A los cuarenta
años, Arístides podía considerarse con toda razón como un hombre "excluido
del festín de la vida". No tenía esposa ni querida, trabajaba en los
sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil y vivía en un
departamento minúsculo de la avenida Larco, lleno de ropa sucia, de muebles
averiados y de fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Sus
viejos amigos, ahora casados y prósperos, pasaban de largo en sus automóviles cuando
él hacia la cola del ómnibus y si por casualidad se encontraban con él en algún
lugar público, se limitaban a darle un rápido apretón de manos en el que se
deslizaba cierta dosis de repugnancia. Porque Arístides no era solamente la
imagen moral del fracaso sino el símbolo físico del abandono: andaba mal
trajeado, se afeitaba sin cuidado y olía a comida barata, a fonda de mala
muerte.
De este modo,
sin relaciones y sin recuerdos, Arístides era el cliente obligado de los cines
de barrio y el usuario perfecto de las bancas públicas. En las salas de los
cines, al abrigo de la luz, se sentía escondido y al mismo tiempo acompañado
por la legión de sombras que reían o lagrimeaban a su alrededor. En los parques
podía entablar conversación con los ancianos, con los tullidos o con los
pordioseros y sentirse así participe de esa inmensa familia de gentes que, como
él, llevaban en la solapa la insignia invisible de la soledad.
Una noche,
desertando de sus lugares preferidos, Arístides se echó a caminar sin rumbo por
las calles de Miraflores. Recorrió toda la avenida Pardo, llegó al malecón,
siguió por la costanera, contorneó el cuartel San Martín, por calles cada vez
más solitarias, por barrios apenas nacidos a la vida y que no habían visto tal
vez ni siquiera un solo entierro. Pasó por una iglesia, por un cine en
construcción, volvió a pasar por la iglesia y finalmente se extravió. Poco
después de medianoche erraba por una urbanización desconocida donde comenzaban
a levantarse los primeros edificios de departamentos del balneario.
Un café cuya enorme terraza llena de mesitas estaba desierta, llamó su atención. Sobreparándose, pegó las narices a la mampara y observó el interior. El reloj marcaba la una de la mañana. No se veía un solo parroquiano. Tan sólo detrás del mostrador, al lado de la caja, pudo distinguir a una mujer gorda, con pieles, que fumaba un cigarrillo y leía distraídamente un periódico. La mujer elevó la vista y lo miró con una expresión de moderada complacencia. Arístides, completamente turbado, prosiguió su camino.
Un café cuya enorme terraza llena de mesitas estaba desierta, llamó su atención. Sobreparándose, pegó las narices a la mampara y observó el interior. El reloj marcaba la una de la mañana. No se veía un solo parroquiano. Tan sólo detrás del mostrador, al lado de la caja, pudo distinguir a una mujer gorda, con pieles, que fumaba un cigarrillo y leía distraídamente un periódico. La mujer elevó la vista y lo miró con una expresión de moderada complacencia. Arístides, completamente turbado, prosiguió su camino.
Cien pasos más
allá se detuvo y observó a su alrededor: los inmuebles modernos dormían un
sueño profundo y sin historia. Arístides tuvo la sensación de estar hollando
tierra virgen, de vestirse de un paisaje nuevo que tocaba su corazón y lo
retocaba de un ardor invencible. Volviendo sobre sus pasos, se aproximó
cautelosamente al café. La mujer continuaba sentada y al divisarlo reprodujo su
gesto delicadamente risueño. Arístides se alejó con precipitación, se detuvo a
medio camino, vaciló, regresó, espió nuevamente y, empujando al fin la puerta
de vidrio, se introdujo hasta ocupar una mesita roja, donde quedó inmóvil, sin
levantar la mirada.
Allí esperó un
momento, no sabía concretamente qué, observando una mosca desalada que se
arrastraba con pena hacia el abismo. Luego, sin poder contener el temblor de
sus piernas, elevó tímidamente un ojo: la mujer lo estaba contemplando por
encima de su periódico. Conteniendo un bostezo, dejó escuchar una voz gruesa,
un poco varonil:
—Los mozos ya
se han ido, caballero.
Arístides recogió la frase y la guardó dentro de sí,
presa de un violento regocijo: una desconocida le había hablado en la noche.
Pero de inmediato comprendió que esa frase era una invitación a la partida.
Súbitamente confundido, se puso de pie.
—Pero yo lo
puedo servir, ¿qué cosa quiere? —la mujer avanzaba hacia él con un andar un
poco lerdo al cual no se le podía negar cierta majestad.
Arístides
volvió a sentarse:
—Un café.
Solamente un café.
La mujer había
llegado a la mesa para apoyar en su borde una mano regordeta cargada de joyas:
—Ya está
apagada la máquina, Le puedo servir un licor.
—Entonces, una
cerveza.
La mujer se
retiró al bar. Arístides aprovechó para observarla. No cabía duda que era la
patrona. A juzgar por el establecimiento, debía tener mucho dinero. Con un
rápido movimiento, acomodó su vieja corbata y alisó sus cabellos. La mujer
regresaba. Además de la cerveza traía una botella de coñac y una copa.
—Lo acompañaré
—dijo sentándose a su lado—. Tengo la costumbre de beber siempre algo con el
último parroquiano.
Arístides
agradeció con una venia. La mujer encendió un cigarrillo.
—Hermosa noche
—dijo—. ¿Le gusta a usted pasear? Yo soy un poco noctámbula. Pero en este
barrio la gente se acuesta temprano y a partir de medianoche me encuentro
completamente sola.
—Es un poco
triste —balbuceó Arístides.
—Yo vivo en
los altos del bar —su mano señaló una puerta perdida al fondo del local—. A las
dos cierro las mamparas y me voy a dormir.
Arístides se atrevió a mirarla al rostro. La mujer
soplaba el humo con elegancia y lo miraba sonriente. La situación le pareció
excitante. De buena gana hubiera pagado su consumo para salir a la carrera,
coger al primer transeúnte y contarle esa maravillosa historia de una mujer que
en plena noche le hacía avances inquietantes. Pero ya la mujer se había puesto
de pie:
—¿Tiene usted
una moneda de a sol? Voy a poner un disco.
Arístides
alargó presurosamente su moneda.
La mujer puso
música suave y regresó. Arístides miró hacia la calle: no se veía una sombra.
Alentado por este detalle, presa de un repentino coraje, la invitó a bailar.
—Encantada —dijo
la mujer, dejando su cigarrillo en el borde de la mesa y despojándose de su
chal de piel para descubrir unos hombros fláccidos, salpicados de pecas.
Sólo cuando la
tuvo cogida del talle —tieso y fajado bajo su mano inexperta— tuvo la convicción Arístides de estar
realizando uno de sus viejos sueños de solterón pobre: tener una aventura con
una mujer. Que fuera vieja o gorda era lo de menos. Ya su imaginación la
desplumaría de todos sus defectos. Mirando las repisas con botellas que giraban
a su alrededor, Arístides se reconciliaba con la vida y, desdoblándose, se
burlaba de aquel otro Arístides, lejano ya y olvidado, que temblaba de gozo una
semana sólo porque un desconocido se le acercaba para preguntarle la hora.
Cuando
terminaron de bailar, regresaron a la mesa. Allí conversaron un momento. La
mujer le invitó una copa de coñac. Arístides aceptó hasta un cigarrillo.
—Nunca fumo —dijo—.
Pero ahora lo hago, no sé por qué.
Su frase le
pareció banal. La mujer se había echado a reír.
Arístides
propuso otro baile.
—Cerraré antes
las persianas - dijo la mujer, encaminándose hacia la terraza.
Bailaron aún.
Arístides observó que el reloj de pared había marcado las dos horas. A pesar de
ello la mujer no se decidía a retirarse. Esto le pareció un buen augurio e
invitó a su vez un coñac. Empezó a sentirse un poco envanecido. Hizo preguntas
indiscretas con el objeto de crear un clima de intimidad. Se enteró que vivía
sola, que estaba separada de su marido. La había cogido de la mano.
—Bueno —dijo
la dueña levantándose—. Es hora de cerrar el bar.
Conteniendo un
bostezo, se dirigió hacia la puerta.
—Me quedo —dijo
Arístides, con un tono imperioso que lo sorprendió.
A medio
camino, la mujer se volvió:
—Claro. Está
convenido —y continuó su marcha.
Arístides se tiró de los puños de la camisa, los volvió a
esconder porque estaban deshilachados, se sirvió otra copa, encendió un
cigarrillo, lo apagó, lo encendió otra vez. Desde la mesa observaba a la mujer
y la lentitud de sus movimientos lo impacientaba. Vio cómo cogía un vaso y lo
llevaba hasta el mostrador. Luego hacía lo mismo con un cenicero, con una taza.
Cuando todas las mesas quedaron limpias experimentó un enorme alivio. La mujer
se dirigió hacia la puerta y en lugar de cerrarla, quedó apoyada en el marco
inmóvil, mirando hacia la calle.
—¿Qué hay? —preguntó
Arístides.
—Hay que
guardar las mesas de la terraza.
Arístides se
levantó, maldiciendo entre dientes. Para echarse prosa, avanzó hacia la puerta
mientras decía:
—Ésa es cosa
de hombres.
Cuando llegó a
la terraza sufrió un sobresalto: había una treintena de mesas con su respectiva
serie de sillas y ceniceros. Mentalmente calculó que en guardar aquello
tardaría un cuarto de hora.
—Si las dejamos
afuera se las roban —observó la patrona.
Arístides
empezó su trabajo. Primero recogió todos los ceniceros. Luego empezó con las
sillas.
—¡Pero no en desorden! —protestó la mujer—. Hay que apilarlas bien para que mañana el mozo haga la limpieza.
—¡Pero no en desorden! —protestó la mujer—. Hay que apilarlas bien para que mañana el mozo haga la limpieza.
Arístides obedeció. A mitad de su labor sudaba
copiosamente. Guardaba las mesas, que eran de hierro y pesaban como caballos.
La dueña, siempre en el dintel lo miraba trabajar con una expresión amorosa. A
veces, cuando él pasaba resoplando a su lado, extendía la mano y le acariciaba
los cabellos. Este gesto terminó de reanimar a Arístides, por darle la ilusión
de ser el marido cumpliendo sus deberes conyugales para luego ejercer sus
derechos.
—Ya no puedo más —se quejó al ver que la terraza seguía llena de mesas, como si éstas se multiplicaran por algún encanto.
—Creí que eras más resistente —respondió la mujer con ironía.
—Ya no puedo más —se quejó al ver que la terraza seguía llena de mesas, como si éstas se multiplicaran por algún encanto.
—Creí que eras más resistente —respondió la mujer con ironía.
Arístides la
miró a los ojos.
—Valor, que ya
falta poco - añadió ella, haciéndole un guiño.
Al cabo de
media hora, Arístides había dejado limpia la terraza. Sacando su pañuelo se
enjugó el sudor. Pensaba si tamaño esfuerzo no comprometería su virilidad.
Menos mal que todo el bar estaba a su disposición y que podría reponerse con un
buen trago. Se disponía a ingresar al bar, cuando la mujer lo contuvo:
—¡Mi macetero!
¿Lo vas a dejar afuera?
Todavía faltaba el macetero. Arístides observó el
gigantesco artefacto a la entrada de la terraza, donde un vulgar geranio se
deshojaba. Armándose de coraje se acercó a él y lo levantó en peso. Encorvado
por el esfuerzo, avanzó hacia la puerta y, cuando levantó la cabeza, comprobó
que la mujer acababa de cerrarla. Detrás del cristal lo miraba sin abandonar su
expresión risueña.
—¡Abra! —musitó
Arístides.
La patrona
hizo un gesto negativo y gracioso, con el dedo.
—¡Abra! ¿No ve
que me estoy doblando?
La mujer
volvió a negar.
—¡Por favor,
abra, no estoy para bromas!
La mujer
corrió el cerrojo, hizo una atenta reverencia y le volvió la espalda.
Arístides, sin soltar el macetero, vio cómo se alejaba cansadamente, apagando
las luces, recogiendo las copas, hasta desaparecer por la puerta del fondo.
Cuando todo quedó oscuro y en silencio, Arístides alzó el macetero por encima
de su cabeza y lo estrelló contra el suelo. El ruido de la teriacota haciéndose
trizas lo hizo volver en sí: en cada añico reconoció un pedazo de su ilusión
rota. Y tuvo la sensación de una vergüenza atroz, como si un perro lo hubiera
orinado.
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