martes, 29 de mayo de 2012

Llegar a los Sin Cuenta

     Con todo cariño para mis amigos Juan Carlos y Joe quienes infundieron en mí la irreverencia y el humor... Loro

    El tiempo es el asesino que nos va a eliminar de este bello paisaje llamado tierra. Pero hay una diferencia: una cosa es cómo desaparece lentamente a un hombre y otra, muy diferente, a una mujer. Un hombre se resigna, incluso el tiempo juega a su favor. De adolescente tierno a  joven “bonito”. Pongámosle diez años más: hombre interesante. Si le agregamos diez años más, pasamos a otro superior: veterano apuesto. Hasta conseguir finalmente ser un respetable adulto mayor, como dicen algunos congéneres muy condescendientes. O tal vez, como dicen los jóvenes: pobre viejo de mierda. Hasta ahí llegamos aunque todavía falte bastante para arrugar.
    Las mujeres por su lado, saben que los años no la doran sino que las queman. Se equivocaron de mundo, porque este sobrevalora la juventud femenina. Solo basta mirar una propaganda de cerveza. Imagínese a una mayorcita muy panzoncita, en bikini, con una cerveza bien helada en las manos... ¡La Pilsen Callao, quiebra!... Para una mujer tener años no es ganar experiencia sino perder encantos.
    Si a un hombre le preguntan la edad, no es una falta de respeto. Es todo lo contrario. Bueno, siempre y cuando no sea un recién salidito del closet, o sea un "somos más". La pérdida de pelo y de energía lo gana en calma y autoridad. En cambio, las mujeres esconden el D.N.I., fingen la edad y hacen lo imposible por planchar las arrugas con cuanta crema encuentren en el mercado. Por ejemplo: un hombre con el pelo pintado a lo más es un estrafalario, un acomplejado o un marica. Una mujer sin el pelo pintado es una pobre anciana descuidada. En el hombre las canas son sinónimo de interesante, de experiencia. En la mujer son cochinas blancuras de vejez.
    En pocas palabras, lo que en el hombre es madurez, en la mujer es decrepitud. Ya no son carne fresca ni lechugas para llevar una minifalda. Por eso se han adueñado de nuestros pantalones Jeans, hasta de nuestros esmóquines que con tanto empeño los ingleses lo crearon para los hombres.
    A las mujeres los años les entran como una espada que empieza a hundirse desde su cabeza. Pero son las menopáusicas, las primeras testigos de los desaforados cambios sociales de los 70s y 80s. A ellas les quedó la peor parte: crecieron con restricciones, algunas ni conocen una disco, hasta recibieron a sus enamorados con horario restringido, y hasta se atrevieron a “chotearlos” sin escrúpulos, por el bendito: “tengo que ser alguien antes de aceptarte”. O "virgen llegaré al matrimonio". ¡Qué tiempos aquellos! No había aún propagandas por televisión que las obligaran a adelgazar. Ni que hablar de las pinturas en la cara: nada de nada, la cara tenía que estar bien lavadas. Las bocas pintadas eran símbolo de una mujer de mal vivir. Además sus faldas debían de estar tres dedos por debajo de la rodilla. Obvio, tenían que cuidar la pureza como tesoro, porque nosotros los hombres éramos los malos de la película. En pocas palabras, era una generación muy diferente a la actual. Me pregunto: ¿si en esos tiempos las mujeres hubieran tenido teléfono celular? ¿Qué hubiera pasado con el mundo? Ni hablar de la Internet... ¡Qué diferencia con nuestros hijos de hoy!...             
    Las que no se casaron y siguen blandiendo su orgullo de no haberlo hecho, son las más arrepentidas. No probaron la miel de la vida y la desgracia de haberse casado. Deambulan por este mundo, incompletas, descubriendo en el vil espejo la prueba de los años transcurridos. Ni el colágeno puede esconder las patas de gallos que se arremolinan en su rostro. Odian a Newton: sus pechos obedecen a la ley de gravedad, todo tiene que descender. Ni que se miren de espalda: sus glúteos parecen un flan de carretilla, por más que la contraigan. Por favor, que el metro esté alejado de ellas: ochenta centímetros de pura grasa. Ya sus cuerpos empiezan a tomar la figura de un kión. Ya el número telefónico de sus tiempos con seis dígitos: 90 - 60 - 90,  quedan en su recuerdo. Todo se encamina a lo peor, adquirir la estilizada silueta de un refrigerador. Con esa sensación de miseria humana y de frustración tratan de aferrarse a alguna dieta y, por supuesto, a un gimnasio. Hasta invitan al hermano para que las acompañe. Pero como este pendejo se las pasa con sus amigos de juerga en juerga, no les queda otra que invitar a una de sus amigas. Entonces buscan su agenda de teléfonos que está bien oculta, tal vez junto a su diario; la sacan y la ponen en la mesita de noche: ¡qué carajo, ya no ven ni un culo! Tratan de recordar entonces, con mucho esfuerzo, donde pusieron sus escondidas gafas bifocales. Ahí estaba, en la última de la lista, su amiga Julia, que tenía un cuerpo parecido al de ella. Pero el gimnasio les dura poco, porque después de tanto esfuerzo, y luego de subir a la maldita balanza, se dieron cuenta que la maldita báscula y su fría aguja marcaba, veinte kilos de más de pura grasa repartidas en sus cuerpos. Tal forma, originaba tres tallas más.
    Algunas hasta se alimentan de lechugas orgánicas, de frutas bajas en azúcar, de pechugas sancochadas, etc. Y son tan conchudas, que visitan los supermercados con mucho orgullo. Entonces se ponen a coger artículos de higiene femenina, de tampax y otros protectores diarios tipo tanga. Miran a su rededor para cerciorarse que la están mirando las otras veteranas y poder sacar pecho y que les diera envidia. Hasta preguntan en qué lugar pueden encontrar los anticonceptivos, las muy frescas. Una vez que las encuentran, las ponen encima de las frutas y las lechugas para que queden a la vista y así erguirse vanidosamente. La mentira se les acaba cuando tienen que proveerse de los pañales desechables para adultos con goteo imprevisto. Ahí es cuando su ego se les va por los suelos. Se encaraman las gafas y adoptan actitudes detectivescas cogiendo a escondidas las cajas. Claro, cerciorándose antes de que nadie la esté observando. 
    Ni que hablar de sus citas a los psicólogos. No acabaría este relato. Continuó con las casadas:      
    Y las que se casaron y tienen hijos, están peores, con la diferencia de que tienen que soportar a los hijos aunque estos hagan lo que se les da la gana. Los tiempos de ellos ya no son de la pobre viejita, son de ellos mismos, en una  revolución que las pobres ya no pueden entender. Solo les queda decir: "Para mí siempre serán mis bebes". 
    La realidad que las obligaba a casarse para poder tener sexo, ya no es la misma. Ahora los hijos, las instan a que sean madres modernas: tienen que recibir a sus novias para quedarse a dormir en la casa. Si no lo hacen, quedan como brujas anticuadas.
    Padecen la cárcel estética de sus hijas pero, a diferencia de ellas, su vida es menos buena. La memoria comienza a llenarse de humo de cigarrillo o de vapores de una sauna. Los calores internos ya no responden a la llama de una vida caliente. No hay mejor conversación con una de su promoción que, conversar sobre la salud. Su esqueleto lleno de carne, ese andamio que algún día hizo delirar a muchos galanes, comienza a tambalear. Se dan cuenta que el tema de la salud es primordial y que lo estético es algo pasajero.
    Ellas, las que en su tiempo, trastocaron el mundo de la medicina, y la llevaron a la pobre solamente para originar belleza, ahora la quieren desviar para que protejan su salud. Hasta los curanderos se llenan de plata con ellas.
Y las separadas, las que un día despiertan y se dan cuenta que siempre durmieron con el enemigo, las que no podían hablar más de dos palabras sin discutir, las que en una reunión con sus amigas o diríamos, colegas, sólo tienen tiempo para el arrepentimiento y hablar mal del desgraciado que las hizo cachudas, ella son las que caminan con su alma destrozada por el mundo, aullando a todo pulmón que mejor le hubieran dicho sí al amigo de su promoción de colegio o a su amigo de barrio. Aquel flaquito que se les mandó y ellas lo chotearon elevando su autoestima. Sus recuerdos con ellos se vuelven toda una “telellorona”. Hasta empiezan a averiguar qué fue de ellos y si aún están solteros. No saben las muy tontas que el tiempo no puede ir de cabeza. Las pobres son las nostálgicas de su especie, y la tristeza les inunda el alma en cada reunión de amigos. Estas mujeres, son tan tontas, que hasta piensan que ellas fueron las culpables de la separación. No entienden que los hombres desde que aparecieron como homo erectus, tenían que salir a cazar para mantener a la especie viva. LOS HOMBRES SOMOS CAZADORES, que no se les olvide nunca. Y nosotros no tenemos la culpa de ello. Así fuimos creados. Y mujer que no lo entienda, entonces que se pase al bando de las divorciadas, o mejor que no se case
Esos es todo, eso es todo, eso es todo…           
Loro         

domingo, 27 de mayo de 2012

Un encuentro fatal


Si mi amiga se hubiera atrevido a vivir todo aquello en que la risa y el dolor se juntan y me hubiera involucrado, yo nunca hubiera podido escribir estos relatos... Loro 
  
La noche anterior recibí una llamada. Me quedé totalmente sorprendido. Mi amiga July me dijo que era necesario que la sorprendiéramos con nuestra presencia, porque ella ya regresaba a los EE. UU.; y que ella así nomás no llegaba. Me dijo que invitara a todos los amigos de la promoción, o a los que yo pudiera. Pero no había tiempo de invitar a nadie. Al final lo traté de hacer; pero en verdad, no lo hice, o lo hice a medias; por eso solo llegamos tres y dos que eran ellas.
Entré a través de las cortinas. Hice mi ingreso a la sala con una bandeja llena de copas de vino. La cargaba con mis dos manos. Era una sala mediana y apretada, amueblada con sillones y una mesa de centro. Pegada a una de las paredes, y al frente de los sillones, un aparador soportaba una pantalla de tv. Giré mi cuerpo hacia la derecha. Bajé la vista y la vi, estaba sentada en un sillón, acodada y conversando con Poncho. No había dudas de que me hallaba tontamente nervioso. Mientras me dirigía hacia ella, y durante un insignificante espacio de tiempo, me puse a pensar sobre nuestro último y penoso encuentro. Me llegaron, de pronto, las ideas más ridículas, que cualquiera de ellas me turbaba. Ya muy cerca, extendí los brazos, y con las dos manos crispadas, dirigí la bandeja hacia donde estaba mi amiga. Sabía que no se podía resistir, no era su estilo. Cogió una copa mirando en torno suyo con ansiedad, disimulando el encuentro. Aproveché el momento para saludarla dándole un pequeño beso en la mejilla.
—Hola, ¿qué tal? ¡Sírvete!
Sus blandas mejillas se colorearon ligeramente y sus labios dibujaron una sonrisa ofendida. Me estaba castigando con la única gracia que le conocía: aquel rostro ingrato, soberbio, pero exquisitamente bello. 
—¡Hola! —respondió bajito, como si fuera un consuelo y a la vez una indiferencia.
A toda costa, quería burlarse de mí y buscar elegantemente como amargarme la noche. Yo me encogí de hombros con indiferencia. Ella lo captó. Esto hizo que me invadiera una horrible alegría. Evidentemente, no me sorprendía su actuación ni su manera de comportarse conmigo. La conocía muy bien. En ese preciso momento Poncho me dijo algo. Pero no le entendí. Mirándola de soslayo, la vi levantar su copa con mucho nerviosismo sin llevárselo a la boca. No terminaba de servir a los demás, cuando la llevó a su boca y de un solo sorbo desapareció el contenido. Luego echó su cabeza hacia atrás, se caló los anteojos, y me quedó mirando con sus achinados ojos pardos, por unos segundos, como queriendo descubrir mi oculto pensamiento. Hasta vi sus ojos brillar en el tiempo que le llevó colocar una de sus manos sobre su mejilla. En esos momentos, todo atacaba mi sistema nervioso: las miradas de mis amigos, en especial la de ella, mi nerviosidad y las palabras que no podía pronunciar. Se me había hecho un nudo en la garganta, ahorcándome. Alcé los hombros furiosamente, tratando de relajarme. Levanté la cabeza y me volví hacia Poncho y Jorge, crucé bordeando la mesita del centro, estirando aún más mi brazo, sujetando la bandeja. Ellos nos miraban de reojo. Ella estaba tensa y petrificada. Su rostro era embarulladamente gracioso, porque lo mantenía cómicamente serio.  
Yo llevaba un traje y un corte de pelo terriblemente llamativo, no por lo estrafalario, sino por lo recientemente nuevo. Ya sentado en el sillón me reía totalmente despistado, y sin hacer ruido, de las cosas que charlaban los otros. Reflexionaba silenciosamente en una posición casi supina, y sentía que mi voz chocaba intermitentemente en mi cabeza, como una campanada. Me encontraba humillado. Todo mi organismo, como nunca, estaba destrozado. Me sentía deplorable frente a todos mis amigos y frente a aquella mujer que algún día amé con locura. 
Al rato, me incorporé como un autómata y fui hasta donde estaba la otra botella de vino. Volví y se la entregué a mi amigo Jorge para que la descorchara. Lentamente me senté en el sillón, desde dónde podía observar el perfil del rostro de mi amiga. Otra vez me puse en pie. Jorge me estaba devolviendo la botella destapada. Le di las gracias. Como reflejo propio de un subordinado mozo de bar, de inmediato, llené todas las copas vacías. Volví a sentarme. Estaba en un punto algo difícil para entablar una conversación con ella. Como era absolutamente incapaz de hablar, porque mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza, fijé los ojos bien abiertos en su copa ya sin una gota de contenido. Se lo había bebido, otra vez, de un solo sorbo.
Pasaba el tiempo. Oía la conversación de mis amigos sin poder actuar con palabra alguna. Estaba completamente atontado y no hacía más que hacer algunas muecas y pronunciar penosos ruidos con la lengua. Las palabras no querían acudir a mi garganta.
Me levanté varias veces, sin decir nada, para llenar las copas vacías. Por tres veces consecutivas, de un solo sorbo, mi amiga se volvió a despachar el contenido. Me di cuenta de que también estaba tanto o más nerviosa que yo. Aunque lo disimulaba muy bien. Me senté de nuevo en el mismo lugar y la quedé mirando como quien soslaya la mirada. No sé qué ademán hice para salir del barullo; pero no lo logré. Mis ideas se extinguían, mezclándose tontamente. Ingresé por un momento al interior de mis pensamientos, ordenándolos y tratando de que se abrieran camino. Trataba de lograr cualquier invención o anécdota que la involucrara a ella. Di un salto. Traté de hablar, pero todas mis palabras concatenadas y en fila india, se trababan en mi garganta. No querían salir.
Echado hacia atrás en el sillón, estaba recogido todo mi cuerpo. Me había instalado en un rinconcito que estaba algo oscuro. Me creía bien oculto, y trataba de pensar que decirle. De cuando en cuando se encontraban nuestras miradas. Nos miramos varias veces. Tenía algunas preguntas que se las quería decir, pero no tuve el valor de formularlas.
El vino empezaba a hacer efecto en mi amiga. Yo en un arranque de soberbia y aprovechando una anécdota que ella nos contaba, le propuse viajar y visitarla en su casa. Le dije:
—Entonces, en setiembre viajamos con Poncho y te visitamos… ¿Qué te parece?
Ella se volvió para el otro lado y se puso a mirar a mis amigos; luego volvió el rostro hacía mí como si de pronto saliera de una pesadilla, roja de soberbia; sus gestos denotaban una catapulta pronto a ser disparada. Respiró profundamente un poco crispada; entonces, solo dijo:
—No voy a estar en mi casa ese mes...
Como de costumbre, me pasaron las ruedas de su desprecio por todos mis sentidos. Mi cabeza pareció hundirse más entre mis hombros. Así que tragué algo de saliva y me infundí ánimo, tratando de recuperarme. En ese momento se me aclararon las ideas; irritado, me dije a mí mismo:
—¡Ah, bien!... sigue siendo la misma de siempre, no ha cambiado nada. Ya no puede engañarme. Su alma tiene muchas quemaduras que nunca podré descifrar. ¿Por qué no me decía clara y simplemente, Charly, vete al carajo? ¿Por qué?...
Me quedé callado y ya no hice más preguntas. Por suerte ya era tarde y teníamos que retirarnos. Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la calle. Entonces, la escuché hablar a mis espaldas. Su charla fue corta. De antemano sabía que la teníamos que acompañar a su casa y eso hicimos. Subimos al auto. El azar hizo que ella fuera junto a mí y muy apegada, sentada a mi izquierda y en la parte trasera del auto. No me lo imaginé, pero estábamos conversando delante de mis amigos. Mientras conversábamos, me invadió un sentimiento singular, un hermoso sentimiento. De rato en rato nos volvíamos y se encontraban nuestras miradas. Ella no paraba de hablar, no se permitía una pausa. A nuestro alrededor, nuestros amigos nos escuchaban callados, muy atentos. En esa situación, sentía un escalofrió por toda mi espalda, y mis pensamientos flotaban dispersos. Ella seguía hablando de cosas sin importancia, lo que me obligaba a contradecirla. Hizo un movimiento y apegó su rostro muy cerca de mi mirada. Sentí su aliento. Un halo de vino recorrió por todos mis sentidos. Podía además entrever un rostro bello, un poco pálido, pero sano. Esta idea de todos aquellos encantos me turbaba, me hechizaba dichosamente. No pude resistir más y resbalé mi brazo sobre su cuello, tocándola. Sonreí estúpidamente cuando ella me miró sin parar de hablar, pero consciente de lo que pasaba.
¡Bah! Yo sabía que tenía sus razones y yo las mías. Pero ambos estábamos tan sordos, que no podíamos hablarnos ni siquiera como simples amigos. Luego recordé que cada vez que nos encontrábamos o nos comunicábamos por cualquier medio, era sólo para discutir, para pelear. 
Luego ya no hubo tiempo. Porque después de llegar al exterior de su casa nos despedimos rápidamente, dándonos un beso en la mejilla. Comenzó a andar un poco más deprisa, corriendo detrás del auto y acercándose a los otros amigos para despedirse. Ya casi para llegar a las rejas de seguridad que dividían la calle de su casa, me dirigió una rápida mirada. Observé que sonreía nostálgicamente. No dijo más...
Al final, puedo decir que fue una reunión con una extraña mezcla entre el dolor y el placer o entre la alegría y la nostalgia. Supongo que la vida es eso, esta paradoja que la hace honda y bonita cuando nos damos cuenta de que el tiempo nos sorprendió. Ya no estábamos en la secundaria ni en la universidad, ni era el tiempo del primer beso, aquel cuando callamos, parpadeamos y mirábamos al suelo esperando que el tiempo se vuelva infinito y eterno. 
Contrito, reconocí, que ese día me había comportado muy mal. Estúpidamente mal.     

Loro

sábado, 19 de mayo de 2012

Un encuentro agradable

Son ya las diez de la mañana. El día sigue nublado y el frio no deja ganas de nada. Es que no pude dormir muy bien; “algo insensato tiene que haber influido en esto”, me dije.
Me volví a cubrir con el edredón hasta el cuello; traté de levantarme, pero la pereza y la flojera me acurrucaron aún más. Entonces me quedé mirando al vacío y me puse a recordar lo ocurrido hacía unas horas.
Nos habíamos reunido un grupo de amigos hasta la media noche. Él estuvo allí, parco como siempre, supongo que bosquejando y respondiéndose cosas involuntariamente, las que nunca se atrevió a preguntar. Lo miraba de rato en rato, tratando de que hablara. Dos o tres veces se encontraron nuestras miradas. Me dio ganas de ir y darle un beso delante de todos. Me contuve. Cuando me sirvió la segunda copa de vino, lo miré fijamente, pero él tenía los ojos lejos de los míos, totalmente desviados. Sus cabellos recién cortados, su camisa nueva con el cartón en el cuello, sus zapatos adquiridos en el momento, me hacían sonreír. No dije nada, me quedé muda, pero aguantando la carcajada, tenía que estar seria.  
Estuvo muy atento sirviendo lo que me iba a embriagar, lo hacía adrede. Sé que lo hacía con esa intención. Al menos me di cuenta que en algo me conocía. ¡No! Sí que me conocía.
Hablábamos de todo esa noche, hasta de alguna que otra cosa sin sentido. Nuestro amigo J.C. se comportó como él lo quería o lo necesitaba. Pensé que iba a ser más intrigante, me hubiera gustado, pero no, sólo dijo lo necesario. No llegó a ser atrevido a pesar de que hice algunas preguntas para que sucediera aquello. Me admiraba que no hubiera hecho nada por apresurar la ejecución de su amigo. Me hubiera gustado, éramos los justos y necesarios en ese momento.
Horas antes…  
El taxi me dejó cerca de la casa de mi amiga Julia; caminé casi cuatro metros y me encontré frente a frente con J.C. Nos saludamos casi sorprendidos. Había que ver la cara que puse. Me dio un vuelco el corazón, porqué comprendí que él estaba con J.C., aunque no lo vi en el primer momento. De pronto, se acercó mi amigo Jorge y me saludó muy efusivamente; seguía igual que en la secundaria, adoptando una actitud tan zalamera como cortés; ingresé, saludé a mis dos amigas, Julia y July; tomé asiento en un sillón que me permitía tenerlos a todos a mi rededor. No me atreví a preguntar si había llegado con ellos. Desde donde me encontraba vi a Julia ponerse de pie y dirigirse apuradamente al comedor. Luego de cruzar a través de las cortinas, que separaban la sala del comedor, me pareció oír ruidos de copas y botellas, y un balbuceo prudente, como simultaneo; intuí que él estaba tras las cortinas. Tardó un poco en aparecer; hizo su ingreso con una fuente llenas de copas de vino. Se acercó y me saludó dándome un beso en la mejilla y sirviéndome una de las copas. Lo vi nervioso y apagado, como insinuando que no sabía nada de lo que allí sucedía. ¡Qué tonto y estúpido me parecía! No era él, porque lo escuché con angustia e intranquilo. En aquel minuto yo tenía razón, me desagradaba su comportamiento. Lo miraba asombrada, perpleja, pero a la vez me parecía muy divertido, y además, podía decir lo que se me antojara. Había que hablar y mantener la conversación, y contar las cosas que nos habían sucedido en el colegio, así que, eso hicimos. Fue una gama de anécdotas que me dejaron con la sonrisa en los labios. Era la primera vez que conversaba de esa manera y en una reunión, junto a él y con otros amigos. Lo vi levantarse no sé cuantas veces, como exhibiéndose, servía muy atento las copas de vino, pasando de un sitio al otro. Sé que se daba cuenta que yo le cruzaba la mirada, a tal punto que se le ensombrecía el rostro y hablaba con lentitud y vaguedad.
Pasado un rato, para significar su presencia, hice un comentario baladí sobre una foto trucada y subida al Facebook, en la que yo aparecía en una fila, abrazada a él y a otros amigos del la promoción del colegio. Esa sola intención lo puso nervioso, a tal punto que divulgó al autor.
—¿Quién compuso la foto...?  —dijo balbuceando una castellano caricaturesco. No dijo el nombre, pero señalaba a J.C.
J.C. lo miró levantando las cejas, como diciendo: “¡Ay!, este no entiende nada”.
Se veía a leguas que su sonrisa era fingida y nerviosa. En cambio yo sí que me alegré un montón al enterarme que de ambos había sido la idea. Me alegró mucho. Además ellos lo sabían, porque yo traté de ingresar al mundo del blog y de nuestros relatos con aquella pregunta, pero no quisieron seguirme. Al rato, se me acercó sirviéndome otra copa llena, y quiso hablarme, pero solo le sentí un leve suspiro. No le quitaba los ojos de encima. Me pregunté: ¿Qué clase de individuo era y hasta donde llegaría? ¿En qué sentido había mutado? Yo descifraba en el acto cada movimiento y cada balbuceo hechos por él.  ¿Qué le costó darme un beso?... Sé que tal vez lo hubiera cacheteado, o quién sabe, me hubiera dejado quieta y sin palabras, aunque le hubiera costado caro. Es que nuestra relación es tan complicada, pero nos agrada sobremanera. No nos quedó otra que sólo limitamos a mirarnos desde lejos, como quien dice: será para otra ocasión.
Caminaba y se paseaba pensativo por la habitación cada vez que las copas se quedaban vacías. Las cogía y las volvía a llenar. Por ese lado, no había cambiado nada. Es su forma de ser, lo sé. Tal vez hasta lo hacía inconscientemente. Yo me entretenía conversando, amenamente, con nuestros otros amigos. Al fijar mis ojos sobre él, noté que miraba atentamente a J.C., como tratando de que le escudriñara lo esencial y atormentado de sus pensamientos y fuera su traductor. Aproveché un momento y me fui al baño. Pensé que tal vez se pondrían de acuerdo para un ataque total. Cuando volví, logré juzgar sus comportamientos. No, no hubo nada inoportuno ni ataque por los flancos. ¡Nada!... “¡Pero quién sabe! Me lo lanzarían en cualquier momento”, eso pensé. Quizás darían un golpe oportuno, logrando salirse del libreto y también con las suyas al fin de cuentas...; pero nada cambió. Sólo quedó quedarme quieta, sentada en mi sillón, hablando y siguiéndoles la corriente.
El reloj marcó las doce, y ya era la hora de regresar a casa. Lo vi coger su celular y ver la hora también.
—Sí, ya es tarde. Es hora de retirarse —dijo muy despacio y volviendo a mí.
Todos nos pusimos de pie y caminamos hasta la puerta de salida. Me despedí de Julia dándole un cariñoso beso en la mejilla, y expresándole mi agradecimiento por todo. Ya en la calle, divise un auto amarillo muy pequeño, y a ellos de pie cerca al auto, haciéndole algunas bromas a July. Me estaban esperando para acompañarme hasta mi casa. Entonces logré hacerle unas señas a July; ella también quería subir al auto y acompañarnos, quiso que llegara sana y salva. Hubo muchas risas, cortas, exaltadas, muy dispuestas y curiosas mientras ingresábamos al auto pequeño. Cuando me tocó ingresar, me volví hacia él, estaba de pie, sujetando la puerta para que yo ingresara, sus ojos muy abiertos me examinaba muy atentamente. Tal vez quería convencerse de que habíamos estado por primera vez juntos y con otros amigos a la vez, y en especial con J.C. Se le notaba en la cara. Yo permanecí serena, aunque el vino se me había subido un poquito a la cabeza.
Él hizo su ingreso.  
Entonces nos sentamos juntos, en la parte de atrás, él pegado a la puerta del lado derecho. Yo iba en el centro, y a mi otro costado, July. El auto empezó a moverse, mi compañera estaba muy feliz y fresca, de buen humor. El auto comenzó a sacudirse. Estaba quieta a la espera de su voz, esperando alguna pregunta indiscreta. Pero no la hizo, no se atrevió. Solo cuando empecé a tocar y provocar un tema intrascendente, empezamos a discutir; eran cuestiones de trabajo y otras tonterías más. ¡Siempre discutiendo!... Mientras hacíamos esto, empecé a sentir su brazo detrás de mi cuello. Al volverme hacia él, nos quedamos quietos, ansiosos y viéndonos por unos momentos. Lo miré con interés mientras le hablaba.
—¿No te parece?
—No, no me parece.
Y así sucesivamente. Nunca estábamos de acuerdo. Siempre me llevaba la contraria.
—Bueno, ya llegamos… —dije sin mucho interés.
Abrió la puerta y salimos por el mismo lugar. Al salir, me puse de pie casi instintivamente. Él se abalanzó de súbito hacia mí y me dio un fuerte beso en la mejilla. Yo le respondí de la misma manera. Lo quedé mirando apenada y nostálgica. Otra vez mudo.
—Mañana te llamo  —le dije muy bajito.
No respondió. Me retiré de su lado y me acerqué a mis otros amigos, despidiéndome también de ellos. Me fui caminando lentamente hacia las rejas. Mientras lo hacía, J.C. me hizo una broma. Sólo sonreí. Luego levantando la vista hacia donde estaba él, logré mirarlo por un rato. Me miró y me hizo un saludo de despedida levantando ligeramente la mano.
Creo que, a pesar de todo, esta reunión llegó a hacer afirmativa y agradable. Tenía otro psicológico tema para meditar. Un inevitable, preciso y gran tema… La pasión, a nuestra edad, siempre acecha en los intervalos.      
Libertad

jueves, 17 de mayo de 2012

Los tres chunchitos

—Entonces… ¿cuál es el plan? —me animé a preguntar, para romper el incómodo silencio que se había instalado repentinamente entre nosotros.
            —¿Vamos los tres juntos? —nos preguntó Joel, a boca de jarro, esbozando una amplia sonrisa, mientras nos miraba fijamente a los ojos, tal vez intentando encontrar alguna señal de duda o debilidad ante su propuesta.
Charly no titubeó ni un segundo y de inmediato contestó afirmativamente. Yo al inicio dudé… y es que no podía recordar con claridad cuándo fue la última ocasión en que me vi inmiscuido en este tipo de asuntos. Un sentimiento de incertidumbre me comenzó a invadir, pero no podía fallarles a mis amigos, no podía permitir que ésta fuese la primera vez que desertase ante uno de sus desafíos, por lo que también asentí, aunque con escasa convicción.
Y creo que no me faltaba razón. Aunque nosotros tres ya habíamos tenido la oportunidad de participar en alguna que otra trastada, lo que en ese momento estábamos planificando compartir era algo totalmente diferente. A esas alturas de nuestras vidas era obvio que cada uno de nosotros ya había pasado por ese lance en más de una ocasión, pero por separado, en privado, sin público que hubiese podido criticar nuestra forma de actuar. Si conseguíamos realizar lo propuesto por Joel, ésta sería la primera vez en que los tres compartiríamos la misma experiencia, siendo mutuos testigos de nuestras performances en estas lides. Y eso sí que me turbaba un poquito, pues a todas luces resultaba evidente que este acontecimiento constituiría un hito que podría marcar de algún modo nuestra relación amical. Sin darme cuenta, comencé a experimentar un extraño temor de que tal vez no lograse dar la talla y que mi desempeño no estuviese a la altura de la de mis dos compinches. Repentinamente se me secó la garganta y comencé a sentir un extraño vacío en el estómago, mientras unas traicioneras gotas de sudor comenzaban a resbalar por mi frente. Por un segundo tuve la intención de renunciar, pero en el siguiente me repuse. Después de todo, no podía defraudar a mis amigos sin siquiera intentarlo, así que me armé de valor y me sumé con poco entusiasmo en esta nueva aventura.
Me encontraba absorto, cavilando acerca de estos detalles, cuando volví a escuchar la voz de Joel:
—Está bien, pero… ¿con cuál de ellas?
—A mí me da igual… ¿a cuál de ellas prefieres? —me preguntó Charly, dirigiéndome una mirada irónica, en la que por primera vez pude intuir un tinte de desafío.
Me acomodé lo mejor que pude en mi silla, mirando detenidamente a cada una de las féminas que se encontraban frente a nosotros. La elección fue fácil. Desde siempre he tenido cierta predilección por las mujeres delgadas y aquella, con su blanca indumentaria, de inmediato captó mi atención.
—Creo que la flacota que está frente a nosotros, junto a la puerta, es la indicada. Está linda y me parece que nos atenderá bien —les contesté, incorporándome en mi silla y acercándome a ellos para que me escucharan con claridad, al mismo tiempo que inclinaba mi cabeza en dirección a ella, haciéndoles un pequeño ademán de asentimiento.
Mis dos amigos se tomaron unos momentos para mirar con minuciosidad a la susodicha, y luego de cruzar una mirada cómplice, dieron su veredicto de aprobación.
Buena elección… está muy simpática la flacaza —aprobó Joel—, pero fíjense que están atendiendo a todos de uno en uno… ¿quién la convence para que lo haga con los tres al mismo tiempo?
Joel tenía razón. Este era el primer gran obstáculo que deberíamos vencer para conseguir nuestro objetivo.
—Tú tráela para acá y yo me encargo de persuadirla —le contestó Charly, en un súbito arranque de audacia, exhibiendo su típica expresión de autosuficiencia.
Joel nos miró nuevamente a los dos, y luego de dirigirnos un gesto de complicidad, partió resuelto a contactar con la flacota, en tanto nosotros lo observábamos con atención. En ese instante yo era un mar de dudas. Había aceptado este pequeño reto como lo haría con cualquier otro, pero los nervios comenzaban a apoderarse de mí… ¿Y si no respondía a la altura de mis amigos? ¿Y si me acobardaba en el último segundo? Por un instante abrigué la esperanza que ella no le prestase atención a Joel, que no le hiciese caso; pero no, para agravar mi disconfort, vi que Joel abordaba a la flacota, y luego de intercambiar algunas frases, logró que ella voltease a vernos con curiosidad. Al poco rato, ambos regresaban a nuestra ubicación. Joel venía sonriente, en tanto que en el rostro de ella se notaba una expresión de duda y suspicacia.
Mientras se aproximaban a nosotros pude verla con mayor detenimiento: muy alta, debía medir casi un metro ochenta, blancona, muy guapa y curvilínea; llevaba el cabello largo, negro y ondulado, y con ese atuendo de enfermera lucía particularmente atractiva.
Cuando llegaron a nuestra mesa nos pusimos en pie para saludarla. Inmediatamente, Charly aprovechó para ofrecerle una silla junto a él, en la que ella se acomodó, cruzando sus estupendas piernas. Comenzaron a platicar.
En esos momentos, totalmente nervioso, yo deseaba fervientemente que ella dijera que no, que se negara rotundamente, que rechazase la posibilidad de que los tres entrásemos junto con ella, que no se prestase para aquello. Pero otra vez no. Luego de decirle quién sabe qué con esa carita de niño tierno, Charly terminó por convencerla. La flacota, incorporándose de su silla, se irguió cuan alta era y nos lanzó una agradable sonrisa, al mismo tiempo que nos proponía:
—¿Vienen conmigo chicos?
La suerte estaba echada. No había vuelta atrás. Nos pusimos en pie y la seguimos en fila india, sin emitir palabra alguna. Luego de un breve recorrido llegamos a la habitación correspondiente. Ella abrió la puerta y, una vez dentro, nos invitó a ingresar, para después cerrarla detrás de sí.
Los tres avanzamos un par de pasos y nos quedamos inmóviles. De pronto, inexplicablemente me comencé a sentir bien. El nerviosismo me había abandonado, y me extasiaba contemplando cada rincón de la habitación y toda la parafernalia que estaba a disposición de la flacota para atendernos. No pude dejar de experimentar cierta atracción por aquel ambiente que se respiraba dentro de esa habitación, que quedaría grabado en forma indeleble en mi memoria.
—¿Así que han querido venir conmigo los tres juntos? ¿Son traviesos… no? —nos preguntaba la flacota, mientras exhibía su mejor sonrisa.
Ninguno contestó. Seguíamos parados cerca de la puerta. Respiré profundamente y miré de reojo a mis camaradas; para mi sorpresa, vi que sus gestos habían cambiado radicalmente. La sonrisa los había abandonado y lucían tensos y desencajados. Charly parecía respirar con dificultad, en tanto que Joel comenzaba a transpirar copiosamente. Fue obvio que la flacota, toda una profesional experimentada en estas circunstancias, notó de inmediato el temor en nuestros rostros, pues intentó relajarnos diciéndonos:
—No se preocupen chicos, que no les va a doler.
Por supuesto que eso no nos causó ninguna gracia. Seguimos inmóviles y mudos, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Muy bien muchachos, vayan quitándose la ropa para poder hacerlo —nos exhortó ahora la flacota, al mismo tiempo que se ponía cómoda y nos contemplaba sonriente.
Recién en ese instante me percaté que hacía frío. Comencé a quitarme la chompa y la camisa como un autómata, mientras veía que mis amigos hacían lo mismo.
—Muy bien… ¿Quién viene primero? —preguntó ahora, mientras ponía sus cosas en orden.
En ese momento sentí un empujón. No podría decir a ciencia cierta cual de mis amigos lo hizo, o si fueron ambos, pero me impulsaron con tanta fuerza que por poco y me voy de bruces contra ella.
—¡Ok!… Comenzaré contigo entonces —me propuso la flacota, mirándome con esos ojazos negros que hasta ahora recuerdo.
El nerviosismo volvía a invadirme. Estaba parado frente a ella, sin saber qué hacer. Volteé a mirar a Charly y a Joel, y pude ver cómo estos dos hijos de la guayaba y del mandarín retrocedían, pegándose a la puerta, mirándome con recelo.
—Ante todo protección —escuché que nos decía la flacota, mientras nos mostraba esos artilugios de látex que nos protegerían de cualquier infección.
Y permanecí de pie, literalmente tieso, mientras observaba extasiado cómo se calzaba los guantes quirúrgicos y extraía la dosis exacta de vacuna dentro de aquella jeringa con forma de “pistolita”, que depositó sobre la mesa. Inmediatamente sentí en mi hombro el frío producido por el alcohol con que lo frotaba para desinfectarlo. Entonces, cogió nuevamente la jeringa y diestramente me aplicó aquella dolorosa vacuna, en tanto que yo apretaba los dientes, luchando contra una lágrima traicionera que pretendía asomar a mis ojos.
—¿Viste que no te dolió? —intentó consolarme, sonriéndome, al mismo tiempo que cubría mi hombro herido con un apósito de gasa que fijó con tiras de esparadrapo.
Y, mientras me vestía, pude ver a mis camaradas, desfilando uno por uno, cual sentenciados al paredón, a recibir su respectiva dosis de vacuna, repitiendo exactamente la misma situación que yo había experimentado previamente.
Esto sucedió hace ya muchos años. Yo tenía siete años, Joel ocho y Charly, el mayor de nosotros, había cumplido nueve.  Desde entonces, cada vez veo una vacuna, no puedo evitar sonreír de júbilo al evocar esta pequeña aventura que tuve el gusto de compartir con mis amigos de siempre.
Anonimus