Un grupo de amigos, en edad universitaria, pasa la
noche sentado en el exterior de una pequeña carpa de color verde. En ese
momento toman sorbos de pisco, de café, fuman y conversan amenamente. La carpa,
en sí misma, es fea y caricaturesca, de esas que usan los cachacos cuando salen
de faena. Alrededor de ellos no hay lomas cercanas ni lejanas sombras, solo la penumbra
del cielo inmenso y estrellado lo llena todo. Están anclados a cien metros de
la Panamericana sur, y en esa misma dirección hay una torre alta que hace de
mirador. Está allí, encaramada en la penumbra como un gigante y da la impresión
de que los observa, quieta y solitaria.
La carpa ondula excitada por el viento: parece una pequeña
bolsa de tela agarrada a frágiles estacas. A pesar de que estuvo muy bien sujetada
en la arena de este enorme desierto, la fuerza de la corriente de aire la había
derribado una vez. En el interior, muy cerca de la puerta, que carece de una
cerradura seria, en una ollita indistinta, golpeada por el uso y el tiempo,
sobre el fuego de un primus, calientan agua para el café. No hay
susurros de ríos ni aleteos de hojas, aunque el viento excitado arrastra polvo
y arena y no para de resoplar generando ruidos y silbidos extraños. Los amigos
charlan impresionados de estar ahí, cuentan anécdotas vividas en el colegio,
hablan de mujeres indistintas y de algún amor huidizo y tonto; y de rato en
rato se incorporan y estiran las piernas, van a mear y luego regresan; estiran
los brazos, se frotan las manos, examinan el cielo increíble, se vuelven a
sentar y vuelven a sus relatos… Esto les produce un gran placer.
El agua ha hervido. Entonces hacen una pausa. El
más bajo y apretado y que tiene porte de soldado raso, el chato César, vuelve a
servir otra ración de café. Los otros untan de mantequilla los panes. Eran las
diez de la noche en el reloj de Charly. Y eran cuatro en total. Todos
flaquísimos y trajeados con ropa de verano. Permanecen sentados y forman un
semicírculo. De esta manera, poco después, vuelven a su charla.
—La chibola me atracó…, se me prendió… Si fui hasta
su casa, pero solo llegué hasta su puerta… ¡Quería presentarme a sus viejos!...
—dice el Chato César levantando la voz, mirando a todos, colocándose de
rodillas y extendiendo las manos para entregar las tazas de café.
—¡Amor a primera vista! Fue un artero flechazo, chato
pendejo… ¿Qué le ofreciste?... —interpela Joel, impaciente por la lentitud del chato
César en contarlo todo.
—¿Para qué crees que uno tiene su pinta? Miren este
cuerpito…, ha sido creado para las mujeres... Para ser amado… ¡Jem! Un ademán,
un toque sabroso… y, ¡ya!… Pero eso no es todo, la verdad es que tuve que
ofrecerle el cielo y las estrellas, hasta le prometí volver a verla…; se hacía
la difícil, pero al final cayó redondita —responde el chato César, al tiempo
que abre más la boca para llevarse el pan y beber un sorbo de café.
Dos días antes, a las cuatro de la tarde, partieron
del Callao y se dirigieron al terminal de ómnibus de la empresa Roggero, la que
queda en Lima. El primer destino era Ica. El viaje lo decidieron un día
cualquiera, cuando departían unas cervezas y unos cigarrillos y charlaban de
todo, como siempre…
El viaje empieza. Dos horas después de la partida saltan
sobre sus asientos, pero luego se mantienen quietos, petrificados, amansados
por el sueño. En la penumbra se escucha una breve tos y aparece una sonrisa
sencilla y necesaria: es la de Poncho, que despistado se queda contemplando a
su alrededor. Después de unos segundos piensa con fastidio que tal vez tienen
que hacer una parada obligatoria. Entonces despierta a los demás.
—¡Puta madre! Parece que el ómnibus se ha jodido —dice.
Cuando el chato César se despierta, la chiquilla sin
nombre está con la cabeza sostenida en su hombro. Va pegada a la ventana.
—Disculpa, ¿dónde estamos? —pregunta la chiquilla
con la mirada perdida y con una suerte de orgullo vergonzoso.
—La verdad… es que no lo sé. Creo que por Pisco…
Voy a bajar a orinar —le responde el chato César con una voz alarmada. La
oscuridad no le permitió pensar mejor.
—Sí —contesta ella con una sonrisa pícara.
Los otros tres se incorporan somnolientos y caminan
hacia la puerta. El chato César se apresura tras ellos.
—Será que el motor se ha jodido —dice Joel.
—Creo que no —responde Poncho.
Se esfuerzan en saber que ha sucedido. Al final,
cuando un grupo de pasajeros se acerca al copiloto, este les dice que una de
las llantas se ha pinchado.
—Esto tiene para media hora… Voy a achicar la bomba
—dice Joel.
Ni tontos ni perezosos, todos lo siguen. Se alejan del
bus y se encaminan hacia una pequeña loma que está a regulares pasos. Al
llegar, se ubican en torno a un pequeño hoyo y empiezan a mear. En su desahogo,
observan el paisaje oscuro y huérfano. Pasado tres minutos, deciden hacer
tiempo. Entonces suben otra pendiente mayor que está cargada de una fina arena.
Tardaron un poco en llegar a la cima. Parados allí, con los ojos completamente
abiertos, observan más y más lomas. Es un paisaje encorvado y disperso; una
pampa oscura y tenebrosa que parece no tener fin. Al fondo, muy al fondo de
este espacioso desierto, logran divisar una granja: es un criadero de pollos.
Durante unos instantes se miran en silencio, como no dando crédito a sus ojos. Los
pabellones largos y ordenados paralelamente logran que la granja les pareciese
un pequeño caserío perdido Dios sabe dónde. El chato César da un pequeño grito
y corre como recluta novato en dirección de los criaderos. Los otros,
enterrando sus zapatos en el mar de arena, lo siguen a la carrera. Así llegan a
la esquina de uno de los corrales entoldados. De pronto, sin ningún anuncio, se
encuentran cara a cara con el guardián. Este llegaba de su caminata y de
atravesar un estrecho pasadizo que separaba a dos criaderos. Al encontrarlos, sorprendido,
los explora con curiosidad.
—Puta, nos ampayó —dice Poncho.
—¿Qué hay?... ¿A dónde se dirigen?... Esto es
privado —les dice, con cara seria. Lleva por las patas a dos pollos que aletean
con la cabeza dirigida al suelo.
—El ómnibus se ha malogrado… Y hemos salido un rato a mirar… —responde el chato
César, mirándolo con atención.
—Sí, lo sé… —sentencia riéndose cordialmente.
—¿Qué es lo que sabe? —interviene Joel sacudiéndose
el pantalón.
—Que no solo han salido a curiosear, sino a llevarse
algunos pollos…
Poncho lo mira con los párpados fruncidos y con el
cuerpo quieto. Parado donde está, le espeta:
—No. Solo estamos haciendo hora…
—¡Bah, tonterías!... ¡Vengan! —dice, y les señala un
corral que está con las luces apagadas—. Solo puede ingresar uno de ustedes y
coger los pollos que pueda… Esos no irán a la venta, serán sacrificados mañana.
No era tan malo como creyeron en un inicio y por
eso no lo pensaron dos veces. Le hacen una señal al chato César y este asiente
con la cabeza. Sin esperar más órdenes ingresa al corral furtivamente,
agazapado. Pasados dos minutos, sienten en el interior los cacareos de los pollos
y un aletear por todos lados. Sienten también un olor a estiércol y a tierra
fresca y húmeda. El bueno del guardián cruza hacia el otro lado y llega a otro
corral para dejar a los pollos que lleva en ambas manos. Luego vuelve y se coloca
a sus espaldas con los brazos cruzados sobre el pecho. A los pocos minutos todo
queda en calma. Entonces, una voz cercana se oye, se entreabre la puerta y aparece
la cabeza del chato César. Mira a todos. Da unos pasos y sale sujetando a dos pollos
por las patas. Todos se echan a reír. Joel le recibe uno de ellos.
—Creo que son los más grandes que pude encontrar,
todo está oscuro. No se ve ni mierda… —dice el chato César.
Luego agita la cabeza, se remueve el pelo, y se agacha
para sacudirse el pantalón. Huele a excremento de ave y su ropa está llena de
plumas.
Al mismo tiempo se escucha a lo lejos un grito. Es
la voz del ayudante del chofer que los llama acaloradamente para emprender el
viaje.
Se miran entre ellos y apuran el paso casi a la
carrera. Cuando llegan al frente del bus, están sudando. Entonces los cuatro
avanzan hacia la puerta, se trepan e ingresan mostrando los dientes e
irguiéndose con aire de importancia. Parado y delante de la puerta se queda el ayudante.
—Descuide usted, míster…, los pollos no van
a ser problema, los vamos a camuflar muy bien —le declaró el chato César ya en
el interior del bus y junto a los demás.
El ayudante, sorprendido, no dijo nada. Solo inclina
la cabeza para ver a los pollos.
Afuera el cielo sigue lleno de estrellas. Parecen racimos. Pero ahora la
oscuridad del ambiente, los pollos y la gente dormida los acompañan. Están
sentados en el fondo, con talante apacible, y viajan a
un destino determinado. Por las ventanillas se ven circular algunas dunas y a
otros ómnibus que pasan a mayor velocidad y los dejan atrás, sin misericordia.
—Este carro va más lento que una tortuga. El chofer
es un “caña monse” —murmura Charly, acalorándose, y tratando de observar
el kilometraje dibujado en los pequeños bloques blancos de cemento clavados a
un costado de la pista.
Por las ventanillas miran el campo a su alrededor.
Hay pueblitos con débiles luces encendidas, casi desiertas, nacidos, no se sabe
cómo ni cuándo, en la planicie arenosa del camino. El lento ómnibus los
atraviesa sin percatarse de ellos, sin concederles ninguna importancia. Aunque
algunas sombras, con las manitas agitadas, saludan melancólicamente, hacen
señas de vida imaginando a los que los observan por las ventanillas.
Esa misma noche llegan a su destino. Poco a poco se
descuelgan del bus y bajan muy cerca de un gran hotel. Alzan los ojos y contemplan
por unos instantes aquel lugar. Joel le pregunta a Charly:
—¿Qué horas son?
Charly consulta su reloj de pulsera y responde con
voz aguda:
—Las diez…
Parecen perdidos en medio de una calle amplia. Hacia
la izquierda está un hotel con la puerta de vidrio abierta y las luces
encendidas; y tiene un letrero en lo alto, gigante y llamativo. Los cuatro, con
una enérgica reacción, hacen un breve reconocimiento: mueven la cabeza para
todos lados. Al fin logran hallar el objetivo. Por uno de los lados lo rodea un
solo edificio: el hotel; por los otros, solo hay arbustos y penumbra. Es una
especie de callejón alto, vacío y oscuro. Con precaución, suben bordeando y
trepando una loma llena de arena. Sus zapatos se hunden en ella. Cuando llegan a
la pequeña meseta, están entusiasmados. Entonces, apresurando el paso, avanzan
un poco más y se arrinconan muy cerca de la pared inmensa del hotel. El lugar es
perfecto, muy perfilado, aunque huele vagamente a humedad. Así y todo, desde ese
punto se observa la ciudad iluminada en un horizonte de luces pequeñas. Sin
decir palabras, inmediatamente desdoblan la carpa y la disponen como mejor se
acomoda. A un costado de la puerta y en uno de los tubos que tiempla la carpa
amarran a los pollos. Poco después dan la vuelta y se reúnen en un mínimo
espacio, sentados muy cerca de la entrada.
—Un consejo —murmura Charly—. No crean nunca en lo
que dice una mujer…
—Mira, Charly, las mujeres han nacido para que
nosotros la seduzcamos. Tiempo al tiempo… Ellas caen solitas… ¡Tienes que
aprender a pescar en este mar de lornitas!… Pero nada de cabrillas… je, je, je…
—se apura a decir el Chato César, bombeando el primus para su
encendido.
Luego se levanta, da unos pasos y se aleja de la
carpa. Se le ocurre la idea de hacer ejercicios de estiramiento. Se echa sobre
la arena, se coge la nuca y se pone a hacer abdominales. Al rato se levanta de
improviso y sale a toda carrera hundiendo sus pies bajo la arena. Parece que compite
en los cien metros planos. Los otros lo quedan viendo, extrañados.
—Este chato cree que sigue en el ejército… —dice
Joel, sentado y apoyando los brazos en su rodilla.
El tiempo se les pasó volando. Es ya la media
noche. Sentados en la arena, fuera de la carpa, permanecen acodados sobre sus
rodillas, y de rato en rato, examinan el horizonte y el cielo. Se estremecen.
Están charlando de todo y de lo que harán al día siguiente. Sin dudas, se
presentaría un día de aventuras para los viajeros. Así, mientras hacen planes,
apuran con sorbos pequeños sus tazas de café y mastican con ferocidad los panes
con jamón y queso. Luego, de pronto, se oyen zumbidos en el aire. Hay un nido
de avispas pegado a la pared, pero algo lejos de la carpa. No le dan
importancia, porque esta ondula por el viento y también hace todo tipo de
sonidos. Más cerca, a sus costados, los pollos duermen acurrucados sobre la
arena.
—¡Buenas noches, galifardos! —dice Poncho, cayendo
en el interior de la carpa—. Ya tengo sueño… Morfeo me está llamando…
—Buenas noches… —dicen los demás, ingresando
también a la carpa.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, con los
ojos aún sin ganas de abrirlos, y con mucho sueño, se levantan perezosamente.
El día se presenta claro, el sol ya ha disipado la bruma del amanecer. Ven que
todo está desordenado. Dan unos pasos para hacer algo. Deciden buscar agua. Al
descender la pendiente, se percatan de lo extraño y sucio que están. No les
importó. A cada paso se sienten capturados por el paisaje de arena y arbustos,
y también por la ciudad ajena en la que se encuentran.
Luego de llegar hasta un caño, que gotea
débilmente, se detienen a beber y a lavarse. Levantan la vista y observan la
fortaleza de arena en la que descansa la pequeña carpa junto a un Goliat en su
costado, el gran hotel. Cuando terminan de asearse, el chato César,
adelantándose y venciendo la cuesta, se encamina corriendo hacia la carpa.
—Apúrense, que tengo hambre —dice al llegar. Luego,
estirando el brazo y levantando la ollita se los muestra —. No se olviden de
traer la galonera de agua.
Los otros se echan a caminar lentamente.
—Llegamos —dice Joel señalando con la mano el lugar
y dejando la galonera llena de agua.
Nada limita sus movimientos, más que el sol que les
da de lleno en la cara y el hambre que les altera el sistema nervioso. Parece
que no tienen otra cosa que hacer en el mundo.
—Tenemos que darle vuelta a uno de ellos —dice
Poncho, mirando a uno de los pollos.
—Mejor le damos vuelta a los dos —aumenta Joel, sentándose
en la puerta —. Nos va a quedar chico uno solo…
Entonces, la ollita para el café se convierte en
ollita con agua caliente para pelar pollos. Las aves caminan bordeando sus
propios pasos; ejecutan movimientos de danza; parecen entender lo que el
destino les ha fijado; tienen un aspecto ligero, blanco y hermoso. Para apurar
la situación, sin miramientos, cogen a uno y le cortan el cuello. Al otro lo
toman por sorpresa y le hacen lo mismo. Pálidos, con los ojos fuera de sus
órbitas, los pollos son desplumados y cortados en pocas presas. Ahora están
listas para freírlas en la ollita que también hace de sartén.
Después de esta escena, estimulada por el hambre,
los matarifes se ponen a conversar en voz alta. Se cuentan algunas historias
extrañas, remotas, todas sucedidas en el colegio y en el barrio. Extienden sus
piernas sobre la arena y mueven sus cabezas con el rostro lleno de placer.
Destrozan sus presas con las dos manos, con los dientes, se atragantan.
Desayunan con gran gozo, muerden el trozo de pollo refrito, muerden un pedazo
de pan duro y saborean el café.
A las ocho de la mañana se dirigen a pie al centro
de la ciudad. Mientras recorren las calles, envueltos en sudor y arena, se
sienten forasteros. No logran comprender cómo harán para llegar hasta la pampa
de Nazca. Tratan de recordar los caminos que seguían los dibujos borrosos en
sus mentes. Hacen memoria de lo leído en algún libro de historia y geografía
sobre la cultura Nazca y Paracas. Discuten. Al llegar a la Plaza Mayor, se
detienen. Es una plaza elegante, tranquila, muy típica de las provincias; y en
sus cuatro calles del mismo nivel, hay restaurantes y tiendas diversas. Fumando
y con sus mochilas junto a la carpa enrollada, prisionera, que ahora está como
una momia y detenida al pie de una banca de cemento, se quedan contemplándolos.
Se sientan en esta y se ponen a fumar. Los colectivos y los buses pasan
cargados de gente. El bullicio se hace cada vez más insoportable. La gente se
hace insoportable. Los niños lloran. Las chiquillas no lloran, se mueven
voluptuosamente. El día avanza. Deciden marcharse. El objetivo es la pampa de
Nazca. “Sí”, dicen, sacudiendo la cabeza.
Sí, están aquí y sentados en el interior de la
carpa; tan lejos de donde escribo ahora por lo que solo me parecen pequeños insectos.
Es una hermosa noche. Noche estrellada, como siempre, como la vieron los
antiguos Nazcas, Paracas, la arqueóloga y matemática alemana, y como la observan
ahora ellos… También saben que hay algo más de 800 líneas que no pueden ver…
—Sí —dice Joel— es verdad, usted don chato, emplea
su talento de artista de barrio para engatusar a las mujeres.
El chato César gira la cabeza y lo mira extrañado. Está
fumando y parece que no le ve la cara. Igual, sonríe. De pronto uno de los
bordes de la carpa se suelta y el viento agitado hace su ingreso. Vuelven a
divisar el cielo estrellado e inquieto, imponente. La pampa de Nazca los quiere
ahuyentar lanzándoles soplidos casi huracanados. Ellos no están dispuestos a
retirarse. Se incorporan y salen a sujetar con mejor disposición todos los
vértices de la carpa. Lo logran. Vuelven a ingresar y se acomodan
sentados.
—Mira Joel…, y te lo digo, sin duda alguna. Las
mujeres son un exquisito veneno… Como el vino viejo. Tú crees que Cleopatra fue
una gatita de cría— responde el chato César con una sonrisa suave.
—Bien dicho —replica Charly, mirándolo seriamente —
¿Por qué creen que los huracanes tienen nombre de mujer?… Porque cuando nos
dejan, ya se han llevado el carro, la casa y hasta la memoria de lo que ha
sucedido ahí… Todo queda hecho un desastre…
En el reloj de Charly acaban de dar las tres de la
mañana. Todos están durmiendo, menos uno. La luz de una linterna alumbra
débilmente el exterior, sufriendo. Ahora el vino y el vodka, enteritos y en sus
manos, acompañan al chato César que hace guardia afuera y sentado al pie de la
carpa. El inmenso desierto también lo acompaña sin entender contra quien hace
guardia. El chato César medita con los ojos cerrados mientras le da un sorbo a
la copa de vodka… “Ya está muerta, hasta en mis recuerdos”. Se estremece y abre
los ojos. “No hago más que pensar en cosas tristes, no puedo dormir”.
Loro
Te atreviste a censurarme. No contabas que todo lo guardo... Te lo repito: "Ya me enteré... ¡Claro!... ahora se te ha dado por contar cuentos de chinos... ¿Tú, qué me dijiste?... ¡Hum!, no te entiendo... Bueno, así será. No cambias; siempre tengo yo la culpa, y siempre la tendré... Tal ves sea inevitable. Si quieres, hasta te puedes vestir del buen muchacho, con tu pantalón jeans y tu camisa celeste cielo; yo como siempre tengo y tendré la culpa... Sólo pregúntate... Mejor,déjalo ahí... Ya llegará el día, ya llegará... y quiero verte, sentado uno frente al otro y con nuestros amigos... Y por favor abre la boca... que ya estás grandecito... Y no soporto eso".
ResponderEliminarQuiero ver que te atrevas a censurarme otra vez...