Proseguía
así la profesora Castillo con su análisis riguroso del libido poema y, en una
singular parte, leyó en forma suave y elocuente: “Yo me quité la corbata y ella
se quitó el vestido, yo, el cinturón con revólver y ella sus cuatro corpiños…
Ni nardos ni caracolas tiene el cutis tan fino, ni los cristales con luna retumban
con tanto brillo… Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra
de nácar sin bridas y sin estribos…”.
En ese
instante la lingüista preceptora dijo: ¿Qué significa esta parte, alumnos? Y a
lo lejos se escuchó una voz socarrona que decía ¡¡¡Que se la estaba montando!!!
Cómo, cómo, cómo –replicó la profesora– y dirigiéndose al enajenado mequetrefe
del “chato” Montoya, le dijo: “A ver párate hijito y explícame lo que dijiste”;
a su vez el liliputiense replicó: “El gitano se quitó la ropa y se la estaba
chifando"; luego se sentó algo ruborizado, pero con la sonrisa entre dientes y
tan fresco como una lechuga… De nuevo la maestra volvió a decirle: “Párate,
párate, párate…" Finalmente casi medio salón dijo al unísono: ¡Pero si ya está
parado!, cierto es, pero no se notaba.
Terminada
la clase y el inopinado incidente, llegó también el sonido estridente que
anunciaba la hora del recreo, donde tutilimundi daba rienda suelta a sus actitudes
y sentimientos encontrados; el rústico traqueteo sonoro del acústico timbre
produjo en el aula una ruidosa estampida, que terminó por diluirse cuando se formaron
algunos circunstanciales grupos, por supuesto el kiosco era el lugar de mayor
requerimiento; otros iban a jugar fulbito, las chicas al baño y nuestro grupo
en particular, a dar los últimos “toques” y ajustes para sentenciar la proeza
del año… Este era el momento propicio, tan ansiado y esperado, ¡Ahora te quiero
ver… ahora es cuando! Pensaba, con cierto tono de inseguridad y nerviosismo.
Nuevamente
sonó el timbre que anunciaba el final del recreo cotidiano. Todo estaba
sistemáticamente planificado; era un plan perfecto, con análisis, cálculo y
precisión suiza; nada podía fallar, a no ser por el súbito arrepentimiento de
sus menganos intrigantes. Afortunadamente todos compartíamos una misma causa
común, a prueba de balas, y más fieles que perros salchichas.
Sabíamos
que correspondía el turno a la hora de Educación física compartida, los varones
con el profesor “pajarito” y las “germas” con la encantadora profesora Erika,
había un particular detalle, el profesor no vendría hasta después de las 5 pm;
según él estaría laborando en el otro local de la institución, junto al parque
central del distrito, a muchas cuadras del Centro Base principal… Atracos son
atracos.
Todas las
chicas del salón estaban ahora en la clase de gimnasia, con la controvertida
profesora; se habían cambiado la indumentaria deportiva en la refaccionada
sección. Las vimos salir serenas y risueñas, aún así nuestras miradas de
acechantes cernícalos se confundían a su paso en un marasmo de pensamientos
cretinos y libertinos. No había ningún rezago de sospecha.
En ese
instante se puso de manifiesto el maquiavélico plan; en el núcleo central
estratégico estaba el avezado triángulo del momento: Willy, el lagartija y su
hermano Toño, la misma calaña; más una comparsa de mantequilla, Marcolino, su
fiel servidor. Esta sociedad tripartita tenía por misión ingresar
clandestinamente por la parte posterior del aula, justo por allí, donde estaba
el orificio circular encubierto por la cartulina negra que disimulaba su
agrietada holgura. ¡Tarea fácil, pan comido, papayita nomás!
Por otra
parte, una cuadrilla de rapaces atalayas atisbaban a diestra y siniestra el
amplio panorama circunspecto, servirían de campanas, antenas, chalecos, o como
se quiera decir; nos pasarían la voz en caso de que sucediese algún imprevisto.
En este refinado engranaje estaba el amigo Luchito, el chato Gavilán, el loco
Cárdenas y el relajado Córdova; no hubo necesidad en la prestancia de sus
servicios, agregando además que todos los demás compañeros del clan manchere
eran simplemente participantes de palo, con miradas de cangrejo y orejas de
pescado.
Estando in situ en el vertiginoso lugar de la
intrépida fechoría, tuvimos una pequeña discusión y desavenencia. El dilema era
quién de los tres interfectos ingresaría fortuitamente al ambiente, en un tris
salvamos raudamente el percance, y de inmediato el larguirucho Toño adentró su
anillado cuerpo por el agujero descubierto, con una frialdad refrigerante se
encaminó directamente hacia el blanco escogido, la carpeta de mi adorable
Liliana; este elongado bicho hurgó entre sus pertenencias y extrajo con
parsimoniosa calma la codiciada chompa azul; la prenda más deseada por el
elemento varonil cristiano de la época. Sin embargo, el artiodáctilo Toñito se
olvidó de sustraer los zapatos negros, que también formaban parte
complementaria del plan. Hubiese sido la exquisita cereza sobre el suculento y
meloso pastel, el broche de oro de nuestras fechorías; a pesar de todo, ya era
bastante con la tenencia subrepticia de la prenda azulina, la cual ya estaba en
nuestras manos, como un trofeo épico de guerra, y la comparación superlativa
sería ¿Liliana o Medea?… ¿Toñito o Jasón?… ¿Marcolino o Heracles?… ¿Willy o el
flamígero dragón?
De regreso
a nuestra realidad, había ahora un aglutinado contingente en la parte posterior
del aula prefabricada y se percibía un ambiente bullicioso con muestras de
sarcasmo chongueril; una fila india conformada por implicados e inocentes se
pasaba a su turno la chompa azul entre sus manos ¿De quién es la chompa?
Preguntaban algunos cándidos laicos como el “bongo” Jorge; y es de suponer que
el 90% de la jauría allí presente sabía la respuesta. Como decía, la chompa
pasaba esporádicamente de mano en mano, de palma en palma, de miembro en miembro.
En la coludida fila aparecían connotados y conocidos personajes: Juanito
alimaña en versión retrospectiva, miraba la chompa azul con aparente
naturalidad, parecía un imán entre sus manos, finalmente tuvo que ceder ante la
animosa, pletórica y extasiada cadena de zopilotes adjuntos. Algunos más,
desventurados samaritanos, allí presentes, también participaban del júbilo y
descontrol fetichista, allí figuraban: el “zorrito” Adolfo, el “pichanga” Álvarez,
el “negro” Espino, el “bitle” Felipe, el “canguro” Arango, el “gordo” Chipana y
el “mohicano” Joel, entre otros.
Terminado
el jolgorio, vendría ahora la parte dramática y preocupante del inusitado caso.
El retorno de la chompa azul a manos de sus primigenios captores produciría en
ellos un efecto contrario al de su estado inicial, las risas socarronas se
desvanecieron y la pregunta de turno era: ¿qué hacemos ahora con la chompa de
Liliana?
Nos
dirigimos hacia los servicios higiénicos y conjeturamos allí una multiplicidad
de alternativas hasta que alguno dijo: ¡Hay que desaparecer la chompa! Luego se
escucharon intercaladamente pausas de afirmación, negación y duda: “Yo no sé”…
“Yo me lavo las manos”… “Arrójala al techo”… “Métanla al wáter”… “Llévatela a
tu casa” y otras opciones más.
Declaro
solemnemente desconocer el destino temporal de la preciada prenda azulina, como
que me llamo Marcolino, y agrego además no saber más detalles sobre su paradero
final.
Después de
este breve soliloquio, a manera de meaculpa,
no logro comprender todavía el efecto trascendente de este irresoluto y
sibilino caso; un manto nebuloso cubriría en la posteridad los pormenores
reales y fidedignos de esta inexorable historieta.
Retornamos
al infranqueable pasado; decía estar enmarañado en un vaivén de dudas sobre el
destino de la chompa, ya casi había terminado la divertida juerga con la
susodicha prenda a manos de la arrabalera pandilla fetichista cuando de pronto
hizo su repentina aparición la fúlgida estrella resplandeciente de este relato;
en efecto, era nada menos que la atractiva Liliana, estaba ella algo perturbada
y nerviosa, se acercó por inercia ante la disoluta y pirañesca tribu de pícaros
tunantes y preguntó: ¿No han visto una chompa azul por casualidad?… Aunque
parezca mentira, esta simplísima cuestión expresiva fue el detonante que causó
la estridente explosión megatónica convertida en jacarandosa y vulgar
parafernalia de risas, burlas, silbidos y sorna. No era para tanto, pero la
pandilla estaba “empilada”, creo que fue la pregunta más cándida que había
escuchado a lo largo, ancho y alto de mi perruna existencia. Pude observar un
gesto de tolerancia y comprensión en la faz ruborizada de la adorable Liliana y
sin embargo yo, el inexorable Marcolino, había sido parte de su infortunio
coyuntural. En ese mismo instante, donde el ambiente era un bullicio de
sonrisas y sarcasmos, irrumpió de pronto la estereofónica voz del misógino
Willy, el jefe, el men, la cabeza del rebaño, quien en tono acompasado le cantó
a la sorprendida mozuela: ¡Songo le dio a Borondongo, Borondongo de dio a
Bernabé, Bernabé le pego a Mochilanga, le dio a Burundanga, le hinchan los
pies” Comprenderán ustedes que esta respuesta musical a la “fortuita”
desaparición de la chompa causó mayor hilaridad, incontenible en el grupo, y la
expresión draculínea de este libertino personaje no hizo más que alejar en
forma definitiva a Liliana y compañía, y es que sola no podía enfrentar a la
jauría, y por ello vino acompañada de la no menos sorprendente Charito Bobby.
Había
terminado el singular escandalete, cuando a los pocos minutos se acercó a
nosotros la siniestra figura de “pajarito”, el profesor de Educación Física,
que había retornado al colegio. De seguro venía a “cuadrarnos” y llamarnos la
atención; así fue, el susodicho personaje directamente nos increpó diciendo:
¡¡Eyyyy, ustedes deben saber comportarse mientras estén en el colegio…
correcto!!… Además deben aprender a respetar a sus compañeras y no jugarse con
ellas ni esconder sus prendas oficiales ni deportivas… ¿Comprendido?… ¡Quiero
que aparezca la chompa de la alumna! Tienen media hora para encontrarla y
devolverla. Lo vimos alejarse en el amplio horizonte crepuscular, y si bien
todos nos miramos bajo una tensión expresiva de desconcierto, creo que la
mayoría tuvo el mismo pensamiento y cavilación como respuesta repentina:
¡¡Ándate a la chupetería!!
Estábamos
en los preparativos para despedir “de un plumazo” a la hora de Biología, cuando
nos interceptó esta vez el “profesor de Inglés”, el “lobo” Pachas. ¡Uyuyuy!, ¿y
ahora qué se traería este tipo?. El profe, antes de que ingresáramos al aula,
nos interceptó y se acercó a nosotros con cara de pocos amigos; nos observó
milimétricamente y luego, dirigiéndose directamente al “chato” Montoya, lo
cogió del pescuezo y le dijo sin más prolegómenos: ¡Tú me haces aparecer
ahorita la chompa o te jalo en mi curso! El sorprendido alumno, rapaz, alimaña,
carroña, no pudo disimular su desconcierto y sorpresa. Nos miró con un ademán
expresivo y luego, respondiéndole al profesor, le dijo: ¡Yo no sé nada profe,
no se de qué está hablando… yo recién llego del recreo y no he estado con
ellos” Evidentemente, esta vez el taimado chato no se estaba lavando las manos
como Pilatos, sino que era un mentecato víctima de las circunstancias y de su
fama de alimaña que lo precedía. Por supuesto, toda la mancha del grupo se rió
descaradamente en las narices de este inquieto coleóptero, a quien por primera
vez se le acusaba directamente de algo en lo que no había participado.
Luego de
este incidente, parecía que todo volvía a su aparente normalidad; no era
cierto; la fisión nuclear recién comenzaba. Estando en el interior del aula,
esta vez en la clase de Biología, tuvimos que soportar la insípida exposición
del “bitle” Felipe, dicho sea de paso ni el mismo se entendía en su abyecto
discurso; estábamos livianamente semiconcentrados en el tema de las mitosis y
de las células haploides cuando presto y repentino incursionó en el salón el
ingeniero “gorilón”, el director del plantel, acompañado de su séquito de
escurridizos adulones. Yo sabía el porqué de su esporádica presencia, y creo
que el resto también lo presentía; todos nos pusimos de pie y saludamos
cordialmente al recién llegado, como parte de la costumbre, estilo y
formalismo. Empero, quiero agregar que percibimos en ese instante un clima de
tétrica realidad; pudimos notar que el figuretti “Willy” estaba más nervioso
que cucaracha en fiesta folklórica, sudaba frío y presentaba un semblante
indeciso, estaba más pálido que un japonés con anemia; miraba para todos lados
queriendo desaparecer de la mundanal faz de la tierra ¿Qué había pasado? No era
que quería ir al baño o algo por el estilo… ¿qué pensamiento mefistofélico
habría causado ese repentino impulso en la indeleble mente del condenado Willy?
Muy pocos podrán saber la verdad del melodramático asunto.
Ahora, in
situ, el director con aire draconiano ordenaba la famosa requisa. Ordenó
registrar carpeta por carpeta, a la voz de “busquen en todos sitios, hasta
encontrar la chompa”.
En mi
carpeta no había más que cuadernos y hojas sueltas con dibujos caricaturescos;
en las demás tampoco, ni tuz ni muz; pero Willy seguía nervioso y al registrar
su mobiliario tampoco encontraron algo; nada de nada, ni un pelo de gato. De
pie, esta vez Willy exhalaba un aire de abrupta tranquilidad y calma; había
vuelto el color a su miserable y condenado cuerpo. Prácticamente yo pensaba
algo anonadado: ¡Qué será pues, no entiendo nada; no lo comprendo… eso sí, el
que nada debe, nada teme”. Más aún puedo añadir con supina frescura “que todos
la debían”, pues de algún modo todos se habían involucrado hasta los tuétanos;
con mayor o menor aspaviento, desde el más palurdo inocente hasta el más
tunante malandrín.
La
persistente búsqueda de la chompa azul prosiguió, en todos los lares y
confines, pero nunca la encontraron, ni huellas, ni vestigios del impune
latrocinio, un delito perfecto que la historia se encargaría de especular con
detalles sesgados y prolijos.
Muchos años
después, exactamente después de tres décadas y media, el estigma espectral de
la azulina prenda aparecería nuevamente ante nuestras miradas de resquebrajo y
añoranza; recién comprendería los motivos del estado cataléptico del loco Willy
en aquel episodio de registro de las carpetas para encontrar la chompa; y la
explicación es muy simple y comprensible: Willy y compañía tenían en su poder
aquella ansiada prenda, solazándose a sus antojos de un ir y devenir confuso.
Marcolino
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