Estaba solo, sentado a la
mesita de un restaurante y al aire libre de la calle, frente al Parque Central;
así, en una posición desacostumbrada, me mordisqueaba uno de los dedos de mi
mano izquierda; estaba tratando de sacar una astilla clavada como si fuera un
sentimiento profundo y doloroso. Una y otra vez le daba de mordiscos, hasta que
finalmente logré hacerle una herida punzante y dolorosa. Entendí que era imposible
sacarla con los dientes. Por más que busqué por todos los rincones de mi cuerpo,
no pude hallar una aguja o algún instrumento adecuado que lo hubiera resuelto
en el instante o en un corto tiempo. Y así, un amigo, a quien yo esperaba, me
dio de improviso una palmada en el hombro y me sacó bruscamente de mis
intentos. Tras el inicial saludo y luego de mi reacción, me echó un vistazo con
ojos interrogativos; después sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Lo primero
que dijo fue:
—¿Qué haces mordiéndote el
dedo de un modo sicalíptico?
Levanté la cabeza y aún
sorprendido le quedé mirando; me tendió la mano, y apretando la mía, nos
saludamos más efusivamente. A esa hora, hacía mucho calor y él llegaba de
caminar unas siete cuadras desde su casa. Y acto seguido añadí:
—Es por una pequeña y fina,
pero terca astilla. Es toda una tortura esto de sacarse algo que se ha clavado
con muchas ganas. No quiere salir la maldita… ¡y cómo jode!
Sin perder un momento, y con
un ademán interrogativo, y como si recordara una historia complicada y profunda,
me desató con sus palabras a boca de jarro:
—¿En serio? Parece que te
está jodiendo más que la susodicha.
Y con un movimiento impreciso,
sujetó y arrimó una de las sillas hacía él, se sentó, puso una botella de agua
mineral sobre la mesa y empezó a atacarme sin piedad; sus palabras combinaban metáforas,
proximidades y burlas. Sin mediar tiempo, reaccioné con voz que arrastra una
duda implícita.
—Seguramente... ¿Me gustaría
saber cuál de ellas es la que más jode?
Poco después, se nos acercó
una jovencita muy curiosa a quien inmediatamente le pedimos la carta del menú y
una cerveza bien helada para comenzar. Luego iniciamos nuestra charla de
siempre. Durante la conversación, yo estaba tieso de dolor; la maldita se
resistía a salir. Luego de varios intentos, me di cuenta de que trataba de
sacarla de la manera más estúpida y ridícula; porque mientras más me mordía el
dedo, más se clavaba la condenada. Al verme en este trance, mi amigo levantó la
vista y me miró con curiosidad, creo que hasta con lástima. Cuando le devolví
la mirada, sonrío burlonamente. Luego, levantando la botella de agua mineral y
bebiendo un sorbo pequeño, me dijo:
—¿La que más te jode? Creo
que es la siempre nombrada, la flaca, la cebolla. Es un aguijón bien clavado en
tu músculo cardíaco.
Moví la cabeza de arriba
abajo, como afirmándolo; luego me acaricié el cabello con una de mis manos, llevándolos
hacia atrás. Dudé mi respuesta por unos instantes.
—La verdad..., estoy
pensando que he obrado irresponsablemente con mi pobre dedo y mi finita vida.
Tú dirás que la tengo que sacar de mi mente y mandarla a rodar muy lejos. Y,
sí, ya lo estoy haciendo. Aunque trato de que sea lo más razonado posible.
Bajó la vista y la fijó en
mi dedo. Luego, levantándola y mirándome casualmente, me dijo:
—Solamente tienes que
cambiar de instrumento para que lo puedas lograr. El destino es despiadado con
los distraídos... A ver si con esto lo puedes quitar más fácilmente.
Me entregó un cortaúñas que
sacó de uno de los bolsillos de su pantalón.
—Cierto. No me puedo
abstraer saboreando imposibles… Pero tengo que saber en qué parte de mi dedo
tengo que pinchar para sacarlo.
Quise decir algo más, pero
en ese mismo instante llegó la cerveza sobre una bandeja y en las manos de la
bamboleante, hermosa y sonriente joven mujer; además, la bandeja cargaba dos
vasos higiénicamente transparentes, como sus prendas traslucidas, apretadas y
muy cortas. Al advertir nuestras miradas, giró su cabeza muy despacio y nos
miró con un rostro familiar y condescendiente. Parada allí, sin parar de
sonreír, nos entregó la carta del menú. Luego, casi inclinada, con los hombros
firmes, descubiertos y salpicados de pecas, nos dijo:
—¿Qué van a pedir para
comer?
La mirábamos con mucho
anhelo, pero con una sensación de inutilidad; porque era una de esas mujeres
que no podían pasar desapercibidas: todo su cuerpo, proyectaba vitalidad. Sosteniéndole
la mirada, apuramos el pedido, pues el hambre hacía estragos en nuestros
intestinos vacíos.
—Un cebiche de pescado y una
jalea mixta... ¿Cuál es el pescado para el cebiche?
Ella sonrío y nos volvió a
recrear la mueca que hizo al llegar. Era aquella mueca familiar para unos buenos
clientes. Agitando su larga cabellera negra de un lado a otro y con gesto
provocador, nos dijo:
—¡Ah! El pescado es
lenguado. Pero para la jalea es un pescado blanco, pero no sé cómo se llama.
Creo que es mero…
Ambos la quedamos mirando.
Se sonrojó engreída y nerviosa cuando le hicimos unos gestos de aprobación y la
seguimos al ritmo de su presumida sonrisa.
—Ok. Entonces nos los traes.
Pero por favor, lo más rápido que puedas. Dile al cocinero que estamos con un
hambre casi libertino, vicioso, que, si demora, te comemos a ti, enterita… Y
por favor, nos adelantas los chifles y la canchita...
Ella se fue con una risita
generosa y agitando sus curvas voluptuosas. Sabía lo que tenía y no lo
disfrazaba. Nos quedamos solos otra vez, murmurando sobre las curvaturas
agradables de la muchacha y de su vestido rosa que apretaba su cuerpo. Apuré en
llenar los dos vasos de cerveza. Apuré un pequeño trago. Mi amigo hizo lo
mismo. Tenía el vaso en mis manos con menos de la mitad del contenido.
Entonces, de un solo sorbo lo terminé de secar. Se me vino la nostalgia y no sé
por qué. “Cuando uno se reencuentra en la calle con un amigo, uno se
reencuentra también con sigo mismo y se hace dueño de todo su cuerpo, y
atraviesa el portal de la soledad cotidiana y dialoga con un inmenso gusto, con
un sentido severo de la vida”, pensé.
Dejamos por unos momentos
las murmuraciones lujuriosas. Volvimos a la charla y al doble sentido de
nuestra conversación. Él encendió un cigarrillo dándole una pitada profunda. Botando
el humo con elegancia, me dijo:
—Nada es eterno, ni la
pasión que sientes por ella en estos momentos, ni el dolor por culpa de esa
irritable astilla clavada en tu dedo.
Me quedé en silencio por
unos segundos, tratando de entender su afirmación. Comprendiéndolo, le dije:
—Sí, no es concebible la
eternidad, la infinitud. Yo lo sé. Pero en mi cabeza hay ahora un caos bastante
secreto, y no sé si rabioso. Se esconde y se hace presente cuando menos lo
espero. Trato de eliminar y borrar algunos recuerdos que joden, como esta
perversa astilla que no quiere salir, que se resiste.
Hice muy preciso el pinchazo
y logré sacarla en un solo intento. Me dolió, pero salió y me dejó totalmente
aliviado y con un ánimo de pasarla bien.
—¡Viste! Todo es superfluo
en el tiempo. Mucha importancia le das a tus trajinados y ralos recuerdos.
Trata de librarte de aquel intervalo de tiempo. Mándalo a la mismísima
mierda... y que se vaya al carajo... ¡Ya no vale la pena!...
Sonreí guiñándole un ojo; me
cogí la nariz casi sonándolo, y me detuve a pensar: “Cuando uno ya ha pasado un
buen rato, sentado a la mesa, con un buen amigo, y comprende que la eternidad
no existe, comprende que la vida es solo esto, una casualidad, una armonía o un
caos, una exaltación que se inventa y reinventa a cada instante”.
Volvió la chiquilla aún más
risueña que al principio. Nos trajo el cebiche y la jalea mixta. Me incliné
para ver los platos, y de soslayo la pude mirar completa. Pude percatarme que
también tenía unos bustos que hacían juego con sus inmensas nalgas perfectas.
—Aquí tienen el pedido ¿Algo
más?, ¿en qué les puedo servir?
Bueno, ambos coincidimos que
esa pregunta estaba por demás. Sólo la miramos con un gesto de sensualidad que
no nos pudimos privar.
—¡Vaya!, este cebiche está
como tus atractivos. Nos hace salivar. Una cerveza más, la más helada que
tengas, por favor, el calor es intenso y provocador —dijo mi amigo.
—Ok. En un momento se la
traigo —respondió ruborizándose.
Enseguida se marchó.
Mientras caminaba, su falda parecía más apretada que nunca. Se meneaba agitando
los brazos y las piernas. Se fue hasta llegar a la cocina, y se detuvo posando
junto a la nevera. No resistiéndome, la seguí con la mirada.
—Oye, está como ángel recién
bajado del cielo —le dije a mi amigo.
—Sí. Está milagrosa. Y tú pensando
en pequeños recuerdos burdos que no valen la pena.
—Sí pues, con tanta vida
fresca a nuestro rededor y yo recordando estupideces.
Mi amigo se puso en pie
moviendo la cabeza; miró hacia el interior del restaurante en busca de algo,
luego, sin decir nada, se fue al baño. Comprendí que buscaba a la chiquilla. Yo
me quedé bebiendo mi cerveza y fumando un cigarrillo; de rato en rato picaba
del plato de cebiche y del plato de la jalea mixta.
Al rato volvió. Me dijo que
en la cocina había otra chiquilla hermosa como la primera. Luego se sentó y puso
en marcha sus manos. Empezó a meter el tenedor con una velocidad perversa. Yo
seguía su trajinar, comiendo del mismo palto y hablando ya de otras cosas. Él
me contestaba casi balbuceando, ahogado con el ají en la garganta. De pronto,
hizo su aparición la muchacha de falda apretada y senos voluptuosos. Traía
la otra botella de cerveza. Al colocarlo sobre la mesa, se inclinó y dejó al
aire un escote amplio y elocuente. Nos dijo algo que no entendí. Entonces cogí
la botella y la llené; trataba de disimular mi mirada. Pero ella se dio cuenta
y me miró arqueando las cejas. Volvió la cabeza y se quedó mirando a mi amigo.
Se puso roja y quedó callada, como esperando que le dijéramos algo; pero al
sentir nuestro silencio, se limitó a lanzarnos una sonrisa sutil pero
provocadora. Nos estaba seduciendo sin compasión alguna. Mi amigo se dio cuenta
y le preguntó:
—¿Tienes enamorado?
Dijo que no, pero que el
hijo del dueño del local le hacía ojitos y que ya se le había mandado.
—¿Ese panzón y atorrante...?
No te fíes mucho, ten cuidado. Ese fulano es casado —dijo mi amigo delatando al
dueño.
Ella vaciló por un instante.
Se llevó la mano a la cabeza, acariciando su cabello suelto y lo tiró a un
lado.
—Sí. Yo lo sé, no te preocupes.
Ya lo mandé a rodar. Ahora no salgo con nadie. Todos los hombres son iguales...
¡Bueno, casi todos...! Salía con un ingeniero, era guapísimo, la verdad. Pero a
mí no me gustaba, porque él creía que yo era de su propiedad, y me celaba con
todos. Además, sabía mucho de números, pero no sabía conversar, creo que era
bastante bruto...
—Sí, en eso tienes mucha
razón —le dijo, carcajeándose mi amigo. Hizo una mueca abultando su cachete con
su lengua y continuó —. El de "acanga" es su colega.
—Hace bastante calor —dijo
la bella joven, queriendo cambiar la conversación.
—¡Mátame a balazos, pero no
a culatazos! —le susurré a mi amigo.
—Siempre los veo leyendo
papeles impresos y discutiendo sobre ello ¿De qué trata esos escritos? Tienen
que recomendarme algún libro, un buen libro, me gusta leer mucho —aumentó la
chiquilla.
Levantó su mandil y se secó
la cara. Preguntó si en otra oportunidad podía participar en nuestra
conversación. Y que, si así fuera, prefería lo hiciéramos en otro lugar. Sin
parar de hablar, aumentó que nosotros le resultábamos interesantes: siempre
discutiendo de tal o cual personaje. Y que nos había oído que teníamos un blog
y que en él escribíamos relatos.
—Cuando tú quieras... Somos
materia dispuesta —dijo mi amigo.
Yo no me movía. Ella, parecía
que no bromeaba. Inspirada, y mirando a su alrededor, añadió:
—Entonces es una promesa. Y
las promesas se cumplen ¡eh!
Luego se limitó a alargar el
brazo y mirar su reloj de pulsera. Arqueó las cejas y sonriendo, nos dijo:
—El tiempo no pasa en este
establecimiento. Recién son las cuatro de la tarde.
Luego se encaminó hacia el
interior del restaurante con la cabeza vuelta hacia nosotros. Esto provocó que
se chocara con la otra amiga, la misma que mi amigo había descubierto en la
cocina. Entonces la vimos inclinarse y susurrarle algo al oído. En ese espacio
y tiempo, noté que mi amigo las miraba con la boca abierta. No era para menos. Volví
a mirar a las susodichas. Parecían burlarse de nosotros. Todo había ocurrido
con mucha naturalidad. Su pedido nos había dejado sin escapatoria. Me acerqué
hasta él y le murmuré lo que estaba pasando. Luego, disimulando, nos pusimos a
charlar de otras cosas. Era una manera de darle tiempo al tiempo.
Estuvimos charlando y
bebiendo largo rato. Ya los platos dormían vacíos sobre la mesa. Teníamos ya
media docena de botellas vacías descansando en su cajón, al costado de nuestras
piernas. Pensábamos pedir ya la cuenta, cuando llegó nuevamente la jovencita con
una esponja en la mano para limpiar la mesa. Mientras lo hacía, nos observaba con
ojos burlones; y a propósito inclinaba el cuerpo y agitaba los brazos y movía
todito el cuerpo. Nuestros ojos sin parar se meneaban al ritmo de sus
movimientos, que al final, logró calentar nuestros cerebros.
Mi amigo la mirándola con la
boca entreabierta, pero fijamente, le dijo:
—¿A qué hora termina tu
turno?
Con una sonrisa salida de
adentro, le contestó:
—Creo que cuando terminen de
beber y conversar de sus cosas. Ya sólo quedan ustedes en el local, y mi amiga
está esperando mi salida.
—¿La que está sentada en el
fondo? —preguntó mi amigo— ¿Esa hermosura de mujer? ¡Vaya!, ella figura en el
catálogo de mis sueños... —aumentó, emocionado y tartamudo, exhalando un suspiro
sonoro, como para que las ondas del suspiro llegasen a los oídos de su amiga,
intactos.
—Sí. Ella... Y ya te
escuchó... ¡Eres bien rochoso...! —Dio una carcajada prudente.
Su amiga, se puso en pie,
nos miró e hizo una venia, elevó una de sus manos, hizo una V como de victoria.
Luego originó un puño con sus dedos apretados, y levantando el dedo pulgar, se
le escuchó bajito:
—¡Chévere!
—Entonces en estos momentos
terminamos. Pero con una condición... Que acepten nuestra invitación para ir a
otro lado, juntos. Mira que la noche es joven y nosotros recién
empezamos.
Al instante, empezó a
arrimar los platos vacíos y los cubiertos con mucha rapidez. Juntó los dos
vasos y los puso en una bandeja junto con lo demás. Terminó de juntar todos lo
que estaba sobre la mesa. Sentados aún, la mirábamos tentados de decir algo más
preciso. Nos quedamos callados. Ella se dio cuenta, y con una mueca memorable y
afirmativa, nos contestó:
—Ok. Esa invitación sí que
ha demorado casi tres meses. Siempre vienen ininterrumpidos y a la misma hora,
los jueves y viernes... Parecen loros, hablan sin parar, releyendo y comentando
papeles impresos... Se han hecho esperar. Andan siempre distraídos...
—Eso parece, hay tanto que
hacer, y nosotros recordando tontas nostalgias —le susurré.
—Entonces, dile a tu amiga
que hoy las vamos a "ponel a gozal"... que esta noche somos sus
guías... —con voz de mando las conminó mi amigo.
Ella, haciendo una mueca
afirmativa, se retiró.
—Llama a Jorge para que nos
haga la movilidad.
Jorge era un amigo conocido
que siempre nos hacía el taxi cuando estábamos pasados de copas. Era un
zambito, amigo de nuestra promoción de colegio.
—Ok. Ahorita lo llamo.
Marqué su número y lo
llamé.
—Hola, Jorge, necesitamos
tus servicios... estamos en el point, en la oficina, el que tú ya sabes... ¿En
qué tiempo estarás por acá?
Me contestó haciendo sus
acostumbradas bromas. Me dijo que en diez minutos. Yo le contesté emocionado
que lo esperábamos impacientes.
Minutos más tarde, por fin
llegó Jorge. Sin que la llamáramos, se acercaron a nuestra mesa las dos
agraciadas jovencitas. Llegaron con el cabello suelto, casi despeinadas,
radiantes; tanto que las desconocimos.
—¡Chao! —exclamaron
aludiendo al hijo del dueño del restaurante.
Nos pusimos en pie y los
cuatro nos dirigimos al auto bajo la oscuridad de la noche, dejando regado
todas las cenizas de nuestros estúpidos recuerdos. Jorge puso el carro en
marcha. Era un pequeño tico amarillo, vergonzosamente para la oportunidad, pero
ellas no se importunaron. Entonces, nos dimos cuenta de que eran distintas de
las otras chicas. Parecían más serias, más mujer. No sólo quería una noche
loca, sino que alguien las comprendiera. Necesitaban confiar sus secretos sin
prejuicios y a viva voz. Siempre las habíamos visto en el restaurante,
distraídos en nuestras conversaciones distintas, sin reaccionar ante sus
encantos...
Me senté con las dos en la
parte trasera del auto. Mi amigo iba en la parte delantera girando la cabeza de
rato en rato. Jorge nos escuchaba concurrente, agregado por las circunstancias,
pero callado.
—¿Me dijiste que tenías
veintiún años? —le pregunté a la chica que nos atendió en el restaurante.
—No. Veintidós. Los cumplí
hace una semana ¿Cuál es tu nombre?
—Charly. ¿Y el tuyo cuál es?
—Mariela...
—Bonito nombre. No serás
Mariela Castro, la sexóloga cubana...
Ambas soltaron una carcajada
por mi ocurrencia.
—Y a ti, ¿cómo te llaman?
—preguntó mi amigo.
—A mí me llaman Raquel. No
Welch por si acaso... Y, ¿cuál es el tuyo?
—Eso me parece bien. Tienen
todo bonito, hasta los nombres... Mi madre me puso Juan Manuel. Disculpa la
indiscreción... ¿qué edad tienes?
—Yo tengo veintiuno
—contestó Raquel, mirando cariñosamente a mi amigo.
El carro entró en la Av.
Universitaria. Jorge aceleró y luego de contornear una curva de la Av. La
Marina, ingresó al circuito de playas.
El paisaje embelesó a las
dos, quedaron impresionadas.
—¿Han leído a Knut Hamsun?
"Trilogía del vagabundo..." Es hermosa la obra... —esbozando una
sonrisa, nos preguntó Mariela.
—No. No lo he leído todavía
—le contesté
—Lo tienen que leer, es muy
buena...
Llegamos al lugar previsto
anteriormente con mi amigo. Jorge cuadró el auto en el Parque Municipal. Era
Barranco.
—Vamos a comer algo —dijo mi
amigo
—No. La verdad estamos
rellenas. Estaría bien un vinito. Con la barriga llena no se puede conversar y
pasar un buen momento... Disculpen, pero si ustedes quieren comer, está bien.
Tal vez nos atrevamos a picar... —soltaron una sonrisa en conjunto.
Caminamos hasta estar frente
al restaurante que presentaba en lo alto una terraza frente al mar. Ingresamos
y subimos hasta llegar a la terraza. Ellas se sentaron y pidieron un vino
blanco semi seco Tacama. Nosotros pedimos Coñac. Nos dimos cuenta en el momento
que nuestras acompañantes despertaban la solicitud de los mozos por sus
pantalones ajustados y bien ceñidos...
Estuvimos por más de una
hora conversando y hablando de muchas cosas con una simbiosis nunca vista por
nosotros. No solo tenían una excelente cultura sino una notable belleza. Los
vinos y el coñac ya estaban haciendo estragos en nuestras emociones de buena
manera.
—Hace calor. Creo que mejor
deberíamos bajar a la playa. Mañana es sábado y tengo el día libre —dijo
Mariela.
—Yo mañana me enfermo —dijo
Raquel.
—Ok. Entonces a la playa
—dijo mi amigo. Y yo moviendo la cabeza afirmativamente los seguí.
Bajamos caminando hasta la
playa. El lugar era fantástico.
Mariela sin esperarnos, se
encaminó hacia el mar. Raquel viéndola correr, fue a sus espaldas tratando de
alcanzarla.
—Vengan chicos, vamos a
bautizarla —dijeron en coro.
Nos quedamos pensativos
—¿Por qué habrán dicho eso? —Murmuramos para nosotros mismos— ¡Es ahora o
nunca...! ¡Hoy nos pondremos a "gozal"!
Loro