Un
individuo de unos cincuenta años, no mal parecido, está sentado en un sillón,
leyendo un libro y frunce el ceño. El televisor está encendido sin que nadie le
haga caso. La salita está ordenada, con buen gusto y una escrupulosa limpieza;
arreglada por manos de una mujer, para decirlo mejor, con todo el moblaje en su
lugar. En el lateral izquierdo, una ventana con las cortinas recogidas deja ver
el amplio y claro día de tarde. Cuatro fotografías de diversos tamaños,
repartidas estratégicamente, cuelgan pegadas en las paredes, en ellas, están
estampadas la figura del dueño de la casa y su amada. En la de mayor tamaño,
ambos se encuentran abrazados y sonrientes, con el cuerpo cortado por la mitad.
No hay niños dibujados ni presos en estas fotos ni en las otras que están
arrimadas en un rincón de una mesita, pegada a un sillón, en donde se posa un viejo
teléfono.
Es un
domingo cálido de verano.
Una
mujer ingresa y saluda al individuo, quien suelta el libro y esconde un papel
en el bolsillo de su camisa. Luego va hacia él y lo abraza.
—¡Hola
mi amor! Vaya, menos mal que te encuentro —le dice ella, dejándose llevar hacia
la ventana.
—¡Dime!...
—responde él, asombrado.
—¡Santísima
Virgen!... ¡Dios mío! Faltó poco para desmayarme.
—Pero
¿qué pasó?... ¡Dime!
—Me
encontré con Charly… Tú me dijiste que había muerto… ¡El susto que me llevé!...
—¿Charly?...
¿Te habrás equivocado?
—¡No!...
sí, hasta hemos charlado buen rato en un restaurante.
—¡No
puede ser!... ¿Y de qué charlaron? —interrogó él, excitado.
—De
muchas cosas… Me preguntó por ti y te felicitaba por lo de nuestro matrimonio.
Lo vi triste, pero siempre con una sonrisa incansable.
—¡Caray,
sigue vivo!... A ver si es verdad. Dime, ¿te dejó un teléfono o su dirección?
—Sí.
Aquí tengo su número.
—A
ver, dámelo. Ahora mismo lo voy a llamar —dijo él, encaminándose hacia la
mesita donde estaba el teléfono.
Tenía
en el bolsillo de su camisa el papel escrito que colgaba por la mitad y un
lapicero de tinta negra; y en los bolsillos del pantalón, llevaba un manojo de
llaves que pendía de una cadenita.
Ahí,
inclinado, cogió la agenda y buscó una hoja blanca. Sin perder tiempo, apuntó
el número que Estrella le dictó pausadamente. Su mano temblaba, tenía alterado
el sistema nervioso.
Recuperado,
se sentó en el sillón e hizo la llamada.
—Aló…
—Sí,
¿dígame?...
—Buenas
tardes, hablo con Charly…
—Sí.
Con él habla. ¿Dígame?
—¡Hola,
Charly!... Soy yo, Miguel, ¿te acuerdas de mí?
—¿Miguel?...
La verdad es que no te recuerdo… ¿Miguel qué?
—Miguel,
el esposo de Estrella.
—¡Ah!,
hola… ¡Sí, Miguel!… ¡Claro!... De veras… Dime.
—Puedes
venir a mi casa, quiero conversar contigo…
—Cómo
no… La misma dirección que me dejó Estrella, ¿no?
—Sí,
la misma. ¿Cuánto demoras?
—No
sé, lo que me lleve en ir. Supongo que una media hora.
—Ok.
Te espero —dijo esto y colgó el teléfono, volviendo los ojos de una manera
áspera hacia los de Estrella.
El
conversar con Charly lo había fatigado. Se le notaba por los gestos que hacía
inconscientemente. Como saliendo de alguna culpa, sacó el papel escrito que
estaba en el bolsillo de su camisa y se lo entregó a Estrella, quien lo recibió
dudando.
—¿De
qué se trata?
—Léelo…
—dijo él, encaminándose pensativo hacia la ventana.
Estrella
acerca el papel a sus ojos y lo empieza a leer. De pronto, un reflejo
inconsciente hizo que le cambiara el rostro. Lo termina de leer, lo dobla y
marcha despacio hacia el sillón y se echa lentamente exigiéndose un suspiro.
Abre con precaución el papel con sus pequeñas manos y repasa el contenido.
Sonríe dándose golpecitos en las piernas, tratando de esconder una alegría.
Tiene un aspecto sereno y hermoso, y una sonrisa bien colocada en su boca. De
su garganta no sale un sonido, su sonrisa es silenciosa y pueril, tiene la
profundidad de una nostalgia.
Luego,
suenan pasos que se acercan hacia ella. Miguel da una vuelta alrededor de
Estrella, se detiene y la queda observando; la examina. Estrella está
sollozando. Tiene los ojos quietos y una expresión de extravío en el rostro.
—¿Dónde
lo encontraste? —pregunta ella, saliendo de su silencio.
Miguel
coge el libro que estuvo leyendo, cruza los brazos y se pone a hablar alto.
—En el
interior de este libro —responde con frialdad— ¿Cuándo te escribió esta carta y
cuándo escribieron este libro? Nunca me dijiste nada de la existencia de todo
esto…
Se
sienta junto a ella y le rodea la cintura con su brazo; ella murmura:
—De
eso, ya hace mucho tiempo… Ahora no tiene importancia.
—¡Vamos!
—dijo, soltando sus brazos y levantándose atropelladamente—. ¡Crees que soy un
idiota!
Estrella
medita un poco mientras examina el rostro de Miguel con mirada estupefacta. Sin
armonía natural, se pone en pie y da unos pasos acercándose a él, pero
temblando de cólera.
—¿Puedes
bajar la voz? Y siéntate… ¡Por Dios! No es una manera muy práctica de ver las
cosas… Me levantas la voz tontamente, como si me hubiera acostado con Charly el
día de hoy… ¿No me digas que estás celoso?
Miguel
se lleva las manos a la cabeza, separándose de Estrella, y se encamina hacia la
ventana que está cubierta por unas cortinas rojas. Se detiene lentamente y
mueve sus manos en un ademán de observar lo que sucede tras de las cortinas;
suspira hondamente y se golpea la frente contra el vidrio. Luego se vuelve
hacia ella. Furioso y exasperado, por no saber de la existencia de aquella
carta y de aquel libro, da un golpe con el puño al cristal.
—De
todos modos, voy a saber qué se traen entre manos. Lo voy a esperar para que me
expliquen los dos lo que está ocurriendo.
Cansada
y con el alma a punto de estallar, Estrella se dirige hacia la cocina. Vuelve a
la sala con un vaso de agua y se lo entrega.
—Toma
esto y relájate… No quisiera por nada del mundo volverme a encontrar con
Charly. Si hoy acepté conversar con él, fue por cortesía… Le he dicho con toda
franqueza que no me busque más. ¿Cómo crees que me sentí al volverlo a ver?...
Lo juzgaba bajo tierra.
—No sé
cómo decirte… Disculpa… Es que, al leer la carta dirigida a ti, me llenó de
rabia. Bueno, pues, mejor lo llamo y le digo que no venga…
—No,
nada de eso… al contrario; déjalo que venga. Habla tú con él, a solas, es mejor
así… Yo me iré al dormitorio… No me llames, dile que salí por ahí…
Estrella
se dirigió al dormitorio y dejó a Miguel en la sala. Se sentó sobre la cama y
empezó a releer la carta. Su rostro tenía un aspecto agradable. Sentada, con el
libro abierto entre las manos y los ojos fijos puestos en él, oyó el sonido del
timbre y, a los segundos, la puerta se abre. Era Charly que llegaba y se hacía
presente.
De
pronto inclina la cabeza y escucha la conversación detrás de la puerta.
—¿Cómo
estás, Miguel?... El tiempo vuela…
Se dan
la mano y Miguel se queda quieto, observándolo, asombrado de volverlo a ver.
Luego le suelta la mano y le contesta:
—Bien,
hombre… Sí que vuela…
—Me
dejas pasar… ¿O prefieres conversar aquí en la entrada?
—Sí,
claro… Hazme el favor de pasar…
Ambos
se dirigen a la sala. Toman asiento en dos sillones, uno frente al otro. Charly
empieza a hablar en voz baja, como para que otra persona no lo oyera. Habla
dando extraordinarios saltos a su razonamiento y mezclando los tiempos.
Mezclaba las fechas y los episodios. Miguel reflexionaba, silenciosamente,
escuchando a Charly y tratando de entender lo que decía.
Al
cabo de unos minutos, Estrella escucha que Charly se ríe burlonamente. Luego
escucha a Miguel decirle:
—Dime
una cosa.
—Usted
dirá.
—Quisiera
hacerte una pregunta algo particular.
—Hable
usted. ¿Cuál es esa pregunta?
—Me
has hablado de muchas cosas… ¿Por qué no preguntas por Estrella?... —Le
inquirió Miguel, con tono iracundo.
—Estoy
por decir que sí, pero no; no hace falta… No hablemos de eso, ¿eh?... Pero,
dime, ¿ella es feliz?...
—Eres
incorregible —responde, levantándose y dirigiéndose hacia la ventana—. Por
supuesto que es feliz… ¿Qué pregunta tan estúpida?
Charly
lo mira de soslayo, luego dirige la mirada hacia la puerta del dormitorio y
presiente que hay alguien en su interior.
—No me
vendría mal ahora tomar un “vinito” con usted, si fueras tan amable —agrega
Charly, volviéndose a Miguel.
—Es
verdad —contesta.
Luego
va hacia el bar, coge dos vasos, una botella de vino y vuelve a ocupar su sitio
en el sillón.
—Siento
mucho tener que decírtelo, Miguel… ¡Usted no tiene nada!... y yo tampoco…
Estrella
se incorpora y lanza un grito ronco, un grito de angustia… Y, de repente, un
silencio absoluto se hizo presente. Pasaron cinco, diez minutos, tal vez más, y
nadie se atrevía a decir nada. Estuvieron así hasta que Charly cruzó la
habitación y se dirigió hasta la puerta de salida. Salió y la cerró tras de él
sin que Miguel hiciera nada por detenerlo.
Libertad
No hay comentarios:
Publicar un comentario