jueves, 17 de mayo de 2012

Los tres chunchitos

—Entonces… ¿cuál es el plan? —me animé a preguntar, para romper el incómodo silencio que se había instalado repentinamente entre nosotros.
            —¿Vamos los tres juntos? —nos preguntó Joel, a boca de jarro, esbozando una amplia sonrisa, mientras nos miraba fijamente a los ojos, tal vez intentando encontrar alguna señal de duda o debilidad ante su propuesta.
Charly no titubeó ni un segundo y de inmediato contestó afirmativamente. Yo al inicio dudé… y es que no podía recordar con claridad cuándo fue la última ocasión en que me vi inmiscuido en este tipo de asuntos. Un sentimiento de incertidumbre me comenzó a invadir, pero no podía fallarles a mis amigos, no podía permitir que ésta fuese la primera vez que desertase ante uno de sus desafíos, por lo que también asentí, aunque con escasa convicción.
Y creo que no me faltaba razón. Aunque nosotros tres ya habíamos tenido la oportunidad de participar en alguna que otra trastada, lo que en ese momento estábamos planificando compartir era algo totalmente diferente. A esas alturas de nuestras vidas era obvio que cada uno de nosotros ya había pasado por ese lance en más de una ocasión, pero por separado, en privado, sin público que hubiese podido criticar nuestra forma de actuar. Si conseguíamos realizar lo propuesto por Joel, ésta sería la primera vez en que los tres compartiríamos la misma experiencia, siendo mutuos testigos de nuestras performances en estas lides. Y eso sí que me turbaba un poquito, pues a todas luces resultaba evidente que este acontecimiento constituiría un hito que podría marcar de algún modo nuestra relación amical. Sin darme cuenta, comencé a experimentar un extraño temor de que tal vez no lograse dar la talla y que mi desempeño no estuviese a la altura de la de mis dos compinches. Repentinamente se me secó la garganta y comencé a sentir un extraño vacío en el estómago, mientras unas traicioneras gotas de sudor comenzaban a resbalar por mi frente. Por un segundo tuve la intención de renunciar, pero en el siguiente me repuse. Después de todo, no podía defraudar a mis amigos sin siquiera intentarlo, así que me armé de valor y me sumé con poco entusiasmo en esta nueva aventura.
Me encontraba absorto, cavilando acerca de estos detalles, cuando volví a escuchar la voz de Joel:
—Está bien, pero… ¿con cuál de ellas?
—A mí me da igual… ¿a cuál de ellas prefieres? —me preguntó Charly, dirigiéndome una mirada irónica, en la que por primera vez pude intuir un tinte de desafío.
Me acomodé lo mejor que pude en mi silla, mirando detenidamente a cada una de las féminas que se encontraban frente a nosotros. La elección fue fácil. Desde siempre he tenido cierta predilección por las mujeres delgadas y aquella, con su blanca indumentaria, de inmediato captó mi atención.
—Creo que la flacota que está frente a nosotros, junto a la puerta, es la indicada. Está linda y me parece que nos atenderá bien —les contesté, incorporándome en mi silla y acercándome a ellos para que me escucharan con claridad, al mismo tiempo que inclinaba mi cabeza en dirección a ella, haciéndoles un pequeño ademán de asentimiento.
Mis dos amigos se tomaron unos momentos para mirar con minuciosidad a la susodicha, y luego de cruzar una mirada cómplice, dieron su veredicto de aprobación.
Buena elección… está muy simpática la flacaza —aprobó Joel—, pero fíjense que están atendiendo a todos de uno en uno… ¿quién la convence para que lo haga con los tres al mismo tiempo?
Joel tenía razón. Este era el primer gran obstáculo que deberíamos vencer para conseguir nuestro objetivo.
—Tú tráela para acá y yo me encargo de persuadirla —le contestó Charly, en un súbito arranque de audacia, exhibiendo su típica expresión de autosuficiencia.
Joel nos miró nuevamente a los dos, y luego de dirigirnos un gesto de complicidad, partió resuelto a contactar con la flacota, en tanto nosotros lo observábamos con atención. En ese instante yo era un mar de dudas. Había aceptado este pequeño reto como lo haría con cualquier otro, pero los nervios comenzaban a apoderarse de mí… ¿Y si no respondía a la altura de mis amigos? ¿Y si me acobardaba en el último segundo? Por un instante abrigué la esperanza que ella no le prestase atención a Joel, que no le hiciese caso; pero no, para agravar mi disconfort, vi que Joel abordaba a la flacota, y luego de intercambiar algunas frases, logró que ella voltease a vernos con curiosidad. Al poco rato, ambos regresaban a nuestra ubicación. Joel venía sonriente, en tanto que en el rostro de ella se notaba una expresión de duda y suspicacia.
Mientras se aproximaban a nosotros pude verla con mayor detenimiento: muy alta, debía medir casi un metro ochenta, blancona, muy guapa y curvilínea; llevaba el cabello largo, negro y ondulado, y con ese atuendo de enfermera lucía particularmente atractiva.
Cuando llegaron a nuestra mesa nos pusimos en pie para saludarla. Inmediatamente, Charly aprovechó para ofrecerle una silla junto a él, en la que ella se acomodó, cruzando sus estupendas piernas. Comenzaron a platicar.
En esos momentos, totalmente nervioso, yo deseaba fervientemente que ella dijera que no, que se negara rotundamente, que rechazase la posibilidad de que los tres entrásemos junto con ella, que no se prestase para aquello. Pero otra vez no. Luego de decirle quién sabe qué con esa carita de niño tierno, Charly terminó por convencerla. La flacota, incorporándose de su silla, se irguió cuan alta era y nos lanzó una agradable sonrisa, al mismo tiempo que nos proponía:
—¿Vienen conmigo chicos?
La suerte estaba echada. No había vuelta atrás. Nos pusimos en pie y la seguimos en fila india, sin emitir palabra alguna. Luego de un breve recorrido llegamos a la habitación correspondiente. Ella abrió la puerta y, una vez dentro, nos invitó a ingresar, para después cerrarla detrás de sí.
Los tres avanzamos un par de pasos y nos quedamos inmóviles. De pronto, inexplicablemente me comencé a sentir bien. El nerviosismo me había abandonado, y me extasiaba contemplando cada rincón de la habitación y toda la parafernalia que estaba a disposición de la flacota para atendernos. No pude dejar de experimentar cierta atracción por aquel ambiente que se respiraba dentro de esa habitación, que quedaría grabado en forma indeleble en mi memoria.
—¿Así que han querido venir conmigo los tres juntos? ¿Son traviesos… no? —nos preguntaba la flacota, mientras exhibía su mejor sonrisa.
Ninguno contestó. Seguíamos parados cerca de la puerta. Respiré profundamente y miré de reojo a mis camaradas; para mi sorpresa, vi que sus gestos habían cambiado radicalmente. La sonrisa los había abandonado y lucían tensos y desencajados. Charly parecía respirar con dificultad, en tanto que Joel comenzaba a transpirar copiosamente. Fue obvio que la flacota, toda una profesional experimentada en estas circunstancias, notó de inmediato el temor en nuestros rostros, pues intentó relajarnos diciéndonos:
—No se preocupen chicos, que no les va a doler.
Por supuesto que eso no nos causó ninguna gracia. Seguimos inmóviles y mudos, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Muy bien muchachos, vayan quitándose la ropa para poder hacerlo —nos exhortó ahora la flacota, al mismo tiempo que se ponía cómoda y nos contemplaba sonriente.
Recién en ese instante me percaté que hacía frío. Comencé a quitarme la chompa y la camisa como un autómata, mientras veía que mis amigos hacían lo mismo.
—Muy bien… ¿Quién viene primero? —preguntó ahora, mientras ponía sus cosas en orden.
En ese momento sentí un empujón. No podría decir a ciencia cierta cual de mis amigos lo hizo, o si fueron ambos, pero me impulsaron con tanta fuerza que por poco y me voy de bruces contra ella.
—¡Ok!… Comenzaré contigo entonces —me propuso la flacota, mirándome con esos ojazos negros que hasta ahora recuerdo.
El nerviosismo volvía a invadirme. Estaba parado frente a ella, sin saber qué hacer. Volteé a mirar a Charly y a Joel, y pude ver cómo estos dos hijos de la guayaba y del mandarín retrocedían, pegándose a la puerta, mirándome con recelo.
—Ante todo protección —escuché que nos decía la flacota, mientras nos mostraba esos artilugios de látex que nos protegerían de cualquier infección.
Y permanecí de pie, literalmente tieso, mientras observaba extasiado cómo se calzaba los guantes quirúrgicos y extraía la dosis exacta de vacuna dentro de aquella jeringa con forma de “pistolita”, que depositó sobre la mesa. Inmediatamente sentí en mi hombro el frío producido por el alcohol con que lo frotaba para desinfectarlo. Entonces, cogió nuevamente la jeringa y diestramente me aplicó aquella dolorosa vacuna, en tanto que yo apretaba los dientes, luchando contra una lágrima traicionera que pretendía asomar a mis ojos.
—¿Viste que no te dolió? —intentó consolarme, sonriéndome, al mismo tiempo que cubría mi hombro herido con un apósito de gasa que fijó con tiras de esparadrapo.
Y, mientras me vestía, pude ver a mis camaradas, desfilando uno por uno, cual sentenciados al paredón, a recibir su respectiva dosis de vacuna, repitiendo exactamente la misma situación que yo había experimentado previamente.
Esto sucedió hace ya muchos años. Yo tenía siete años, Joel ocho y Charly, el mayor de nosotros, había cumplido nueve.  Desde entonces, cada vez veo una vacuna, no puedo evitar sonreír de júbilo al evocar esta pequeña aventura que tuve el gusto de compartir con mis amigos de siempre.
Anonimus

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