viernes, 9 de noviembre de 2012

Una noche en la Pampa de Nazca

Un grupo de amigos, en edad universitaria, pasa la noche sentado en el exterior de una pequeña carpa de color verde. En ese momento toman sorbos de pisco, de café, fuman y conversan amenamente. La carpa, en sí misma, es fea y caricaturesca, de esas que usan los cachacos cuando salen de faena. Alrededor de ellos no hay lomas cercanas ni lejanas sombras, solo la penumbra del cielo inmenso y estrellado lo llena todo. Están anclados a cien metros de la Panamericana sur, y en esa misma dirección hay una torre alta que hace de mirador. Está allí, encaramada en la penumbra como un gigante y da la impresión de que los observa, quieta y solitaria.

La carpa ondula excitada por el viento: parece una pequeña bolsa de tela agarrada a frágiles estacas. A pesar de que estuvo muy bien sujetada en la arena de este enorme desierto, la fuerza de la corriente de aire la había derribado una vez. En el interior, muy cerca de la puerta, que carece de una cerradura seria, en una ollita indistinta, golpeada por el uso y el tiempo, sobre el fuego de un primus, calientan agua para el café. No hay susurros de ríos ni aleteos de hojas, aunque el viento excitado arrastra polvo y arena y no para de resoplar generando ruidos y silbidos extraños. Los amigos charlan impresionados de estar ahí, cuentan anécdotas vividas en el colegio, hablan de mujeres indistintas y de algún amor huidizo y tonto; y de rato en rato se incorporan y estiran las piernas, van a mear y luego regresan; estiran los brazos, se frotan las manos, examinan el cielo increíble, se vuelven a sentar y vuelven a sus relatos… Esto les produce un gran placer.

El agua ha hervido. Entonces hacen una pausa. El más bajo y apretado y que tiene porte de soldado raso, el chato César, vuelve a servir otra ración de café. Los otros untan de mantequilla los panes. Eran las diez de la noche en el reloj de Charly. Y eran cuatro en total. Todos flaquísimos y trajeados con ropa de verano. Permanecen sentados y forman un semicírculo. De esta manera, poco después, vuelven a su charla.

—La chibola me atracó…, se me prendió… Si fui hasta su casa, pero solo llegué hasta su puerta… ¡Quería presentarme a sus viejos!... —dice el Chato César levantando la voz, mirando a todos, colocándose de rodillas y extendiendo las manos para entregar las tazas de café.

—¡Amor a primera vista! Fue un artero flechazo, chato pendejo… ¿Qué le ofreciste?... —interpela Joel, impaciente por la lentitud del chato César en contarlo todo.

—¿Para qué crees que uno tiene su pinta? Miren este cuerpito…, ha sido creado para las mujeres... Para ser amado… ¡Jem! Un ademán, un toque sabroso… y, ¡ya!… Pero eso no es todo, la verdad es que tuve que ofrecerle el cielo y las estrellas, hasta le prometí volver a verla…; se hacía la difícil, pero al final cayó redondita —responde el chato César, al tiempo que abre más la boca para llevarse el pan y beber un sorbo de café.

Dos días antes, a las cuatro de la tarde, partieron del Callao y se dirigieron al terminal de ómnibus de la empresa Roggero, la que queda en Lima. El primer destino era Ica. El viaje lo decidieron un día cualquiera, cuando departían unas cervezas y unos cigarrillos y charlaban de todo, como siempre…

El viaje empieza. Dos horas después de la partida saltan sobre sus asientos, pero luego se mantienen quietos, petrificados, amansados por el sueño. En la penumbra se escucha una breve tos y aparece una sonrisa sencilla y necesaria: es la de Poncho, que despistado se queda contemplando a su alrededor. Después de unos segundos piensa con fastidio que tal vez tienen que hacer una parada obligatoria. Entonces despierta a los demás.

—¡Puta madre! Parece que el ómnibus se ha jodido —dice.

Cuando el chato César se despierta, la chiquilla sin nombre está con la cabeza sostenida en su hombro. Va pegada a la ventana.

—Disculpa, ¿dónde estamos? —pregunta la chiquilla con la mirada perdida y con una suerte de orgullo vergonzoso.

—La verdad… es que no lo sé. Creo que por Pisco… Voy a bajar a orinar —le responde el chato César con una voz alarmada. La oscuridad no le permitió pensar mejor.

—Sí —contesta ella con una sonrisa pícara.

Los otros tres se incorporan somnolientos y caminan hacia la puerta. El chato César se apresura tras ellos.

—Será que el motor se ha jodido —dice Joel.

—Creo que no —responde Poncho.

Se esfuerzan en saber que ha sucedido. Al final, cuando un grupo de pasajeros se acerca al copiloto, este les dice que una de las llantas se ha pinchado.

—Esto tiene para media hora… Voy a achicar la bomba —dice Joel.

Ni tontos ni perezosos, todos lo siguen. Se alejan del bus y se encaminan hacia una pequeña loma que está a regulares pasos. Al llegar, se ubican en torno a un pequeño hoyo y empiezan a mear. En su desahogo, observan el paisaje oscuro y huérfano. Pasado tres minutos, deciden hacer tiempo. Entonces suben otra pendiente mayor que está cargada de una fina arena. Tardaron un poco en llegar a la cima. Parados allí, con los ojos completamente abiertos, observan más y más lomas. Es un paisaje encorvado y disperso; una pampa oscura y tenebrosa que parece no tener fin. Al fondo, muy al fondo de este espacioso desierto, logran divisar una granja: es un criadero de pollos. Durante unos instantes se miran en silencio, como no dando crédito a sus ojos. Los pabellones largos y ordenados paralelamente logran que la granja les pareciese un pequeño caserío perdido Dios sabe dónde. El chato César da un pequeño grito y corre como recluta novato en dirección de los criaderos. Los otros, enterrando sus zapatos en el mar de arena, lo siguen a la carrera. Así llegan a la esquina de uno de los corrales entoldados. De pronto, sin ningún anuncio, se encuentran cara a cara con el guardián. Este llegaba de su caminata y de atravesar un estrecho pasadizo que separaba a dos criaderos. Al encontrarlos, sorprendido, los explora con curiosidad.

—Puta, nos ampayó —dice Poncho.

—¿Qué hay?... ¿A dónde se dirigen?... Esto es privado —les dice, con cara seria. Lleva por las patas a dos pollos que aletean con la cabeza dirigida al suelo.

—El ómnibus se ha malogrado…  Y hemos salido un rato a mirar… —responde el chato César, mirándolo con atención.

—Sí, lo sé… —sentencia riéndose cordialmente.

—¿Qué es lo que sabe? —interviene Joel sacudiéndose el pantalón.

—Que no solo han salido a curiosear, sino a llevarse algunos pollos…

Poncho lo mira con los párpados fruncidos y con el cuerpo quieto. Parado donde está, le espeta:

—No. Solo estamos haciendo hora…

—¡Bah, tonterías!... ¡Vengan! —dice, y les señala un corral que está con las luces apagadas—. Solo puede ingresar uno de ustedes y coger los pollos que pueda… Esos no irán a la venta, serán sacrificados mañana.

No era tan malo como creyeron en un inicio y por eso no lo pensaron dos veces. Le hacen una señal al chato César y este asiente con la cabeza. Sin esperar más órdenes ingresa al corral furtivamente, agazapado. Pasados dos minutos, sienten en el interior los cacareos de los pollos y un aletear por todos lados. Sienten también un olor a estiércol y a tierra fresca y húmeda. El bueno del guardián cruza hacia el otro lado y llega a otro corral para dejar a los pollos que lleva en ambas manos. Luego vuelve y se coloca a sus espaldas con los brazos cruzados sobre el pecho. A los pocos minutos todo queda en calma. Entonces, una voz cercana se oye, se entreabre la puerta y aparece la cabeza del chato César. Mira a todos. Da unos pasos y sale sujetando a dos pollos por las patas. Todos se echan a reír. Joel le recibe uno de ellos.

—Creo que son los más grandes que pude encontrar, todo está oscuro. No se ve ni mierda… —dice el chato César.

Luego agita la cabeza, se remueve el pelo, y se agacha para sacudirse el pantalón. Huele a excremento de ave y su ropa está llena de plumas.

Al mismo tiempo se escucha a lo lejos un grito. Es la voz del ayudante del chofer que los llama acaloradamente para emprender el viaje.

Se miran entre ellos y apuran el paso casi a la carrera. Cuando llegan al frente del bus, están sudando. Entonces los cuatro avanzan hacia la puerta, se trepan e ingresan mostrando los dientes e irguiéndose con aire de importancia. Parado y delante de la puerta se queda el ayudante.

—Descuide usted, míster…, los pollos no van a ser problema, los vamos a camuflar muy bien —le declaró el chato César ya en el interior del bus y junto a los demás.

El ayudante, sorprendido, no dijo nada. Solo inclina la cabeza para ver a los pollos.

Afuera el cielo sigue lleno de estrellas. Parecen racimos. Pero ahora la oscuridad del ambiente, los pollos y la gente dormida los acompañan. Están sentados en el fondo, con talante apacible, y viajan a un destino determinado. Por las ventanillas se ven circular algunas dunas y a otros ómnibus que pasan a mayor velocidad y los dejan atrás, sin misericordia.

—Este carro va más lento que una tortuga. El chofer es un “caña monse” —murmura Charly, acalorándose, y tratando de observar el kilometraje dibujado en los pequeños bloques blancos de cemento clavados a un costado de la pista.

Por las ventanillas miran el campo a su alrededor. Hay pueblitos con débiles luces encendidas, casi desiertas, nacidos, no se sabe cómo ni cuándo, en la planicie arenosa del camino. El lento ómnibus los atraviesa sin percatarse de ellos, sin concederles ninguna importancia. Aunque algunas sombras, con las manitas agitadas, saludan melancólicamente, hacen señas de vida imaginando a los que los observan por las ventanillas.

Esa misma noche llegan a su destino. Poco a poco se descuelgan del bus y bajan muy cerca de un gran hotel. Alzan los ojos y contemplan por unos instantes aquel lugar. Joel le pregunta a Charly:

—¿Qué horas son?

Charly consulta su reloj de pulsera y responde con voz aguda:

—Las diez…

Parecen perdidos en medio de una calle amplia. Hacia la izquierda está un hotel con la puerta de vidrio abierta y las luces encendidas; y tiene un letrero en lo alto, gigante y llamativo. Los cuatro, con una enérgica reacción, hacen un breve reconocimiento: mueven la cabeza para todos lados. Al fin logran hallar el objetivo. Por uno de los lados lo rodea un solo edificio: el hotel; por los otros, solo hay arbustos y penumbra. Es una especie de callejón alto, vacío y oscuro. Con precaución, suben bordeando y trepando una loma llena de arena. Sus zapatos se hunden en ella. Cuando llegan a la pequeña meseta, están entusiasmados. Entonces, apresurando el paso, avanzan un poco más y se arrinconan muy cerca de la pared inmensa del hotel. El lugar es perfecto, muy perfilado, aunque huele vagamente a humedad. Así y todo, desde ese punto se observa la ciudad iluminada en un horizonte de luces pequeñas. Sin decir palabras, inmediatamente desdoblan la carpa y la disponen como mejor se acomoda. A un costado de la puerta y en uno de los tubos que tiempla la carpa amarran a los pollos. Poco después dan la vuelta y se reúnen en un mínimo espacio, sentados muy cerca de la entrada.

—Un consejo —murmura Charly—. No crean nunca en lo que dice una mujer…

—Mira, Charly, las mujeres han nacido para que nosotros la seduzcamos. Tiempo al tiempo… Ellas caen solitas… ¡Tienes que aprender a pescar en este mar de lornitas!… Pero nada de cabrillas… je, je, je… —se apura a decir el Chato César, bombeando el primus para su encendido.

Luego se levanta, da unos pasos y se aleja de la carpa. Se le ocurre la idea de hacer ejercicios de estiramiento. Se echa sobre la arena, se coge la nuca y se pone a hacer abdominales. Al rato se levanta de improviso y sale a toda carrera hundiendo sus pies bajo la arena. Parece que compite en los cien metros planos. Los otros lo quedan viendo, extrañados.

—Este chato cree que sigue en el ejército… —dice Joel, sentado y apoyando los brazos en su rodilla.

El tiempo se les pasó volando. Es ya la media noche. Sentados en la arena, fuera de la carpa, permanecen acodados sobre sus rodillas, y de rato en rato, examinan el horizonte y el cielo. Se estremecen. Están charlando de todo y de lo que harán al día siguiente. Sin dudas, se presentaría un día de aventuras para los viajeros. Así, mientras hacen planes, apuran con sorbos pequeños sus tazas de café y mastican con ferocidad los panes con jamón y queso. Luego, de pronto, se oyen zumbidos en el aire. Hay un nido de avispas pegado a la pared, pero algo lejos de la carpa. No le dan importancia, porque esta ondula por el viento y también hace todo tipo de sonidos. Más cerca, a sus costados, los pollos duermen acurrucados sobre la arena.

—¡Buenas noches, galifardos! —dice Poncho, cayendo en el interior de la carpa—. Ya tengo sueño… Morfeo me está llamando…

—Buenas noches… —dicen los demás, ingresando también a la carpa.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, con los ojos aún sin ganas de abrirlos, y con mucho sueño, se levantan perezosamente. El día se presenta claro, el sol ya ha disipado la bruma del amanecer. Ven que todo está desordenado. Dan unos pasos para hacer algo. Deciden buscar agua. Al descender la pendiente, se percatan de lo extraño y sucio que están. No les importó. A cada paso se sienten capturados por el paisaje de arena y arbustos, y también por la ciudad ajena en la que se encuentran.

Luego de llegar hasta un caño, que gotea débilmente, se detienen a beber y a lavarse. Levantan la vista y observan la fortaleza de arena en la que descansa la pequeña carpa junto a un Goliat en su costado, el gran hotel. Cuando terminan de asearse, el chato César, adelantándose y venciendo la cuesta, se encamina corriendo hacia la carpa.

—Apúrense, que tengo hambre —dice al llegar. Luego, estirando el brazo y levantando la ollita se los muestra —. No se olviden de traer la galonera de agua.

Los otros se echan a caminar lentamente.

—Llegamos —dice Joel señalando con la mano el lugar y dejando la galonera llena de agua.

Nada limita sus movimientos, más que el sol que les da de lleno en la cara y el hambre que les altera el sistema nervioso. Parece que no tienen otra cosa que hacer en el mundo.

—Tenemos que darle vuelta a uno de ellos —dice Poncho, mirando a uno de los pollos.

—Mejor le damos vuelta a los dos —aumenta Joel, sentándose en la puerta —. Nos va a quedar chico uno solo…

Entonces, la ollita para el café se convierte en ollita con agua caliente para pelar pollos. Las aves caminan bordeando sus propios pasos; ejecutan movimientos de danza; parecen entender lo que el destino les ha fijado; tienen un aspecto ligero, blanco y hermoso. Para apurar la situación, sin miramientos, cogen a uno y le cortan el cuello. Al otro lo toman por sorpresa y le hacen lo mismo. Pálidos, con los ojos fuera de sus órbitas, los pollos son desplumados y cortados en pocas presas. Ahora están listas para freírlas en la ollita que también hace de sartén.

Después de esta escena, estimulada por el hambre, los matarifes se ponen a conversar en voz alta. Se cuentan algunas historias extrañas, remotas, todas sucedidas en el colegio y en el barrio. Extienden sus piernas sobre la arena y mueven sus cabezas con el rostro lleno de placer. Destrozan sus presas con las dos manos, con los dientes, se atragantan. Desayunan con gran gozo, muerden el trozo de pollo refrito, muerden un pedazo de pan duro y saborean el café.       

A las ocho de la mañana se dirigen a pie al centro de la ciudad. Mientras recorren las calles, envueltos en sudor y arena, se sienten forasteros. No logran comprender cómo harán para llegar hasta la pampa de Nazca. Tratan de recordar los caminos que seguían los dibujos borrosos en sus mentes. Hacen memoria de lo leído en algún libro de historia y geografía sobre la cultura Nazca y Paracas. Discuten. Al llegar a la Plaza Mayor, se detienen. Es una plaza elegante, tranquila, muy típica de las provincias; y en sus cuatro calles del mismo nivel, hay restaurantes y tiendas diversas. Fumando y con sus mochilas junto a la carpa enrollada, prisionera, que ahora está como una momia y detenida al pie de una banca de cemento, se quedan contemplándolos. Se sientan en esta y se ponen a fumar. Los colectivos y los buses pasan cargados de gente. El bullicio se hace cada vez más insoportable. La gente se hace insoportable. Los niños lloran. Las chiquillas no lloran, se mueven voluptuosamente. El día avanza. Deciden marcharse. El objetivo es la pampa de Nazca. “Sí”, dicen, sacudiendo la cabeza.    

Sí, están aquí y sentados en el interior de la carpa; tan lejos de donde escribo ahora por lo que solo me parecen pequeños insectos. Es una hermosa noche. Noche estrellada, como siempre, como la vieron los antiguos Nazcas, Paracas, la arqueóloga y matemática alemana, y como la observan ahora ellos… También saben que hay algo más de 800 líneas que no pueden ver…

—Sí —dice Joel— es verdad, usted don chato, emplea su talento de artista de barrio para engatusar a las mujeres.

El chato César gira la cabeza y lo mira extrañado. Está fumando y parece que no le ve la cara. Igual, sonríe. De pronto uno de los bordes de la carpa se suelta y el viento agitado hace su ingreso. Vuelven a divisar el cielo estrellado e inquieto, imponente. La pampa de Nazca los quiere ahuyentar lanzándoles soplidos casi huracanados. Ellos no están dispuestos a retirarse. Se incorporan y salen a sujetar con mejor disposición todos los vértices de la carpa. Lo logran.  Vuelven a ingresar y se acomodan sentados.

—Mira Joel…, y te lo digo, sin duda alguna. Las mujeres son un exquisito veneno… Como el vino viejo. Tú crees que Cleopatra fue una gatita de cría— responde el chato César con una sonrisa suave.

—Bien dicho —replica Charly, mirándolo seriamente — ¿Por qué creen que los huracanes tienen nombre de mujer?… Porque cuando nos dejan, ya se han llevado el carro, la casa y hasta la memoria de lo que ha sucedido ahí… Todo queda hecho un desastre…

En el reloj de Charly acaban de dar las tres de la mañana. Todos están durmiendo, menos uno. La luz de una linterna alumbra débilmente el exterior, sufriendo. Ahora el vino y el vodka, enteritos y en sus manos, acompañan al chato César que hace guardia afuera y sentado al pie de la carpa. El inmenso desierto también lo acompaña sin entender contra quien hace guardia. El chato César medita con los ojos cerrados mientras le da un sorbo a la copa de vodka… “Ya está muerta, hasta en mis recuerdos”. Se estremece y abre los ojos. “No hago más que pensar en cosas tristes, no puedo dormir”.

Loro

1 comentario:

  1. Te atreviste a censurarme. No contabas que todo lo guardo... Te lo repito: "Ya me enteré... ¡Claro!... ahora se te ha dado por contar cuentos de chinos... ¿Tú, qué me dijiste?... ¡Hum!, no te entiendo... Bueno, así será. No cambias; siempre tengo yo la culpa, y siempre la tendré... Tal ves sea inevitable. Si quieres, hasta te puedes vestir del buen muchacho, con tu pantalón jeans y tu camisa celeste cielo; yo como siempre tengo y tendré la culpa... Sólo pregúntate... Mejor,déjalo ahí... Ya llegará el día, ya llegará... y quiero verte, sentado uno frente al otro y con nuestros amigos... Y por favor abre la boca... que ya estás grandecito... Y no soporto eso".
    Quiero ver que te atrevas a censurarme otra vez...

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