domingo, 18 de noviembre de 2012

Pero, a mí nunca...

Era una calurosa mañana de un día de miércoles. Delante de él, y sobre la carpeta, se veía una hoja de papel cuadriculado lleno de letras muy chiquitas y ordenadas. Era exactamente un resumen de lo resumido. Y él era un experto en hacer esto. Iba a haber un examen en la siguiente hora; por lo tanto, tendría que resolverlo de la mejor manera. ¡Ah!, pero su situación era terrible... Martín necesitaba, angustiosamente, dirigirse al baño. Ya era inútil fingir y poder esperarse al recreo. Su vejiga y su ano protestaban impacientes junto a una incontrolable sudoración fría que le humedecía las axilas y las sienes.

—¡Di algo, angelito...! —le dijo Poncho al descubrirlo retorciéndose.

—¡Puta, me cago...!

Martín levantó ligeramente el brazo derecho para pedir permiso. Había que ver aquel cuerpo y los gestos que hacía con su boca para imaginárselo uno. Después del visto bueno del profesor, Martín salió disparado de la carpeta. Risitas generales. Entonces galopó entrecruzando las piernas, zigzagueante, apretando los dedos y ajustando las nalgas como un puño. Cuarenta pares de ojos, prendidos a su nuca, lo observaban. Cada uno de esos ojos adolescentes, incluidos los de su amor platónico, entendían que su estómago le estaba jugando una mala pasada. En los segundos que le tomó llegar hasta la puerta, el salón se convirtió en un campo de batalla. Le llovió de todo: tapitas de lapiceros, trozos de borradores, bolitas de papel, etc. La puerta para Martín debió estar a una distancia tan larga como un campo alambrado y lleno de minas. Un pequeño pedo le hubiera dejado la cara quieta y amarilla de vergüenza. El profesor, sorprendido, no siguió con la clase, sino que mantuvo silencio hasta que Martín abrió la puerta y salió. Luego lo pensó mejor, y, por si las dudas, envió a Poncho detrás de él: «Fíjate lo que le pasa, con ese cuento ya se me han escapado otros», le dijo. Poncho dejó su carpeta y se puso en marcha moviendo la cabeza y caminando sin apuro. Al salir, tiró la puerta, bordeó la pared lateral del aula y entró en el baño de los hombres. Dentro estaba muy maloliente y humoso, con un desagradable olor a orines y residuos fecales. Aunque a esa hora, a media mañana, estaba desierto y tranquilo. La exploración fue breve, porque sintió unos sonidos guturales en el fondo, exactamente en el lugar sin puerta. Entonces avanzó unos pasos y se detuvo, dio media vuelta, bajó la cabeza y lo vio. Lo encontró en cuclillas, con los pies sobre el escusado, y haciendo una especie de gruñido suave, como un ronroneo. Rápidamente se tapó la nariz con el dorso de la mano y levantó totalmente las cejas.

—¿Qué pasa? —inquirió una voz compungida desde dentro.

—¡Qué feo apestas! ¿Qué has tragado?... ¿Es un pujido o un gemido lo que escucho?... ¡Estás con la bicicleta sin frenos...! —farfulló Poncho, volviendo la cabeza a otro lado—. ¡Ja, ja, ja… Espera que se lo cuente a tu amor imposible! —se carcajeó fuera de sí.

—¡Ni se te ocurra! —aumentó Martín, riendo, porque se le antojó gracioso—. Además, no lo estoy… ¡Mira hacia allá y fíjate bien, hay cuadernos y libros flotando en el otro baño! —exclamó, pensativo.

Poncho se volvió a ver el otro baño y lo examinó. Estaba con la puerta abierta, con el inodoro blanco que está amarillo, cobrizo, con pecas marrones y negras, como lepra, como enfermedad degenerativa, venérea, mientras sus cuatro paredes, repletas de garabatos, hasta el cansancio, indicaban traumados pensamientos; y sobre el piso hay periódicos viejos, arrugados, cortados sin medida por algún apuro; aquello era la representación viva de una cárcel, de una cloaca, o el reflejo del infierno mismo.   

—¿Y quién mierda los ha tirado ahí? —preguntó Poncho, fijando sus ojos en aquel lugar. Todo ahí estaba asqueroso.

—¡No lo sé…, y deja cagar tranquilo! —volvió a gritar Martín, mirando a la pared lateral y confesando su apuro.

—¡Epa! —exclamó Poncho, desconcertado, colocándose el pañuelo debajo de la nariz—. ¡Recórcholis, Batman!... ¡Pero si esos son el cuaderno y el libro de tu…, ya sabes quién!... Y esa, ¿no es su chompa?... ¡puta madre!, ¡¿quién es ese hijo de la guayaba y el mandarín que ha hecho esto?! ¡No! Esto no se puede quedar así, esta pendejada nos puede joder a todos… ¡Apura, caga rápido, que aquí te espero! —volvió a exclamar con una idea estrangulada en sus puños.

 —¡Son unos pendejos…! ¡Pero al final todo se sabe! —exclamó Martín, limpiándose apuradamente el culo.

Como obedeciendo una orden, Martín salió del baño y se acercó al lavatorio trébol manantial blanco, que de blanco no tenía nada, e intentó lavarse las manos. No lo consiguió, porque no había agua. Poncho le quedó mirando con la cabeza ladeada y mordiéndose los labios; y ya sin poder aguantarse, soltó una estruendosa carcajada como si masticara el aire. Pero luego de pensarlo mejor, le preguntó cómo pudo haber pasado esto… y que si lo hacían con frecuencia. Con el rostro encendido, Martín sonrió parcamente y le dijo de quien sospechaba, y pacientemente desenroscó el nombre. ¡Y por qué a ella! —exclamó Poncho. Martín sonrió como cogido en falta. Al final le dijo que este hecho era sentimental y no escatológico. Palabrita que la solterona profesora de literatura les había confesado un día antes: “La pornografía es escatológica”, les dijo y todos se quedaron mudos… Luego de sonrisas y burlas, dejaron de hablar y siguieron su camino; atravesaron el baño, hasta llegar a la puerta marrón que tenía un agujero cuadrado en la esquina izquierda de la parte inferior y descorrieron el cerrojo, limitándose a salir.

En el aula todos esperaban impacientes; deseaban saber qué le había sucedido a Martín; deseaban burlarse; sus más allegados deseaban hacerlo mierda, hacerlo papillas.

Después de dar algunos pasos, vieron acercarse al auxiliar: hombre de rígida figura, pero de andar indecoroso y ambiguo. Blandía una barita blanca junto a un ropaje negro que le daban un aspecto de vieja y panzona bruja. Sin perder tiempo, hicieron equilibrio para cambiar de acera y evitar el encuentro. A una veintena de metros doblaron a la izquierda y se detuvieron en la otra esquina. Finalmente, lo vieron ingresar en otra aula. Entonces volvieron y se quedaron muy cerca de la puerta. Sus rostros, sonrojados por el reciente descubrimiento, estaban acompañados por una emoción terrible de vergüenza ajena. Ahí, parados e inquietos, esperaron algunos minutos para pensarlo mejor.  La realidad se hizo presente y abrieron la puerta con desconfianza. Girando la cabeza, observaron el interior. Para su sorpresa, todos estaban callados. Y era porque entre ellos el profesor mantenía el rostro adusto. Sin pérdida de tiempo, cruzaron el umbral a paso lento. En ese ínterin, Poncho se cogió la nariz como si exprimiera el olor y el recuerdo de todo lo visto en el baño; y Martín presentaba los ojos de quien descubre a su madura tía masturbándose en el baño. Una vez cerca, apuraron el paso y llegaron a sus respectivos asientos. Inmediatamente, Martín cogió con los dedos el resumen de lo resumido y lo colocó furtivamente en el bolsillo de su camisa. Al mismo tiempo, Poncho miró de reojo al amor platónico de Martín y le soltó una sonrisa con algo de amargura; ella se dio cuenta y le devolvió la mirada, era una mirada con fría extrañeza y duda en el rostro. Parado aún, pero girando la cabeza al otro costado, notó que pegados a una de las ventanas, en otra carpeta, estaban Joel y Chicho con los ojos vueltos hacia sus cuadernos: con ellos no era. A la espalda de estos, «El loco Willy» se hacía el loco: sus ademanes adefesieros seguían siendo los mismos. Poncho no siguió mirando; inclinó la cabeza y le dio unos golpecitos acusadores a la espalda de Martín, quien ya sentado lo miró interrogativamente. Poncho no le devolvió la mirada; sabía que el culpable era él y la gavilla que acompañaba al loco Willy; porque Martín también era miembro de la gavilla. Además, algo más se ocultaba; pero, ya sin querer averiguarlo, se sentó en silencio y estuvo algunos minutos revisando sus cosas. Al final pudo advertir que no le faltaba nada. Mientras tanto, un disperso Martín estaba acodado en la carpeta, apoyado las mejillas en las manos, callado, observando la nuca de Lily: la veía nítidamente, embobado. Así, el estudiante Poncho, ya más tranquilo, resuelve tararear una melodía salsera; observa el entorno, y trata de averiguar el motivo de lo sucedido. Sin poder trazar un mapa de las peripecias sucedidas, su mente conjetura otras cosas. Entiende que el ser humano es vil y carroñero e incapaz de soslayar las tentaciones terrenales. “El fin justifica los medios”, concluye. Mientras los cuadernos, los libros y la chompa seguían empapados, flotando en el escusado, y con un vaporoso olor a mierda, a orines, a despelote, a pendejada…

***

Eran las ocho de la noche cuando el adolescente Martín traía un libro de versos en las manos. De pronto, se detuvo en plena calle, sacó ánimos de todas partes y se puso a leer algunos poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. Al rato de hojear el último poema en voz alta, abrió el portafolio viejo y negro, guardó el libro, y se echó a caminar sin prisa, con las ideas sueltas, pero fijando bien sus pensamientos en el objetivo; estaba preparado; era una posibilidad, soltarle algunos versos de Bécquer en el minuto de silencio. Así, mientras lo pensaba, se frotaba los granos de la frente con una de las manos, como si se acariciara el rostro. Pero por la angustia, le sudaban las orejas, y un tic nervioso le removía los párpados. Los nervios lo traicionaban. Es por eso que no pudo contener su deseo de hablarse para sus adentros, darse ánimos. Entendía que ella era un ángel de carne y hueso, un corazón que latía y la niña con quien se tendría que enfrentar. Su labia tenía que ser la justa, no podía darse el lujo de parecer un mediocre. Indudablemente, él sabía que este querubín caído del cielo conocía a este romántico tardío, y a todos los poetas del romanticismo. Ya los había mencionado en el salón de clases, un día que siempre recordaba, en el curso de literatura, con los ojos puestos en él, pero sin declamar. Él entendió que fue algo íntimo, exclusivo: sí, leía para todos, pero especialmente lo leía para él. Así obtuvo el secreto de la musa, de la Erato.

Nuestro Diógenes en el vestir calzaba unos zapatos de suelas, marrones y mal lustrados, y un viejo y ancho polo negro con la imagen de Héctor Lavoe, el cual le iluminaba de blanco todo su escuálido pecho; y en la espalda, una frase que decía: «La salsa la pongo Yo».

Martín cruzó la última calle. Cuando estaba ya a un solo paso, dudó. La angustia le retorcía el estómago. En sus ojos se leía su total nerviosismo. Hasta sintió que se le erizaba el pelo en el cogote a pesar de que le había puesto como una botella entera de brillantina Glostora. Por fin llegó y tocó a la puerta. Su corazón se reanudó con otro ritmo. Volvió a tocar. Entonces salió una chiquilla de agraciada figura.

—Sí, ¿dígame? —inquirió, meneando la cabeza.

—Buenas noches… Necesito hablar con Lily. ¿Le puedes pasar la voz? —dijo un serio Martín, alegrándose de haber hablado.

—Buenas noches… Voy a ver si está. Por favor, ¿puede esperar?... ¿Cuál es tu nombre? —repuso la joven, deslizando una sortija en uno de sus dedos.

—Ah… Martín. Martín Arenas... —respondió.

La chica apartó la mirada con un mohín de desencanto y se fue en busca de Lily. A él no le importó el gesto de la niña. La noche era perfecta..., como hecho a medida. De pronto siente la presencia de Lily a la distancia. «Ya viene», piensa; palidece en el momento, y se siente tambalear sobre sus viejos zapatos marrones. Se esfuerza por desviar la mirada, pero sus ojos volvían como para asegurarse de que estaban viendo lo que pensaba que veía.

—Hola, Martín... ¿Qué milagro?

Martín se quedó mudo y con una expresión de angustia. La ve hermosa, tirana, el perfil es perfecto, la sonrisa es perfecta, pero la mirada, la mirada en cambio decía: «Sé pedirlo, sé darlo todo si me enamoro, si me toman en serio». Carraspea y nota que su garganta no le responde, se le hace un nudo, como si las palabras fueran cosas vivas, atrapadas allí, atoradas, y le estuvieran ahogando. Pero agitado y aspirando profundamente, se esfuerza. Estira el brazo y le da la mano.

—¡Hola!, ¿qué tal?... Estoó...

Y empezó a hablar de tantas cosas distintas, sueltas, anudadas, laberínticas, que Lily no supo que contestar. Minuto de silencio, era el momento para desenfundar un verso, pero no recordaba nada, ni una línea, ni una sílaba, ni el gerundio que mil veces pensó; por último, no recordaba el nombre del autor de los poemas que leyó.

—¿Qué me dices, Arenas? No logro comprenderte.

Entonces se atrevió, se lo dijo. Ella sonrió con una extraña discreción y como si se desintegrara en el aire. Así tenía que ser, y allí estaba, sonriéndole. Por eso, entusiasmado, y sintiendo una conmoción en el alma, apenas pudo apretar los pies y ajustarse los lentes. «Me pasé de listo», pensó. En el instante, un coro de chiflidos agradables le llenó la cabeza; se sentía un galancete de barrio provocándose un chocomel entre los labios. Dulcificaba así el momento, la gloria. Lily cambió miradas por unos segundos con su amigo y le sonrió como si no lograra entender lo que sucedía ahí. Sin hablar, abrió por completo los ojos, con la cabeza fija, sin sonrojarse; luego musitó con dulzura:

—Ay, Martín, ¿cómo me dices esas cosas? ¡Claro!... ¡Yo encantada! Eres un muchacho estupendo… —Y sonrió provocativamente. Inclinó la cabeza y se mordió los labios. Luego esperó sin decir nada, como si su sonrisa ahogara su voz.

Entonces siguieron unos segundos de silencio, en aquel momento importante.

Para él la duda le era muy agradable. La miraba con una sonrisa nada discreta. Hasta le provocó cantar para sus adentros. Nuevos chiflidos varoniles, machos, lo acompañaron otro instante. Miró a su alrededor. No había nadie, ningún testigo. Al parecer, estaban solos en el umbral de la puerta.

Se le antojó continuar el diálogo, para dejar su absoluta quietud.

—¿Entonces? —preguntó Martín con emoción.

Ella dejó de mirarlo. Su rostro se sonrojó y volvió a quedar pensativa por unos segundos más. Sin acabar sus pensamientos, volvió la cabeza y le dirigió una mirada tierna, igual que si le prometiera que no se lo diría a nadie. Y, por fin, con una ligera sonrisa, que le entreabría los labios, le respondió resueltamente:

—No quiero ser grosera, pero sabes una cosa: «YO NO SOY PARA TI».

Martín giró de pronto la cabeza y volvió a su primitiva posición frente a ella. Pero ya no la miraba. Miraba al suelo. Estaba como ido. Demoró en despertar. Ella, curiosa, lo examinó mirándolo fijamente. Martín reflexionó. Ahora recordó lo leído en el camino. Meditó y pensó en lo extraño que era el poema de Bécquer y sus golondrinas, en lo extraño de la sensación que le ofrecía la noche. Silencio total. Se había preparado para todas las respuestas posibles. Nunca se imaginó esta. Es por ello que el mundo de Allan Poe se le presentó tirándole del alma, confusamente, y ahora, en el umbral de una puerta, al costado de Lily, y en el momento de la verdad. Dándose fuerzas, separó las piernas firmemente; cerró los ojos y aguardó unos segundos creyendo que se iba a desmayar. Se contuvo, retrocedió agarrándose de él, tirando de él. Le costó volver a la realidad. Pero como si fuera un Lázaro, despertó, se hizo vivo. Entonces endureció su cuerpo cruzando los brazos y dirigiendo la mirada hacia ella. Había que hablar de nuevo. Pero ¿cómo arrancar el puñal incrustado deliciosamente en su corazón? Sonrío con arrogancia, a pesar de la convulsión que acababa de sacudirlo. Medio repuesto, y sintiendo que un par de ojos pardos y desnudos lo observaban, se atrevió a hablar.

—¿Me puedes prestar tu cuaderno de literatura? Estoy retrasado —se apresuró a decir, lamentando su suerte y no queriendo entrar en detalles.

—¡Claro! —dijo ella, rápidamente, dándole la espalda y traspasando el umbral.

Ahora, solo, parado en el mismo lugar, Martín apenas pudo sonreír torpemente. Era la misma sonrisa tonta que él se imaginó de Tristán frente a Isolda en aquella leyenda artúrica de amor trágico que leyó y recordaba. «Sí, el amor es una trampa, una ilusión privada que te humilla», pensó. Con el fin de darse ánimos, sacudió el cuerpo e hizo como si el inmediato pasado ya no existiera, porque tal vez solo fue una pesadilla de que fue víctima. Prefirió no recordar volviendo la mirada a la calle. Lo primero que le sorprendió fue ver como crujía el mundo a su alrededor y como de a poco volvía a la realidad. Esto logró que por fin todo volviera a enfocarse de nuevo... y volver al principio.

—¿Es malo? No, no… Aún sigo vivo —repuso, frotándose las manos.

Aunque ya no quedaba ni la estela de una esperanza, entendió que había logrado hacer realidad una declaración de amor que solo los valientes culminan, para bien o para mal. Luego de pensarlo sonrió maquinalmente, y quedó sumido en la humillación que le tocó vivir por culpa de esta jugarreta del destino. 

***

Era un viernes de invierno. Cerca de las cuatro de la tarde.

—¡Muy bien! Ahora lo veo claro. ¡Sí, ahora todo está claro! —dijo dejando de golpear con el martillo un clavo en la pared de su habitación. La que estaba cerca de la puerta.

Ahí colocó un pequeño espejo de bordes biselados y se observó con disimulo. Luego hizo un ademán de retirarse, pero volvió los ojos al espejo y detenidamente vio su atezada imagen en el interior. No parecía satisfecho. Entonces se llevó la mano a la cabeza, agitándola, para tratar de arreglarse el pelo ensortijado. Se vio mejor. Sonrió y la sonrisa se mantuvo quieta por un instante. «Al fin y al cabo ella me gusta. Sí, ella tiene gustos humildes, y es porque así la educaron y así lo heredó de sus padres. Y es inteligente, y su rostro es agradable y amistoso… Sobre todo, me encanta su delgada y curva nariz, semejante al pico de un águila», se dijo mordiéndose los labios. Después, evitando mirarse, dio unos pasos y cogió un libro que estaba encima de una pequeña mesa y se puso a pasear leyendo en voz alta.

—¿Se puede? —preguntaron detrás de la puerta.

—Sí —contestó rápidamente sin reconocer la voz.

—¡Hola, Jorge! —lo saludó, ingresando.

—¡Hola, amiga! Llegó usted muy temprano —exclamó, sorprendido.

—Sí, pues, estoy un poco mal de la garganta; pero he venido a ayudarte con los adornos y las demás cosas. Las demás chicas vienen en media hora. Yo me adelanté… Tu mami me hizo pasar y me dijo que te buscara aquí. Bonito cuarto. ¿Estás estudiando?  

—Sí. Un poco, pero ya lo dejo.

Hacía mucho frio y él se removía nerviosamente. Trataba así de ubicarse mejor en el suelo. Dio unos pasos y dejó de moverse. Entonces tiró el libro encima de la mesa. La chica fijó la mirada y escudriñó ligeramente el rededor del cuarto. Después se volvió hacia él, estiró el brazo y le estrechó la mano. Él respondió dándole un amigable beso en la mejilla. Al apartarse, sus rostros se iluminaron con una larga sonrisa. Presumían su amistad.

—Pero ¿por qué lloras? —preguntó con una sonrisa el estudiante Jorge.

En la calle alguien gritaba a voz en cuello y sin vergüenza:

—¡Jorge..., ya llegamos con las chelas! ¡Abre la puerta!

Jorge vaciló un instante, pero en silencio. Hizo como si no hubiera oído nada. Lily solo sonrió interrogativamente. Ambos parecían hacerse los locos. Entonces ella suspiró y meneó la cabeza, y se llevó la mano al rostro. En sus ojos lacrimosos se notaba una ensoñación. Antes de decidirse a contestar, movió la cabeza de forma negativa y se frotó los ojos con un dedo. Inmediatamente, le dijo:

No, Jorge, no estoy llorando, me ha caído una pajilla en el ojo.

—¡Ah!, pensé que llorabas por mí —bromeó.

—Pero ya está…, listo. Parece que ya salió.  

Entonces Lily soltó otra sonrisa tierna, que le llenó todo el rostro. Dio unos pasos y se detuvo al borde de la cama. Inclinó el cuerpo y se sentó casi al filo.

Jorge respiró profundamente y miró en derredor. Bajó los ojos y volvió a levantarlos para observarla con una sonrisa que le llenaba todo el rostro. Con los ojos fijos en Lily se dio cuenta de que por primera vez estaban solos en su habitación celeste, amueblada con humildad e iluminada espiritualmente por una luz tenue que se colaba por una ventana de vidrios pequeños. Esto creaba para él la ilusión de un ambiente de buen augurio. La ventana pequeña no tenía cortinas, pero poco importaba. Solo entendía que estaba con el amor de su vida y que no era un sueño. Por eso quiso aprovechar para decirle que estaba loco por ella. Decirle también hasta el último apodo que le puso a su corazón en una noche de insomnio y de dudas. Deseaba pintar su agonía amorosa de un color serio, como su rostro, y darle forma a su vida y cambiarla por otra: «Yo soy el firme. ¡Firme! Lo que está en este pechito es solo tuyo... ¡Tuyo!». Era su oportunidad al verla quieta y sentada al filo de la cama. Pero solo pensaba y no se decidía. Entonces abrió más los ojos y la miró fijamente. Hizo un ademán de duda palpándose el pecho lampiño y abotonándose la camisa. Tenía que decírselo. Era el momento. ¡Era ahora o nunca! Las condiciones no eran un azar. Así se lo hizo entender su amiga con su temprana llegada. La ilógica hipótesis de un No como respuesta no era posible. No había dudas, pero tontamente perdía el tiempo escrutando a su conciencia. «Yo soy un buen chico, no soy como los otros… ¡Monses! Ni fu ni fa», pensaba. Mientras vagaban sus pensamientos él se frotaba las manos con excitación y arreglaba las palabras para decirlas, para lanzarlas sin ahorrar esfuerzo. Las halló, aunque le parecían envueltas, amontonadas. Por eso de nuevo se echó a pensar. Esto duraba una eternidad. Ella permanecía inquieta. Y lo estaba mucho. Larga espera. Para variar, Jorge entrevé que la puerta está sin seguro. Y no quiere testigos. Tampoco estar reducido a esa molestia. Por eso decide cerrarla. Cuando está por hacerlo, siente que dos palomas se posan aleteando en el borde delgado de la ventana. Quieto y en pie las mira. Quieren copular. Lily también se vuelve a ellas y las observa en silencio. Sonríe y mira a Jorge esperando una respuesta, porque piensa que no hay tiempo para preguntas. El ambiente era el adecuado, y ella estaba verdaderamente en su punto, con el pelo largo, deshecho y el cuello desnudo y blanco. Jorge se sobre para y se vuelve a ella, pero fugazmente. Trata tontamente de no darle importancia a lo sucedido. Por eso, corre a cerrar la puerta. Pero siente en el instante un tremendo portazo en el pecho. Se despierta y ve con horror a sus amigos. Los observa como si fueran gorgonas y otros mil monstruos más. Tienen un cajón de cerveza en las manos y gritan. Durante un momento los miró de reojo. Quería hablar, decirles que se marchen, que esperen un poquito más, pero solo murmuró incoherencias. Estaba aturdido. Los visitantes con tono petulante le hacen notar que él es uno más del grupo, que no está solo. Por eso le increpan su demora.

—¡Qué ha ocurrido! Tanto te demoras en abrir que si no es por tu mamá nos quedamos en la calle —dijo el chato Montoya.

 ¡Hola Lily! —Todos la saludan efusivamente dándole un beso en la mejilla.

Jorge metió las manos en los bolsillos de su pantalón y cerró los ojos. Volvió a abrirlos. Lily lo miró apenada, pero con una sonrisa. Sabía que Jorge estaba dispuesto a contarle un secreto, secreto que ella adivinaba, que ya sabía. Por eso creyó que en el momento perdido él se iba a atrever a besarla en los labios y ella lo dejaría hacerlo.

Minutos después, Jorge, mirando a los galifardos, se aprieta las sienes: lo siente como de madera. Y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado.

Por fin la fiesta con sus amigos del colegio se termina, la visita se va, en especial una. Se apagan las luces. Se acuestan los amos. Jorge, con los ojos abiertos, medio dormido, sueña con la llegada intempestiva de su amiga. Y medita sobre las ganas amplias que tuvo para declararle su amor por ella. Luego de unos minutos, cierra los ojos tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa, pero no saca nada en limpio.

***

No es extraño; uno nunca olvida la primera vez que se enfrentó a una declaración de amor. Podría decirse que mi amigo Jorge arremetió con todo y sobrevivió para contarlo. Nunca olvidaré el día en que se atrevió a contárnoslo:

Estaba muerto de cansancio, pero sabía que tenía que ir y decírselo. Se lo diría sí o sí. Agarró ánimo, se vistió con lo mejor que tenía. Hasta se puso los zapatos negros que le gustaban mucho. Ya trajeado, fue a su encuentro. Era de noche y caía una garúa cálida. Solo cuando ya estuvo en la calle, se dio cuenta de que no llevaba puesta una de las medias. “¡Qué mierda, nadie se va a dar cuenta!”, exclamó. Los vecinos lo miraron desde lejos con indiferencia. Era alguien más en el barrio. Comenzó a andar muy lentamente, pensando en las cosas que se le arremolinaban en la cabeza. Los zapatones negros crujían a cada paso. Mientras, pegado a sus talones, un perro lo seguía olfateándole uno de sus pies, justamente el que iba sin media. Así, juntos, recorrieron toda la avenida 1 de mayo hasta llegar a la Plaza Mayor en el distrito de ella, ya que Jorge vivía en Mirones, en el Cercado de Lima, muy cerca de la avenida Universitaria. “Es un día muy extraño. ¡Puta! Va a ser difícil encontrar de qué hablar, porque ella es una mujer rara”, se dijo, dudando. Luego sintió vergüenza de este tonto pensamiento. Aun así, siguió caminando, pero con una expresión fatídica. Era viernes 13. Y él era un adicto a las cábalas. Por eso sintió crujir el mundo a sus pies. Miró al cielo en busca de alguna estrella. No distinguió ninguna, solo a la garúa que le acariciaba el rostro, como telaraña, y que lo cubría todo. Pensó también que un cielo cubierto era de mala suerte. Y antes de que pudiera desistir, sacudió la cabeza y prosiguió su camino. “Esto es personal, y ¡sí se puede! ¡Al diablo las tradiciones místicas!”, se dijo. Para entonces había llegado a la conclusión de que él se lo tenía que decir, y que sería mucho más sencillo de lo que él se imaginaba...

Estaba muy cerca. Vio que sus manos temblaban. Revisó sus bolsillos para contabilizar las monedas que llevaba. «Lo justo», dijo. Luego recorrió con sus dedos la cajetilla de cigarrillos que estaba en el bolsillo de su camisa. Sacó uno y lo encendió. Dio media vuelta y con el cigarrillo apretado entre los labios quedó cara a cara con el perro. Sintió que le sonreía. Él sonreía también. Sin embargo, aunque su cuerpo estaba rígido, sentía espasmos recorriendo sus músculos. Al aspirar profundamente, se dio cuenta de que tenía el cigarro apagado. Su boca estaba muy seca y le era difícil inhalar. Lo volvió a encender. «¿No quiere usted?», le dijo al perro, blandiendo el cigarro.  El perro solo agitó la cola y lo quedó mirando tiernamente. «Sabes, me voy a mandar», le dijo, mirándole a los ojos. «¿Por qué? Porque ella me da sajiro... Me hace ojitos. Sé que le gusto...», se responde. «¡Claro que podemos!», exclama, dándose más fuerzas. «Alguien podría acabar muy malherido y ese creo que puedo ser yo... ¡Carajo! ¡A la mierda!, igual se lo diré», aumentó dándose más ánimos. Las palabras se le salieron antes de que supiera que las había dicho. Entonces, como un segundo pensamiento, volvió a mirar fugazmente al perro; pero, inmediatamente vuelve la vista y lo examina. Se inclina y le soba el lomo. Al hacer esto, entiende que los nervios lo traicionan y que está temblando. Levanta la cabeza y se observa en el cristal de una ventana oscura, pero que ilumina su rostro. Ahí ve el aspecto lastimoso de su cara. Empezaba a sudar. Al cabo de un instante, miró al perro nuevamente. «De hecho, ¿sabe?, tal vez sería mejor que usted no vaya. ¿Por qué no regresa a su casa? Yo me encargo de ella», le dijo en voz alta, como si el perro lo entendiera. «Me voy. Se me hace muy tarde», dijo, para despedirse.

Lo siguiente que supo es que estaba tocando la puerta. Debió de haber apurado el paso para alejarse del perro, ya que éste no aparecía por ningún lado. Separó sus dedos e hizo un ademán para peinarse la crespa melena; también se acomodó como pudo en sus zapatos negros, lustrados hasta el cansancio. Llegó la hora. Sonó el pestillo de la chapa y se abrió la puerta.

—¡Hola! —dijo ella—. ¿Qué sorpresa?... —remató, fijando la vista en él.

—¡Ah…! Salí a tomar un poco de aire —respondió, ruborizado.

—Y, ¿qué te cuentas?... Y con esta llovizna —aumentó ella.  

Jorge entonces empezó a hablar demasiado razonablemente. Como nunca. Porque él no era así. Antes, en el salón de clases, siempre le hablaba relajado, haciéndole bromas, soltando carcajadas o una sonrisa fuera de contexto. Ahora no. Hablaba enredado, sin risas ni carcajadas; era otro, otro estúpido más. Ella, al verlo así, al sentirlo así, quedó perpleja. Lo miraba escrutándolo. «Maldita sea, ¿qué le pasa a éste? No puede ser Jorge, este es un tipo raro», pensó. Jorge no esperó a que las aguas se tranquilizaran y él permaneciera sumergido en ellas, ahogándose; se lo tenía que decir cueste lo que cueste y pase lo que pase; entonces se lo dijo: «Quiero que seas mi enamorada». Ahora no sentía el tiempo transcurrir, el mundo se había paralizado; se encontraba como en un precipicio sin fondo, con miedo de que alguien le dé un pequeño empujón y cayera.

Ella sacudió la cabeza, como en una pesadilla, y le dirigió una mirada seria, pero curiosa. No podía creerlo. Miró para todos lados y detrás de la puerta por si uno de sus hermanos bajaba por las escaleras. Al volverse, se percató de que el rostro de Jorge estaba distorsionado. Lo veía como no lo había visto nunca. Su mirada extraviada era igual que la de un triste perro que había pasado toda la noche, afuera, al pie de la puerta, tirado, en espera de una perrita alunada. Al no obtener respuesta, Jorge trató de explicarse mejor.

—¡Por favor, por favor!... ¡basta! Mira Jorge, no te hagas ilusiones; no creo en esas cosas…, además, no es tiempo para esto… Ahora solo pienso en mis estudios, en mis estudios y mi ingreso a la universidad, en mis estudios y ser alguien en la vida, solamente pienso en eso. Tú ¿no?

Jorge, atónito, solo atinó a mirarla con ojos inexpresivos, desorientados. «Esta huevona cree que le estoy pidiendo matrimonio… Creo que ya la cagué, me he quincieado…», pensó. Se mostraba confundido. Hubiera querido gritárselo y desaparecer, hacerse humo y no oírla más. Sin embargo, no se atrevió. Solo se inclinó hacia ella, con la cabeza gacha.

—Así será —balbuceó—. Así debe ser, ¿supongo? —volvió a balbucear.  

—Por favor, es lo mejor —contestó ella.

—Bueno, ahora te dejaré en paz… Me dedicaré a los estudios… Tal vez después… Uno nunca sabe…

—No. Ya te he dicho que no pienso en esas cosas… Te dejo, ¿no es un poco tarde? —preguntó ella amargamente.

—Sí, ya me voy —respondió un grogui Jorge.

—Por favor, no hablemos más. Tengo que descansar y ya llevo muchísimo sueño, mañana tengo que seguir estudiando —le dice con cara de enojo, casi protestando.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo él, acercándose para darle un beso en la mejilla. Ella no se lo impidió.

Se despidieron. Lo despidieron sin compasión alguna.

Ahora Jorge caminaba sobre sus pasos, meditabundo, taciturno; lo pensó otra vez, y otra vez. Sentía vergüenza, sentía que el mundo se hundía a sus pies, sentía que no era él, y que nunca sería él otra vez. Lentamente se fue hasta una tienda y compró una botella de agua mineral. La garúa persistía y le humedecía el rostro. Tomó un largo trago de agua y la sintió caliente, con sabor a agua de papa, de verduras. Marchaba como en una procesión y en espera de que desaparezcan los efectos de todas sus palabras, y las de ella también. Jorge lo contemplaba todo sin darle importancia, y dándole importancia también. Le importaba el día de mañana, porque la tenía que volver a ver, volverla a ver en su salón de clases, junto a los amigos del colegio, junto a las amigas del colegio. «Ella se reirá de mí; todos se reirán de mí», pensaba. Debajo de los párpados iba recreando las imágenes que le habían sacudido en aquellos momentos, durante la caminata, esa noche; las moldeaba, las tallaba una a una: su perro, los cigarrillos, el rostro de ella, inexpresivo, sus palabras: «Tengo que estudiar, tengo que estudiar, tengo que estudiar… no tengo espacio ni tiempo para mediocres», estás palabras retumbaban en su mente, en su corazón, en sus tripas; recreaba casi todo, viendo en los cristales de las ventanas, en las ventanas de todas las casas, en las ventanas de los carros, que pasaban fugazmente, su piel morena, sus ojos tristes, su mirada transparente, la de un idiota, la de un pobre y triste zoquete. Tratando de darse fuerza, sacudió la cabeza y se mordió los labios. Sentía que caminaba entre polvo y basura. “Y pensar que yo…”, dijo sin terminar la idea. Así, pensando lo sucedido, le vino ganas de mear. Para soportarlo, tomó aire, aguantándose, y dijo algunas lisuras, le gritó al mundo, le mentó la madre a su vergüenza. Y por fin, recordó a su otra amiga. Sí, la que había visto la semana pasada, la que llegó temprano a su casa para ayudarlo con los adornos. De quien estaba enamorado, y en quien siempre pensaba, pero quien nunca le daba sajiro, quien nunca le hacía ojitos como aquella, como ella, la cara de señora amargada. Sí, pensó en Lily, la amiga que armó todo lo destruido en el laboratorio de química, la que ayudó a reconstruirlo, la que entabló una partida de ajedrez con él, ese día que no tenía hambre y no salió al recreo. Lily, sí, Lily... «Lily, tú sí que me quieres y yo te quiero también; yo iba por ti, pero me desvié y tomé la otra cuadra, hacia aquella esquina, ¿por qué, por qué, por qué diablos lo hice? Yo sé que en el fondo tú me quieres, me amas, entonces, por qué no me haces ojitos, por qué no me das sajiro, por qué, por qué… Yo iría ahora mismo, ahorita mismo si recordara algún ademán, algún gesto a mi favor…», musitó algunas cosas más. Esto originó unas lágrimas de ensueño, de penoso silencio, que resbalaban por sus mejillas. Sonrió con los ojos vidriosos al pensar en ella, sonrió dulcemente, sonrió esperanzado, soñando. Quedó un largo rato así. Reaccionó. «La culpa la tienen esos huevones. Si estaba sentada frente a mí, estaba hecha una mamacita. Ella quería. Pero entraron esos huevones. No, la culpa es mía, creo que me quedé un poco. ¡Qué estúpido fui! ¡Qué huevón!», reflexionó. Se llevó la botella a la boca y le dio otro largo sorbo. Se enjugó los ojos con la manga de su camisa. «Qué estúpida pueden ser las mujeres», gritó para sus adentros. Luego, levantando la cabeza, dio un vistazo a su alrededor; esto lo acercó al mundo, lo devolvió a la realidad.

A esa hora, había poca gente, hombres y mujeres que volvían de sus trabajos...

Loro

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