Era una calurosa mañana de un día de miércoles.
Delante de él, y sobre la carpeta, se veía una hoja de papel cuadriculado lleno
de letras muy chiquitas y ordenadas. Era exactamente un resumen de lo resumido.
Y él era un experto en hacer esto. Iba a haber un examen en la siguiente hora;
por lo tanto, tendría que resolverlo de la mejor manera. ¡Ah!, pero su
situación era terrible... Martín necesitaba, angustiosamente, dirigirse al
baño. Ya era inútil fingir y poder esperarse al recreo. Su vejiga y su ano
protestaban impacientes junto a una incontrolable sudoración fría que le
humedecía las axilas y las sienes.
—¡Di
algo, angelito...! —le dijo Poncho al descubrirlo retorciéndose.
—¡Puta,
me cago...!
Martín levantó ligeramente el brazo derecho
para pedir permiso. Había que ver aquel cuerpo y los gestos que hacía con su
boca para imaginárselo uno. Después del visto bueno del profesor, Martín salió
disparado de la carpeta. Risitas generales. Entonces galopó entrecruzando las
piernas, zigzagueante, apretando los dedos y ajustando las nalgas como un puño.
Cuarenta pares de ojos, prendidos a su nuca, lo observaban. Cada uno de esos
ojos adolescentes, incluidos los de su amor platónico, entendían que su
estómago le estaba jugando una mala pasada. En los segundos que le tomó llegar
hasta la puerta, el salón se convirtió en un campo de batalla. Le llovió de
todo: tapitas de lapiceros, trozos de borradores, bolitas de papel, etc. La
puerta para Martín debió estar a una distancia tan larga como un campo
alambrado y lleno de minas. Un pequeño pedo le hubiera dejado la cara quieta y
amarilla de vergüenza. El profesor, sorprendido, no siguió con la clase, sino
que mantuvo silencio hasta que Martín abrió la puerta y salió. Luego lo pensó
mejor, y, por si las dudas, envió a Poncho detrás de él: «Fíjate lo que le
pasa, con ese cuento ya se me han escapado otros», le dijo. Poncho dejó su
carpeta y se puso en marcha moviendo la cabeza y caminando sin apuro. Al salir,
tiró la puerta, bordeó la pared lateral del aula y entró en el baño de los
hombres. Dentro estaba muy maloliente y humoso, con un desagradable olor a
orines y residuos fecales. Aunque a esa hora, a media mañana, estaba desierto y
tranquilo. La exploración fue breve, porque sintió unos sonidos guturales en el
fondo, exactamente en el lugar sin puerta. Entonces avanzó unos pasos y se
detuvo, dio media vuelta, bajó la cabeza y lo vio. Lo encontró en cuclillas,
con los pies sobre el escusado, y haciendo una especie de gruñido suave, como
un ronroneo. Rápidamente se tapó la nariz con el dorso de la mano y levantó
totalmente las cejas.
—¿Qué
pasa? —inquirió una voz compungida desde dentro.
—¡Qué
feo apestas! ¿Qué has tragado?... ¿Es un pujido o un gemido lo que escucho?...
¡Estás con la bicicleta sin frenos...! —farfulló Poncho, volviendo la cabeza a
otro lado—. ¡Ja, ja, ja… Espera que se lo cuente a tu amor imposible! —se
carcajeó fuera de sí.
—¡Ni
se te ocurra! —aumentó Martín, riendo, porque se le antojó gracioso—. Además,
no lo estoy… ¡Mira hacia allá y fíjate bien, hay cuadernos y libros flotando en
el otro baño! —exclamó, pensativo.
Poncho
se volvió a ver el otro baño y lo examinó. Estaba con la puerta abierta, con el
inodoro blanco que está amarillo, cobrizo, con pecas marrones y negras, como
lepra, como enfermedad degenerativa, venérea, mientras sus cuatro paredes, repletas
de garabatos, hasta el cansancio, indicaban traumados pensamientos; y sobre el
piso hay periódicos viejos, arrugados, cortados sin medida por algún apuro;
aquello era la representación viva de una cárcel, de una cloaca, o el reflejo
del infierno mismo.
—¿Y
quién mierda los ha tirado ahí? —preguntó Poncho, fijando sus ojos en aquel
lugar. Todo ahí estaba asqueroso.
—¡No
lo sé…, y deja cagar tranquilo! —volvió a gritar Martín, mirando a la pared
lateral y confesando su apuro.
—¡Epa!
—exclamó Poncho, desconcertado, colocándose el pañuelo debajo de la nariz—. ¡Recórcholis,
Batman!... ¡Pero si esos son el cuaderno y el libro de tu…, ya sabes quién!...
Y esa, ¿no es su chompa?... ¡puta madre!, ¡¿quién es ese hijo de la guayaba y
el mandarín que ha hecho esto?! ¡No! Esto no se puede quedar así, esta
pendejada nos puede joder a todos… ¡Apura, caga rápido, que aquí te espero! —volvió
a exclamar con una idea estrangulada en sus puños.
—¡Son unos pendejos…! ¡Pero al final todo se
sabe! —exclamó Martín, limpiándose apuradamente el culo.
Como
obedeciendo una orden, Martín salió del baño y se acercó al lavatorio trébol
manantial blanco, que de blanco no tenía nada, e intentó lavarse las manos. No
lo consiguió, porque no había agua. Poncho le quedó mirando con la cabeza
ladeada y mordiéndose los labios; y ya sin poder aguantarse, soltó una estruendosa
carcajada como si masticara el aire. Pero luego de pensarlo mejor, le preguntó cómo
pudo haber pasado esto… y que si lo hacían con frecuencia. Con el rostro
encendido, Martín sonrió parcamente y le dijo de quien sospechaba, y
pacientemente desenroscó el nombre. ¡Y por qué a ella! —exclamó Poncho. Martín
sonrió como cogido en falta. Al final le dijo que este hecho era sentimental y
no escatológico. Palabrita que la solterona profesora de literatura les
había confesado un día antes: “La pornografía es escatológica”, les dijo y
todos se quedaron mudos… Luego de sonrisas y burlas, dejaron de hablar y siguieron
su camino; atravesaron el baño, hasta llegar a la puerta marrón que tenía un
agujero cuadrado en la esquina izquierda de la parte inferior y descorrieron el
cerrojo, limitándose a salir.
En
el aula todos esperaban impacientes; deseaban saber qué le había sucedido a
Martín; deseaban burlarse; sus más allegados deseaban hacerlo mierda, hacerlo
papillas.
Después
de dar algunos pasos, vieron acercarse al auxiliar: hombre de rígida figura,
pero de andar indecoroso y ambiguo. Blandía una barita blanca junto a un ropaje
negro que le daban un aspecto de vieja y panzona bruja. Sin perder tiempo,
hicieron equilibrio para cambiar de acera y evitar el encuentro. A una veintena
de metros doblaron a la izquierda y se detuvieron en la otra esquina.
Finalmente, lo vieron ingresar en otra aula. Entonces volvieron y se quedaron
muy cerca de la puerta. Sus rostros, sonrojados por el reciente descubrimiento,
estaban acompañados por una emoción terrible de vergüenza ajena. Ahí, parados e
inquietos, esperaron algunos minutos para pensarlo mejor. La realidad se hizo presente y abrieron la
puerta con desconfianza. Girando la cabeza, observaron el interior. Para su
sorpresa, todos estaban callados. Y era porque entre ellos el profesor mantenía
el rostro adusto. Sin pérdida de tiempo, cruzaron el umbral a paso lento. En
ese ínterin, Poncho se cogió la nariz como si exprimiera el olor y el recuerdo
de todo lo visto en el baño; y Martín presentaba los ojos de quien descubre a su
madura tía masturbándose en el baño. Una vez cerca, apuraron el paso y llegaron
a sus respectivos asientos. Inmediatamente, Martín cogió con los dedos el
resumen de lo resumido y lo colocó furtivamente en el bolsillo de su camisa. Al
mismo tiempo, Poncho miró de reojo al amor platónico de Martín y le soltó una
sonrisa con algo de amargura; ella se dio cuenta y le devolvió la mirada, era
una mirada con fría extrañeza y duda en el rostro. Parado aún, pero girando la
cabeza al otro costado, notó que pegados a una de las ventanas, en otra
carpeta, estaban Joel y Chicho con los ojos vueltos hacia sus cuadernos: con
ellos no era. A la espalda de estos, «El loco Willy» se hacía el loco: sus ademanes
adefesieros seguían siendo los mismos. Poncho no siguió mirando; inclinó la
cabeza y le dio unos golpecitos acusadores a la espalda de Martín, quien ya
sentado lo miró interrogativamente. Poncho no le devolvió la mirada; sabía que
el culpable era él y la gavilla que acompañaba al loco Willy; porque Martín también
era miembro de la gavilla. Además, algo más se ocultaba; pero, ya sin querer
averiguarlo, se sentó en silencio y estuvo algunos minutos revisando sus cosas.
Al final pudo advertir que no le faltaba nada. Mientras tanto, un disperso Martín
estaba acodado en la carpeta, apoyado las mejillas en las manos, callado,
observando la nuca de Lily: la veía nítidamente, embobado. Así, el estudiante Poncho,
ya más tranquilo, resuelve tararear una melodía salsera; observa el entorno, y
trata de averiguar el motivo de lo sucedido. Sin poder trazar un mapa de las
peripecias sucedidas, su mente conjetura otras cosas. Entiende que el ser
humano es vil y carroñero e incapaz de soslayar las tentaciones terrenales. “El
fin justifica los medios”, concluye. Mientras los cuadernos, los libros y la
chompa seguían empapados, flotando en el escusado, y con un vaporoso olor a
mierda, a orines, a despelote, a pendejada…
***
Eran
las ocho de la noche cuando el adolescente Martín traía un libro de versos en
las manos. De pronto, se detuvo en plena calle, sacó ánimos de todas partes y
se puso a leer algunos poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. Al rato de hojear el
último poema en voz alta, abrió el portafolio viejo y negro, guardó el libro, y
se echó a caminar sin prisa, con las ideas sueltas, pero fijando bien sus
pensamientos en el objetivo; estaba preparado; era una posibilidad, soltarle
algunos versos de Bécquer en el minuto de silencio. Así, mientras lo pensaba,
se frotaba los granos de la frente con una de las manos, como si se acariciara
el rostro. Pero por la angustia, le sudaban las orejas, y un tic nervioso le
removía los párpados. Los nervios lo traicionaban. Es por eso que no pudo
contener su deseo de hablarse para sus adentros, darse ánimos. Entendía que
ella era un ángel de carne y hueso, un corazón que latía y la niña con quien se
tendría que enfrentar. Su labia tenía que ser la justa, no podía darse el lujo
de parecer un mediocre. Indudablemente, él sabía que este querubín caído del
cielo conocía a este romántico tardío, y a todos los poetas del romanticismo.
Ya los había mencionado en el salón de clases, un día que siempre recordaba, en
el curso de literatura, con los ojos puestos en él, pero sin declamar. Él
entendió que fue algo íntimo, exclusivo: sí, leía para todos, pero especialmente
lo leía para él. Así obtuvo el secreto de la musa, de la Erato.
Nuestro
Diógenes en el vestir calzaba unos zapatos de suelas, marrones y mal lustrados,
y un viejo y ancho polo negro con la imagen de Héctor Lavoe, el cual le iluminaba
de blanco todo su escuálido pecho; y en la espalda, una frase que decía: «La
salsa la pongo Yo».
Martín
cruzó la última calle. Cuando estaba ya a un solo paso, dudó. La angustia le
retorcía el estómago. En sus ojos se leía su total nerviosismo. Hasta sintió
que se le erizaba el pelo en el cogote a pesar de que le había puesto como una
botella entera de brillantina Glostora. Por fin llegó y tocó a la
puerta. Su corazón se reanudó con otro ritmo. Volvió a tocar. Entonces salió
una chiquilla de agraciada figura.
—Sí,
¿dígame? —inquirió, meneando la cabeza.
—Buenas
noches… Necesito hablar con Lily. ¿Le puedes pasar la voz? —dijo un serio
Martín, alegrándose de haber hablado.
—Buenas
noches… Voy a ver si está. Por favor, ¿puede esperar?... ¿Cuál es tu nombre?
—repuso la joven, deslizando una sortija en uno de sus dedos.
—Ah…
Martín. Martín Arenas... —respondió.
La
chica apartó la mirada con un mohín de desencanto y se fue en busca de Lily. A
él no le importó el gesto de la niña. La noche era perfecta..., como hecho a
medida. De pronto siente la presencia de Lily a la distancia. «Ya viene»,
piensa; palidece en el momento, y se siente tambalear sobre sus viejos zapatos
marrones. Se esfuerza por desviar la mirada, pero sus ojos volvían como para
asegurarse de que estaban viendo lo que pensaba que veía.
—Hola,
Martín... ¿Qué milagro?
Martín
se quedó mudo y con una expresión de angustia. La ve hermosa, tirana, el perfil
es perfecto, la sonrisa es perfecta, pero la mirada, la mirada en cambio decía:
«Sé pedirlo, sé darlo todo si me enamoro, si me toman en serio». Carraspea y
nota que su garganta no le responde, se le hace un nudo, como si las palabras
fueran cosas vivas, atrapadas allí, atoradas, y le estuvieran ahogando. Pero agitado
y aspirando profundamente, se esfuerza. Estira el brazo y le da la mano.
—¡Hola!,
¿qué tal?... Estoó...
Y
empezó a hablar de tantas cosas distintas, sueltas, anudadas, laberínticas, que
Lily no supo que contestar. Minuto de silencio, era el momento para desenfundar
un verso, pero no recordaba nada, ni una línea, ni una sílaba, ni el gerundio
que mil veces pensó; por último, no recordaba el nombre del autor de los poemas
que leyó.
—¿Qué
me dices, Arenas? No logro comprenderte.
Entonces
se atrevió, se lo dijo. Ella sonrió con una extraña discreción y como si se
desintegrara en el aire. Así tenía que ser, y allí estaba, sonriéndole. Por
eso, entusiasmado, y sintiendo una conmoción en el alma, apenas pudo apretar
los pies y ajustarse los lentes. «Me pasé de listo», pensó. En el instante, un
coro de chiflidos agradables le llenó la cabeza; se sentía un galancete de
barrio provocándose un chocomel entre los labios. Dulcificaba así el
momento, la gloria. Lily cambió miradas por unos segundos con su amigo y le
sonrió como si no lograra entender lo que sucedía ahí. Sin hablar, abrió por
completo los ojos, con la cabeza fija, sin sonrojarse; luego musitó con
dulzura:
—Ay,
Martín, ¿cómo me dices esas cosas? ¡Claro!... ¡Yo encantada! Eres un muchacho estupendo…
—Y sonrió provocativamente. Inclinó la cabeza y se mordió los labios. Luego
esperó sin decir nada, como si su sonrisa ahogara su voz.
Entonces
siguieron unos segundos de silencio, en aquel momento importante.
Para
él la duda le era muy agradable. La miraba con una sonrisa nada discreta. Hasta
le provocó cantar para sus adentros. Nuevos chiflidos varoniles, machos, lo
acompañaron otro instante. Miró a su alrededor. No había nadie, ningún testigo.
Al parecer, estaban solos en el umbral de la puerta.
Se
le antojó continuar el diálogo, para dejar su absoluta quietud.
—¿Entonces?
—preguntó Martín con emoción.
Ella
dejó de mirarlo. Su rostro se sonrojó y volvió a quedar pensativa por unos
segundos más. Sin acabar sus pensamientos, volvió la cabeza y le dirigió una
mirada tierna, igual que si le prometiera que no se lo diría a nadie. Y, por
fin, con una ligera sonrisa, que le entreabría los labios, le respondió
resueltamente:
—No
quiero ser grosera, pero sabes una cosa: «YO NO SOY PARA TI».
Martín
giró de pronto la cabeza y volvió a su primitiva posición frente a ella. Pero ya
no la miraba. Miraba al suelo. Estaba como ido. Demoró en despertar. Ella,
curiosa, lo examinó mirándolo fijamente. Martín reflexionó. Ahora recordó lo
leído en el camino. Meditó y pensó en lo extraño que era el poema de Bécquer y
sus golondrinas, en lo extraño de la sensación que le ofrecía la noche.
Silencio total. Se había preparado para todas las respuestas posibles. Nunca se
imaginó esta. Es por ello que el mundo de Allan Poe se le presentó tirándole
del alma, confusamente, y ahora, en el umbral de una puerta, al costado de Lily,
y en el momento de la verdad. Dándose fuerzas, separó las piernas firmemente; cerró
los ojos y aguardó unos segundos creyendo que se iba a desmayar. Se contuvo,
retrocedió agarrándose de él, tirando de él. Le costó volver a la realidad. Pero
como si fuera un Lázaro, despertó, se hizo vivo. Entonces endureció su cuerpo
cruzando los brazos y dirigiendo la mirada hacia ella. Había que hablar de
nuevo. Pero ¿cómo arrancar el puñal incrustado deliciosamente en su corazón?
Sonrío con arrogancia, a pesar de la convulsión que acababa de sacudirlo. Medio
repuesto, y sintiendo que un par de ojos pardos y desnudos lo observaban, se
atrevió a hablar.
—¿Me
puedes prestar tu cuaderno de literatura? Estoy retrasado —se apresuró a decir,
lamentando su suerte y no queriendo entrar en detalles.
—¡Claro!
—dijo ella, rápidamente, dándole la espalda y traspasando el umbral.
Ahora,
solo, parado en el mismo lugar, Martín apenas pudo sonreír torpemente. Era la
misma sonrisa tonta que él se imaginó de Tristán frente a Isolda en aquella
leyenda artúrica de amor trágico que leyó y recordaba. «Sí, el amor es una
trampa, una ilusión privada que te humilla», pensó. Con el fin de darse ánimos,
sacudió el cuerpo e hizo como si el inmediato pasado ya no existiera, porque
tal vez solo fue una pesadilla de que fue víctima. Prefirió no recordar volviendo
la mirada a la calle. Lo primero que le sorprendió fue ver como crujía el mundo
a su alrededor y como de a poco volvía a la realidad. Esto logró que por fin todo
volviera a enfocarse de nuevo... y volver al principio.
—¿Es
malo? No, no… Aún sigo vivo —repuso, frotándose las manos.
Aunque
ya no quedaba ni la estela de una esperanza, entendió que había logrado hacer
realidad una declaración de amor que solo los valientes culminan, para bien o
para mal. Luego de pensarlo sonrió maquinalmente, y quedó sumido en la
humillación que le tocó vivir por culpa de esta jugarreta del destino.
***
Era
un viernes de invierno. Cerca de las cuatro de la tarde.
—¡Muy
bien! Ahora lo veo claro. ¡Sí, ahora todo está claro! —dijo dejando de golpear
con el martillo un clavo en la pared de su habitación. La que estaba cerca de
la puerta.
Ahí
colocó un pequeño espejo de bordes biselados y se observó con disimulo. Luego hizo
un ademán de retirarse, pero volvió los ojos al espejo y detenidamente vio su
atezada imagen en el interior. No parecía satisfecho. Entonces se llevó la mano
a la cabeza, agitándola, para tratar de arreglarse el pelo ensortijado. Se vio
mejor. Sonrió y la sonrisa se mantuvo quieta por un instante. «Al fin y al cabo
ella me gusta. Sí, ella tiene gustos humildes, y es porque así la educaron y
así lo heredó de sus padres. Y es inteligente, y su rostro es agradable y
amistoso… Sobre todo, me encanta su delgada y curva nariz, semejante al pico de
un águila», se dijo mordiéndose los labios. Después, evitando mirarse, dio unos
pasos y cogió un libro que estaba encima de una pequeña mesa y se puso a pasear
leyendo en voz alta.
—¿Se
puede? —preguntaron detrás de la puerta.
—Sí
—contestó rápidamente sin reconocer la voz.
—¡Hola,
Jorge! —lo saludó, ingresando.
—¡Hola,
amiga! Llegó usted muy temprano —exclamó, sorprendido.
—Sí,
pues, estoy un poco mal de la garganta; pero he venido a ayudarte con los
adornos y las demás cosas. Las demás chicas vienen en media hora. Yo me
adelanté… Tu mami me hizo pasar y me dijo que te buscara aquí. Bonito cuarto.
¿Estás estudiando?
—Sí.
Un poco, pero ya lo dejo.
Hacía
mucho frio y él se removía nerviosamente. Trataba así de ubicarse mejor en el suelo.
Dio unos pasos y dejó de moverse. Entonces tiró el libro encima de la mesa. La
chica fijó la mirada y escudriñó ligeramente el rededor del cuarto. Después se
volvió hacia él, estiró el brazo y le estrechó la mano. Él respondió dándole un
amigable beso en la mejilla. Al apartarse, sus rostros se iluminaron con una
larga sonrisa. Presumían su amistad.
—Pero
¿por qué lloras? —preguntó con una sonrisa el estudiante Jorge.
En
la calle alguien gritaba a voz en cuello y sin vergüenza:
—¡Jorge...,
ya llegamos con las chelas! ¡Abre la puerta!
Jorge
vaciló un instante, pero en silencio. Hizo como si no hubiera oído nada. Lily
solo sonrió interrogativamente. Ambos parecían hacerse los locos. Entonces ella
suspiró y meneó la cabeza, y se llevó la mano al rostro. En sus ojos lacrimosos
se notaba una ensoñación. Antes de decidirse a contestar, movió la cabeza de
forma negativa y se frotó los ojos con un dedo. Inmediatamente, le dijo:
—No, Jorge, no estoy llorando, me ha caído una pajilla en el
ojo.
—¡Ah!,
pensé que llorabas por mí —bromeó.
—Pero
ya está…, listo. Parece que ya salió.
Entonces
Lily soltó otra sonrisa tierna, que le llenó todo el rostro. Dio unos pasos y
se detuvo al borde de la cama. Inclinó el cuerpo y se sentó casi al filo.
Jorge
respiró profundamente y miró en derredor. Bajó los ojos y volvió a levantarlos
para observarla con una sonrisa que le llenaba todo el rostro. Con los ojos
fijos en Lily se dio cuenta de que por primera vez estaban solos en su habitación
celeste, amueblada con humildad e iluminada espiritualmente por una luz tenue que
se colaba por una ventana de vidrios pequeños. Esto creaba para él la ilusión
de un ambiente de buen augurio. La ventana pequeña no tenía cortinas, pero poco
importaba. Solo entendía que estaba con el amor de su vida y que no era un
sueño. Por eso quiso aprovechar para decirle que estaba loco por ella. Decirle también
hasta el último apodo que le puso a su corazón en una noche de insomnio y de
dudas. Deseaba pintar su agonía amorosa de un color serio, como su rostro, y darle
forma a su vida y cambiarla por otra: «Yo soy el firme. ¡Firme! Lo que está en
este pechito es solo tuyo... ¡Tuyo!». Era su oportunidad al verla quieta y
sentada al filo de la cama. Pero solo pensaba y no se decidía. Entonces abrió
más los ojos y la miró fijamente. Hizo un ademán de duda palpándose el pecho
lampiño y abotonándose la camisa. Tenía que decírselo. Era el momento. ¡Era
ahora o nunca! Las condiciones no eran un azar. Así se lo hizo entender su
amiga con su temprana llegada. La ilógica hipótesis de un No como respuesta no
era posible. No había dudas, pero tontamente perdía el tiempo escrutando a su
conciencia. «Yo soy un buen chico, no soy como los otros… ¡Monses! Ni fu ni fa»,
pensaba. Mientras vagaban sus pensamientos él se frotaba las manos con
excitación y arreglaba las palabras para decirlas, para lanzarlas sin ahorrar
esfuerzo. Las halló, aunque le parecían envueltas, amontonadas. Por eso de
nuevo se echó a pensar. Esto duraba una eternidad. Ella permanecía inquieta. Y
lo estaba mucho. Larga espera. Para variar, Jorge entrevé que la puerta está sin
seguro. Y no quiere testigos. Tampoco estar reducido a esa molestia. Por eso
decide cerrarla. Cuando está por hacerlo, siente que dos palomas se posan
aleteando en el borde delgado de la ventana. Quieto y en pie las mira. Quieren
copular. Lily también se vuelve a ellas y las observa en silencio. Sonríe y
mira a Jorge esperando una respuesta, porque piensa que no hay tiempo para
preguntas. El ambiente era el adecuado, y ella estaba verdaderamente en su
punto, con el pelo largo, deshecho y el cuello desnudo y blanco. Jorge se sobre
para y se vuelve a ella, pero fugazmente. Trata tontamente de no darle
importancia a lo sucedido. Por eso, corre a cerrar la puerta. Pero siente en el
instante un tremendo portazo en el pecho. Se despierta y ve con horror a sus
amigos. Los observa como si fueran gorgonas y otros mil monstruos más. Tienen
un cajón de cerveza en las manos y gritan. Durante un momento los miró de reojo.
Quería hablar, decirles que se marchen, que esperen un poquito más, pero solo
murmuró incoherencias. Estaba aturdido. Los visitantes con tono petulante le hacen
notar que él es uno más del grupo, que no está solo. Por eso le increpan su
demora.
—¡Qué
ha ocurrido! Tanto te demoras en abrir que si no es por tu mamá nos quedamos en
la calle —dijo el chato Montoya.
¡Hola Lily! —Todos la saludan efusivamente
dándole un beso en la mejilla.
Jorge
metió las manos en los bolsillos de su pantalón y cerró los ojos. Volvió a
abrirlos. Lily lo miró apenada, pero con una sonrisa. Sabía que Jorge estaba
dispuesto a contarle un secreto, secreto que ella adivinaba, que ya sabía. Por
eso creyó que en el momento perdido él se iba a atrever a besarla en los labios
y ella lo dejaría hacerlo.
Minutos
después, Jorge, mirando a los galifardos, se aprieta las sienes: lo siente como
de madera. Y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado.
Por
fin la fiesta con sus amigos del colegio se termina, la visita se va, en
especial una. Se apagan las luces. Se acuestan los amos. Jorge, con los ojos
abiertos, medio dormido, sueña con la llegada intempestiva de su amiga. Y medita
sobre las ganas amplias que tuvo para declararle su amor por ella. Luego de
unos minutos, cierra los ojos tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa,
pero no saca nada en limpio.
***
No
es extraño; uno nunca olvida la primera vez que se enfrentó a una declaración
de amor. Podría decirse que mi amigo Jorge arremetió con todo y sobrevivió para
contarlo. Nunca olvidaré el día en que se atrevió a contárnoslo:
Estaba
muerto de cansancio, pero sabía que tenía que ir y decírselo. Se lo diría sí o
sí. Agarró ánimo, se vistió con lo mejor que tenía. Hasta se puso los zapatos
negros que le gustaban mucho. Ya trajeado, fue a su encuentro. Era de noche y
caía una garúa cálida. Solo cuando ya estuvo en la calle, se dio cuenta de que
no llevaba puesta una de las medias. “¡Qué mierda, nadie se va a dar cuenta!”, exclamó.
Los vecinos lo miraron desde lejos con indiferencia. Era alguien más en el
barrio. Comenzó a andar muy lentamente, pensando en las cosas que se le
arremolinaban en la cabeza. Los zapatones negros crujían a cada paso. Mientras,
pegado a sus talones, un perro lo seguía olfateándole uno de sus pies, justamente
el que iba sin media. Así, juntos, recorrieron toda la avenida 1 de mayo hasta
llegar a la Plaza Mayor en el distrito de ella, ya que Jorge vivía en Mirones,
en el Cercado de Lima, muy cerca de la avenida Universitaria. “Es un día muy
extraño. ¡Puta! Va a ser difícil encontrar de qué hablar, porque ella es una
mujer rara”, se dijo, dudando. Luego sintió vergüenza de este tonto pensamiento.
Aun así, siguió caminando, pero con una expresión fatídica. Era viernes 13. Y
él era un adicto a las cábalas. Por eso sintió crujir el mundo a sus pies. Miró
al cielo en busca de alguna estrella. No distinguió ninguna, solo a la garúa
que le acariciaba el rostro, como telaraña, y que lo cubría todo. Pensó también
que un cielo cubierto era de mala suerte. Y antes de que pudiera desistir, sacudió
la cabeza y prosiguió su camino. “Esto es personal, y ¡sí se puede! ¡Al diablo
las tradiciones místicas!”, se dijo. Para entonces había llegado a la
conclusión de que él se lo tenía que decir, y que sería mucho más sencillo de
lo que él se imaginaba...
Estaba
muy cerca. Vio que sus manos temblaban. Revisó sus bolsillos para contabilizar
las monedas que llevaba. «Lo justo», dijo. Luego recorrió con sus dedos la
cajetilla de cigarrillos que estaba en el bolsillo de su camisa. Sacó uno y lo
encendió. Dio media vuelta y con el cigarrillo apretado entre los labios quedó cara
a cara con el perro. Sintió que le sonreía. Él sonreía también. Sin embargo,
aunque su cuerpo estaba rígido, sentía espasmos recorriendo sus músculos. Al
aspirar profundamente, se dio cuenta de que tenía el cigarro apagado. Su boca
estaba muy seca y le era difícil inhalar. Lo volvió a encender. «¿No quiere
usted?», le dijo al perro, blandiendo el cigarro. El perro solo agitó la
cola y lo quedó mirando tiernamente. «Sabes, me voy a mandar», le dijo,
mirándole a los ojos. «¿Por qué? Porque ella me da sajiro... Me hace ojitos. Sé
que le gusto...», se responde. «¡Claro que podemos!», exclama, dándose más
fuerzas. «Alguien podría acabar muy malherido y ese creo que puedo ser yo... ¡Carajo!
¡A la mierda!, igual se lo diré», aumentó dándose más ánimos. Las palabras se
le salieron antes de que supiera que las había dicho. Entonces, como un segundo
pensamiento, volvió a mirar fugazmente al perro; pero, inmediatamente vuelve la
vista y lo examina. Se inclina y le soba el lomo. Al hacer esto, entiende que
los nervios lo traicionan y que está temblando. Levanta la cabeza y se observa
en el cristal de una ventana oscura, pero que ilumina su rostro. Ahí ve el
aspecto lastimoso de su cara. Empezaba a sudar. Al cabo de un instante, miró al
perro nuevamente. «De hecho, ¿sabe?, tal vez sería mejor que usted no vaya.
¿Por qué no regresa a su casa? Yo me encargo de ella», le dijo en voz alta,
como si el perro lo entendiera. «Me voy. Se me hace muy tarde», dijo, para
despedirse.
Lo
siguiente que supo es que estaba tocando la puerta. Debió de haber apurado el
paso para alejarse del perro, ya que éste no aparecía por ningún lado. Separó
sus dedos e hizo un ademán para peinarse la crespa melena; también se acomodó
como pudo en sus zapatos negros, lustrados hasta el cansancio. Llegó la hora.
Sonó el pestillo de la chapa y se abrió la puerta.
—¡Hola!
—dijo ella—. ¿Qué sorpresa?... —remató, fijando la vista en él.
—¡Ah…!
Salí a tomar un poco de aire —respondió, ruborizado.
—Y,
¿qué te cuentas?... Y con esta llovizna —aumentó ella.
Jorge
entonces empezó a hablar demasiado razonablemente. Como nunca. Porque él no era
así. Antes, en el salón de clases, siempre le hablaba relajado, haciéndole
bromas, soltando carcajadas o una sonrisa fuera de contexto. Ahora no. Hablaba
enredado, sin risas ni carcajadas; era otro, otro estúpido más. Ella, al verlo
así, al sentirlo así, quedó perpleja. Lo miraba escrutándolo. «Maldita sea,
¿qué le pasa a éste? No puede ser Jorge, este es un tipo raro», pensó. Jorge no
esperó a que las aguas se tranquilizaran y él permaneciera sumergido en ellas,
ahogándose; se lo tenía que decir cueste lo que cueste y pase lo que pase;
entonces se lo dijo: «Quiero que seas mi enamorada». Ahora no sentía el tiempo
transcurrir, el mundo se había paralizado; se encontraba como en un precipicio
sin fondo, con miedo de que alguien le dé un pequeño empujón y cayera.
Ella
sacudió la cabeza, como en una pesadilla, y le dirigió una mirada seria, pero
curiosa. No podía creerlo. Miró para todos lados y detrás de la puerta por si
uno de sus hermanos bajaba por las escaleras. Al volverse, se percató de que el
rostro de Jorge estaba distorsionado. Lo veía como no lo había visto nunca. Su
mirada extraviada era igual que la de un triste perro que había pasado toda la
noche, afuera, al pie de la puerta, tirado, en espera de una perrita alunada.
Al no obtener respuesta, Jorge trató de explicarse mejor.
—¡Por
favor, por favor!... ¡basta! Mira Jorge, no te hagas ilusiones; no creo en esas
cosas…, además, no es tiempo para esto… Ahora solo pienso en mis estudios, en
mis estudios y mi ingreso a la universidad, en mis estudios y ser alguien en la
vida, solamente pienso en eso. Tú ¿no?
Jorge,
atónito, solo atinó a mirarla con ojos inexpresivos, desorientados. «Esta
huevona cree que le estoy pidiendo matrimonio… Creo que ya la cagué, me he quincieado…»,
pensó. Se mostraba confundido. Hubiera querido gritárselo y desaparecer,
hacerse humo y no oírla más. Sin embargo, no se atrevió. Solo se inclinó hacia
ella, con la cabeza gacha.
—Así
será —balbuceó—. Así debe ser, ¿supongo? —volvió a balbucear.
—Por
favor, es lo mejor —contestó ella.
—Bueno,
ahora te dejaré en paz… Me dedicaré a los estudios… Tal vez después… Uno nunca
sabe…
—No.
Ya te he dicho que no pienso en esas cosas… Te dejo, ¿no es un poco tarde?
—preguntó ella amargamente.
—Sí,
ya me voy —respondió un grogui Jorge.
—Por
favor, no hablemos más. Tengo que descansar y ya llevo muchísimo sueño, mañana
tengo que seguir estudiando —le dice con cara de enojo, casi protestando.
—De
acuerdo, de acuerdo —dijo él, acercándose para darle un beso en la mejilla.
Ella no se lo impidió.
Se
despidieron. Lo despidieron sin compasión alguna.
Ahora
Jorge caminaba sobre sus pasos, meditabundo, taciturno; lo pensó otra vez, y
otra vez. Sentía vergüenza, sentía que el mundo se hundía a sus pies, sentía
que no era él, y que nunca sería él otra vez. Lentamente se fue hasta una
tienda y compró una botella de agua mineral. La garúa persistía y le humedecía
el rostro. Tomó un largo trago de agua y la sintió caliente, con sabor a agua
de papa, de verduras. Marchaba como en una procesión y en espera de que
desaparezcan los efectos de todas sus palabras, y las de ella también. Jorge lo
contemplaba todo sin darle importancia, y dándole importancia también. Le
importaba el día de mañana, porque la tenía que volver a ver, volverla a ver en
su salón de clases, junto a los amigos del colegio, junto a las amigas del
colegio. «Ella se reirá de mí; todos se reirán de mí», pensaba. Debajo de los
párpados iba recreando las imágenes que le habían sacudido en aquellos momentos,
durante la caminata, esa noche; las moldeaba, las tallaba una a una: su perro,
los cigarrillos, el rostro de ella, inexpresivo, sus palabras: «Tengo que
estudiar, tengo que estudiar, tengo que estudiar… no tengo espacio ni tiempo
para mediocres», estás palabras retumbaban en su mente, en su corazón, en sus tripas;
recreaba casi todo, viendo en los cristales de las ventanas, en las ventanas de
todas las casas, en las ventanas de los carros, que pasaban fugazmente, su piel
morena, sus ojos tristes, su mirada transparente, la de un idiota, la de un
pobre y triste zoquete. Tratando de darse fuerza, sacudió la cabeza y se mordió
los labios. Sentía que caminaba entre polvo y basura. “Y pensar que yo…”, dijo
sin terminar la idea. Así, pensando lo sucedido, le vino ganas de mear. Para
soportarlo, tomó aire, aguantándose, y dijo algunas lisuras, le gritó al mundo,
le mentó la madre a su vergüenza. Y por fin, recordó a su otra amiga. Sí, la
que había visto la semana pasada, la que llegó temprano a su casa para ayudarlo
con los adornos. De quien estaba enamorado, y en quien siempre pensaba, pero
quien nunca le daba sajiro, quien nunca le hacía ojitos como aquella, como
ella, la cara de señora amargada. Sí, pensó en Lily, la amiga que armó todo lo
destruido en el laboratorio de química, la que ayudó a reconstruirlo, la que
entabló una partida de ajedrez con él, ese día que no tenía hambre y no salió
al recreo. Lily, sí, Lily... «Lily, tú sí que me quieres y yo te quiero
también; yo iba por ti, pero me desvié y tomé la otra cuadra, hacia aquella
esquina, ¿por qué, por qué, por qué diablos lo hice? Yo sé que en el fondo tú
me quieres, me amas, entonces, por qué no me haces ojitos, por qué no me das
sajiro, por qué, por qué… Yo iría ahora mismo, ahorita mismo si recordara algún
ademán, algún gesto a mi favor…», musitó algunas cosas más. Esto originó unas
lágrimas de ensueño, de penoso silencio, que resbalaban por sus mejillas.
Sonrió con los ojos vidriosos al pensar en ella, sonrió dulcemente, sonrió
esperanzado, soñando. Quedó un largo rato así. Reaccionó. «La culpa la tienen
esos huevones. Si estaba sentada frente a mí, estaba hecha una mamacita. Ella
quería. Pero entraron esos huevones. No, la culpa es mía, creo que me quedé un
poco. ¡Qué estúpido fui! ¡Qué huevón!», reflexionó. Se llevó la botella a la
boca y le dio otro largo sorbo. Se enjugó los ojos con la manga de su camisa. «Qué
estúpida pueden ser las mujeres», gritó para sus adentros. Luego, levantando la
cabeza, dio un vistazo a su alrededor; esto lo acercó al mundo, lo devolvió a
la realidad.
A
esa hora, había poca gente, hombres y mujeres que volvían de sus trabajos...
Loro
No hay comentarios:
Publicar un comentario