qué otras cosas más que traté de entender; y es por ello por lo que esa atmósfera que creaban nuestras disimuladas miradas logró que le respondiera tontamente.

Estábamos entretenidos, no sé si embelesados, con nuestra conversación lacónica, cuando de pronto:

—¡Hola, hola!... ¡ya viene la profesora de matemáticas!

Era Elmo, que ingresaba intempestivamente... Y lo dijo así no más, empujándome y sentándose a mi lado; derrumbando nuestra amigable y tierna conversación. Un tiempo antes, quise decirle algo más, pero me contuve. A mi amiga no le quedó otra cosa que ir a buscar asiento en otro lugar. Así que se puso en pie y se despidió haciéndome una señal con la cabeza. Yo me quedé mirándola mientras se alejaba. Por primera vez la pude contemplar de espaldas, atento, y pude ver su cabello lacio, largo, negro y brillante. Su mano izquierda seguía apretando el paquete de galletas. No sé, pero creo que aún no estaba enamorado de ella. Fue después, porque no me importó demasiado que se marchara a otro lugar.

La profesora ingresó y empezó a dictar su clase. No me fijé en que sitio ni en que carpeta se había sentado mi amiga. Elmo empezó con sus bromas y su chacota de siempre. Ese día no tenía ganas de seguirle la corriente. Me incomodó en ese momento. Estaba fastidiado con él, enojado por estorbar mi breve charla con ella, con mi amiga que estaba de vuelta y que se había presentado conmigo.

Pasaron muchas cosas después. Mis lecturas de varios libros de raros títulos que había encontrado entre los objetos guardados de mi padre. Mis visitas furtivas a la playa con mis amigos. También es posible que me haya encontrado frente a ella varias veces y tal vez la haya saludado. Eso sí, nunca con un beso en la mejilla. ¡Nunca! Lo recordaría.

También recuerdo que ese mismo día, ya en la hora de salida, yo me quedé jugando básquet en el patio con los otros amigos. En una suerte de resistir la pelota, giré y pensé que era mi imaginación cuando la vi: estaba parada y recostada junto a la ventana de nuestro salón de clases. Así, en el trascurrir del tiempo y en el entrevero del juego, pude sentir que me miraba por todos lados. No sé si fue una proyección de su mirada o la rapidez con que se produjo lo que logró que yo me quede quieto sin saber qué hacer con la pelota. Entonces me di cuenta de que estaba descontenta. Es que yo era bajito, enclenque, sin ninguna chance para el baloncesto. Alguien recibió un fuerte golpe y pidió un descanso. Fue esta pequeña pausa la que originó que ella se acercara hacía mí. Gradualmente me miró levantando la nariz y haciendo una mueca cómica con sus labios. Después caminamos cruzando la frontera del patio. Ya parados y quietos, me dijo:

—Eres bajito para este deporte —luego prorrumpió apenada—. Tienes que crecer.

No pude más que sentirme mal. Yo no sabía en aquel momento si mi amiga sentía algo por mí; ni lo imaginaba siquiera, porque sólo conversábamos amenamente.

—Lo pensaré... No, ya es cosa decidida... He nacido sólo para jugar fútbol. ¡Ya qué voy a crecer!

Cuando volví a la cancha y la miré, la vi sonriente, espléndida. Tenía aspecto de buen ánimo, de buen humor. Después de muchas caídas, golpes e intentos, se alegró mucho cuando pude encestar, por fin, el balón en una oportunidad; se alegró mucho más de lo que yo esperaba. Levantó la mano empuñada, luego irguiendo el pulgar, me dijo:

—¡Sí, así se hace! ¡No corras tanto, aguarda un poco!

Soltó unas carcajadas tan sonoras que me fue imposible reconocerla. Se hizo otra pausa en el juego y ella se volvió a acercar. Parecía mi entrenadora. Faltó poco para que nos abrazáramos, pero yo retrocedí avergonzado, y me limité a estrecharle la mano con el rostro ruborizado y sudoroso.

—¿Eres tú? Vaya, sí que juegas bien. Aunque el tamaño no te ayuda. Te están dando de alma. Tienes un moretón en la cara.

Puso sus dedos sobre mi rostro indicándome el lugar del golpe. Luego soltó una risotada corta pero jocosa. Yo también me eché a reír. Entonces se estremeció y me miró asombrada. Se turbó y me abrazo sin darme tiempo. Se dio cuenta y me soltó rápidamente. Pude disimular mi emoción y mi rubor.

—Sí, soy el mismo de siempre. —respondí exigiéndome una sonrisa, limpiándome el sudor del rostro con mi pañuelo tendido sobre mis dos manos.

Trató de disimular su abrazo y volvió a estrecharme con más fuerza la mano que cogía el pañuelo humedecido por el sudor. Me miró tiernamente. También estaba ruborizada. Tenía las mejillas rojas y sus ojos estaban desnudos sin sus gafas. Me soltó cordialmente cuando se dio cuenta de que seguía con mi mano casi pegada a sus pequeños senos. Aprovechó ese ínterin y me dio una palmada en el hombro; después giró y exhaló un suspiro suave y corto, tanto que se provocó una sonrisa ingenua e inocente. Atreviéndose, pasó brevemente su mano por mi cabeza, y me dijo:

—Ya me tengo que ir, pero estás aprobado... Hay algo de talento.

Cogió sus cosas y me observó con un interés asolapado. Tratando de entender lo que pasaba, yo la quedé mirando como un tonto. No dije nada. Solo la acompañé durante unos momentos, siguiendo sus pasos hasta la puerta de salida. Ella me hizo volver desde la puerta haciéndome un ademán y toqueteando mi pecho. Quiso que entendiera las circunstancias. Que no era el momento de flirteos ni de nada. La dejé marchar mirándola sin hacer ningún ruido. Quise llamarla y darle las gracias por su emoción y su barra cuando encesté el balón. Como si lo supiera, volvió la cabeza y me miró severa, pero con una sonrisa de afirmación. Yo no pude negarme a devolverle aquella emoción con otra sonrisa. Mi amiga se marchaba de allí llevándose sus manos y su saludo, llevándose aquel rostro desnudo sin sus gafas y toda su emoción que al final llegó al abrazo. Luego, volví al patio; seguí jugando con los demás amigos. Ya el juego no era el mismo sin ella apoyada en el borde de la ventana, sonriente, agitando sus manos y mirándome sin importarle nada. Fue la primera vez que la extrañé infinitamente. Sentí un temor que me hizo quedar con la boca abierta tratando de evitar mi agitación...

Recuerdo otra anécdota con mi amigo Chicho. Él estaba con las revoluciones al tope y con una intranquilidad agobiadora. Los pendencieros de mis amigos lo retaron a bailar salsa, pero sin música; y él, sin ninguna vergüenza, se paró adelante y al centro del salón de clases y se puso a bailar como si estuviera en un salón de baile. Yo tuve vergüenza ajena, pero me desternillaba de risa con sus movimientos. Chicho era en esos momentos un cómico ambulante a todo dar. No sé cómo se me ocurrió, pero al volver mi cabeza hacía la carpeta en que se encontraba mi amiga, nuestras miradas se encontraron inesperadamente. Ella también reía a más no poder; se tapaba la boca con sus manos, para tratar de dominar la risa. Me saludó con una de sus manos y me hizo una señal, levantando sus cejas. Hizo un guiño conjugándolo con una sonrisa. Estaba colorada de vergüenza, como yo. Se atrevió a caminar y llegar hasta mi carpeta. Elmo no estaba. Llegó y se sentó a mi lado. Yo extendí las piernas apoyándome en la carpeta y me fui hacia atrás; así disimulaba mi rubor por su presencia.

—Este loco no cambia. Mira lo que hace —lo dijo riéndose.

Sentí calor, luego frío. Me noté sonrojado. Experimenté un hormigueo en la cara. Me preguntaba por qué se había sentado en mí carpeta habiendo otras vacías. No pude más que pronunciar unas cortas palabras.

—Sí, tremendo. ¡Qué cosa! No puede con su genio...

Además, mientras Chicho bailaba, ella me miraba detenidamente, dándome a entender que gozaba riéndose tanto como yo. Volvía la vista hacía el humorístico Chicho y luego me miraba, sonriendo. De pronto nos pusimos en pie, ella puso una mano sobre la carpeta, dio unos golpecitos con los dedos y me cogió del hombro, apoyando su cabeza sobre él sin parar de reírse; luego, soltó unas palabras casi con lágrimas en los ojos.

—Algo así como sexo en vivo.... —No podía contener la risa.

Chicho finalizó su baile con unos pasitos sicalípticos. Yo tuve que abrazarla para que no trastabillara. Ella hizo una mueca, sonrojándose, y dejó de reír. Le temblaban los labios y en su rostro se pintaron varios sentimientos a la vez, que no logré comprender. Estábamos abrazados, demasiado cerca y ella no lo quería permitir. No lo recuerdo muy bien. Creo que cuando ella se apartó con suavidad una ligera sonrisa le iluminó el rostro. Estoy seguro ahora de que ella cifraba algunas esperanzas en aquella amistad. Si no por qué tuvo que elegir mi carpeta y no la de otro. No sé qué me pasó en ese momento, pero sentí una extraña sensación al no poder explicarme lo que significaba estar tan cerca de mi amiga. Luego ella casi huyendo, me dijo:

—Bueno. Mejor me retiro. ¡Chicho es un loco!

Por lo visto, yo estaba quieto, inmóvil como una estatua. No pude decirle nada. Fue un momento en el que por primera vez logramos tantearnos el uno al otro. Ella se encaminó hasta su carpeta mirando a su frente, pero al no poder contenerse, volvió la cabeza y me quedó mirando. Mientras me observaba con asombro, se enjugaba los ojos desnudos con las mangas de su chompa; yo me sentía muy divertido, que hasta pude lograr esbozar una inmensa sonrisa. Se detuvo por un momento, luego continuó cogiéndose la barbilla e insinuándome un saludo con una de sus manos. Yo sabía que lo hacía para disimular el momento del abrazo.

 

* * *

El año que les cuento era 1976. El Colegio quedaba en el Parque Central del distrito. O, mejor dicho, nuestro salón de clases estaba en el antiguo Colegio, donde pasamos el primer año de secundaria; y donde transcurrieron los deleites del primer año. El colegio prácticamente era todo nuestro. Teníamos todo el patio para nosotros y practicábamos el deporte que queríamos. No me puedo quejar de haber estado en el «4º C»; ese año nos dieron total libertad para hacer lo que nos plazca. Frente al Colegio, cruzando el parque, estaba el Centro Comunitario. Lugar adonde nos dirigíamos a jugar tenis de mesa casi todos los días. Acudíamos durante el recreo o a la salida del colegio. Era el vicio, la afición del momento.

Ahora que escribo, no sé en qué momento me enamoré de la chiquilla de 15 años; porque todo ese año fue playa, fútbol, básquet y nuestra afición al tenis de mesa. Supongo que en un resquicio de espacio y tiempo sucedió el susodicho episodio, o tal vez fue consecuencia de esas pequeñas cosas diferenciales que nos suceden sin darnos cuenta y, que luego, se integraron haciendo de esta una sumatoria final. La cuestión es que me di cuenta ya en octubre de ese año. Lo recuerdo muy bien. Estaba exponiendo una lectura. Era una novela que encontré entre las cosas que guardaron de mi padre. Era un libro con pasta tipo pergamino. Muy antiguo. El título: «Aventuras de cuatro mujeres y un loro». De Alejandro Dumas (hijo). Mientras exponía, sentía que alguien me miraba con gran atención. Yo, de vez en cuando, trataba de deducir aquella mirada y la seguía de refilón. Intenté proseguir con mi relato oral, contando lo que había leído y tratando de recordar todos los pasajes de mi lectura del libro aquel. No pude contenerme más. Me volví hacia aquella mirada y me di cuenta de que era la de ella. Entonces, la miré directamente a los ojos. Parecía raro mirarla así; de pronto se me demudó el semblante llegando al rubor. Ella no se volvía, seguía mirándome a los ojos con los suyos, marrones y disciplinados. Durante un momento me quedé mudo, callado; no recordaba más. Hice un retorno. Logré abstraerme y llegar hasta la primera página y repasar de memoria y en silencio, luego me fui a la última en el que me quedé sin argumentos ni recuerdos de mi lectura. Lo intenté una vez más. Pero, nada. No recordaba absolutamente nada. Giré mi cabeza otra vez y la vi severa, inflexible. Al encontrase nuestras miradas, me sonrío de una manera tierna, pero provocativa. Yo estaba estático, parado en medio de todos sin poder hablar o decirles algo. Estaba hecho un imbécil. Había perdido hasta mi nombre.

—Disculpe, pero hasta aquí llegué con mi lectura. No he terminado de leer toda la novela —le dije a la profesora que en ese momento no sabía quién era el autor de la novela expuesta por mí.

—¿Cómo se llama la novela? ¿Y quién es el autor?

—«Aventuras de cuatro mujeres y un loro». El autor es Alejandro Dumas (hijo).

No me hizo más preguntas delante de los demás alumnos. Luego, cuando todos estaban en el recreo, se acercó y me preguntó cómo había conseguido el libro y dónde. Le expliqué como había sido, que había cogido tres libros más y que en ese momento estaba leyendo uno de ellos. El autor era Julio Verne; y que la novela trataba sobre la narración de un biólogo (Pierre Aronnax) en que aparecían un capitán Nemo y su Nautilos y etc., etc. Ese año obtuve una nota muy buena en literatura; creo que la mejor de todas.

Al transcurrir los días siguientes, quise olvidar todo lo ocurrido cuando expuse aquella lectura. Ahora me había dado cuenta de mis sentimientos para con ella. Todo me llevaba al mismo lugar: su primer saludo, su barra y emoción cuando jugaba básquet, el abrazo disimulado, furtivo, sin darnos cuenta, su mirada adictiva cuando expuse mi lectura. Mejor dicho, deseaba olvidar la humillación que sufrí cuando lo supe, aquel día, por culpa de una mirada dulce, pero incitante. Seguí con mi rutina de siempre, como si ella nunca hubiera llegado. Trataba de evitarla, de esquivarla. Muchas veces me quedó mirando en silencio. Otras, hasta me sonrió como si fuera un saludo. Entonces sentía como si en mi cabeza existieran dos personas distintas. Como si pugnara uno alegre, jovial y optimista queriéndose acercar a ella; y el otro, que procuraba dejarla en el olvido y trataba de apartarse lo más lejos que podía. Ganó el segundo a pesar de todo. Por entonces no tenía ni idea de lo que era estar enamorado. Lo único que deseaba, era ser siempre su amigo, su mejor amigo y que ella siempre me acompañara. Pero aquel sentimiento de humillación hizo que deambulara al azar de los días, dedicándome con más ahínco a mis juegos más que a mis estudios. Sí pues, la obvié hasta el fin de año. No recuerdo otro instante más, que los que he narrado, en que hayamos platicado o entablado conversación alguna con mi amiga, la de la mirada fija y la de la sonrisa hechicera. Sí. No hay más recuerdos. Creo que su encanto quedó congelado e incomprendido en mi cerebro. Quedó gratamente escondido en mi memoria. Había vuelto sin haber llegado mi amiga; y supongo que de alguna esquina habré soslayado alguna mirada hacía su carpeta soltando un suspiro, pero del que hoy no tengo recuerdo.

Loro

5 comentarios:

  1. Holas Charly
    ¿A quién le corresponde invitar el próximo cebichito?
    Un abrazo.
    J.C.

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  2. Hola J.C. Todo fue acertado, perfecto; más estar que ser, demasiada nostalgia que nos congeló. Nos debemos un cebiche, o tal ves desde tu punto de vista, lo debo yo. El tiempo fue exageradamente corto. Cuando miré el tiempo ya era las 11.25 pm.
    Bueno, creo que tengo que pagar el cebichito; aunque, por lo que se hizo, creo que lo debes de pagar tú. Se podría decir que esos momentos se acercaron a lo que simplemente soñé...Un abrazo

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  3. Holas Charly

    No jodas. No entendí naca la pirinaca de tu respuesta. Veo que por un poquito y tú eres el creador del verbo cantinflear. :D
    Entonces, finalmente... ¿quién invita el cebichito?

    Otro abrazo.
    J.C.

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  4. Directo... Ud. tiene que pagar el cebichito. Las ordenes se acatan y se cumplen sin cantinfladas ni murmuraciones. Ya les contaré. Deja que respire y que inhale un cigarrito después de un sorbo largo y agradable de cerveza, bien helada. El ¡Ahora o Nunca!versión actualizada ya se escribió...Ud. tendrá que agudizar su pluma...jajaja. Yo relataré, ya no el sueño...Ahí lo dejo.

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  5. Ok compa.
    Entonces tú pones el sitio y la hora.
    Congratulaciones .... jejeje

    Hasta entonces.
    J.C.

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